Tormenta de Espadas (83 page)

Read Tormenta de Espadas Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
13.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Oberyn Nymeros Martell —masculló Tyrion entre dientes al tiempo que ponía el caballo a la altura del suyo—. La Víbora Roja de Dorne. Por los siete infiernos, ¿qué voy a hacer con él?»

La verdad era que sólo conocía a aquel hombre por su reputación... pero era una reputación aterradora. Cuando apenas tenía dieciséis años encontraron al príncipe Oberyn en la cama con la amante del viejo Lord Yronwood, un hombre corpulento de fama cruel y genio pronto. Se acordó un duelo, aunque en consideración a la juventud y la noble cuna del príncipe sólo sería a primera sangre. Ambos hombres recibieron heridas, y el honor quedó satisfecho. Pero el príncipe Oberyn no tardó en recuperarse, mientras que las heridas de Lord Yronwood se infectaron y acabaron por matarlo. Después de aquello se rumoreó que Oberyn había luchado con una espada envenenada, y tanto amigos como enemigos empezaron a llamarlo Víbora Roja.

Por supuesto, aquello había sucedido hacía ya muchos años. El muchacho de dieciséis años tenía ya más de cuarenta, y su leyenda se había hecho mucho más sombría. Había viajado a las Ciudades Libres para aprender la profesión de envenenador y, si se podía dar crédito a los rumores, artes aún más oscuras. Estudió en la Ciudadela y llegó a forjar seis eslabones de la cadena de maestre antes de aburrirse. Sirvió como soldado en las Tierras de la Discordia al otro lado del mar Angosto, y cabalgó durante un tiempo con los Segundos Hijos antes de formar una compañía propia. Se hablaba mucho de sus torneos, sus batallas, sus duelos, sus caballos, su sensualidad... Corría el rumor de que se acostaba tanto con hombres como con mujeres, y había engendrado hijas bastardas por todo Dorne. Los dornienses las llamaban «serpientes de arena». Que Tyrion supiera, el príncipe Oberyn no había engendrado nunca un hijo varón.

Y, por supuesto, había dejado tullido al heredero de Altojardín.

«No hay en los Siete Reinos un hombre que vaya a ser peor recibido en una boda de la Casa Tyrell», pensó Tyrion. Enviar al príncipe Oberyn a Desembarco del Rey mientras estaban en la ciudad Lord Mace Tyrell, dos de sus hijos y miles de sus soldados era una provocación tan osada como el propio príncipe Oberyn. «Una palabra inconveniente, una broma en mal momento, una simple mirada... No hará falta más para que nuestros nobles aliados se saquen los ojos entre ellos.»

—No es la primera vez que nos vemos —comentó el príncipe dorniense a Tyrion en tono superficial mientras cabalgaban uno al lado del otro por el camino real, junto a prados amarillentos y árboles quemados—. Aunque no esperaba que me recordarais, claro. Entonces erais aún más pequeño que ahora.

Su voz tenía un tono burlón que a Tyrion no le gustaba nada, pero no iba a permitir que el dorniense lo provocara.

—¿Cuándo nos conocimos, mi señor? —preguntó mostrando un educado interés.

—Hace muchos, muchos años, cuando mi madre gobernaba en Dorne y vuestro padre era la Mano de un rey distinto.

«No tan distinto como podría parecer», reflexionó Tyrion.

—Fue entonces cuando visité Roca Casterly con mi madre, su consorte y mi hermana Elia. Yo tendría unos catorce o quince años y Elia uno más. Creo recordar que vuestros hermanos tenían ocho o nueve, y vos acababais de nacer.

«Extraño momento para ir de visita.» Su madre había muerto al darlo a luz, de manera que los Martell se habrían encontrado la Roca en pleno luto. Sobre todo a su padre. Lord Tywin rara vez hablaba de su esposa, pero Tyrion había oído comentar a sus tíos el profundo amor que se profesaban. En aquellos tiempos su padre era la Mano de Aerys, y se decía que Lord Tywin Lannister gobernaba los Siete Reinos, pero Lady Joanna gobernaba a Lord Tywin.

—Después de su muerte tu padre no volvió a ser el mismo, Gnomo —le había dicho en cierta ocasión su tío Gery—. Lo mejor de él murió con tu madre.

Gerion había sido el más joven de los cuatro hijos de Lord Tytos Lannister y también el tío favorito de Tyrion. Pero ya no estaba entre ellos, había desaparecido al otro lado del mar, y había sido el propio Tyrion quien llevó a Lady Joanna a la tumba.

—¿Fue agradable vuestra estancia en Roca Casterly, mi señor?

—Muy poco. Vuestro señor padre ni nos miró en todo el tiempo que pasamos allí, encargó a Ser Kevan que se ocupara de recibirnos. La celda donde me alojaron tenía un colchón de plumas para dormir y alfombras myrienses en el suelo, pero era oscura y sin ventanas; en realidad más bien parecía una mazmorra, como le comenté a Elia. Vuestros cielos eran demasiado grises, vuestros vinos demasiado dulces, vuestras mujeres demasiado castas, vuestra comida demasiado insípida... y vos fuisteis la peor decepción de todas.

—Acababa de nacer, ¿qué esperabais de mí?

—Una atrocidad —replicó el príncipe de pelo negro—. Erais pequeño, pero de gran fama. Estábamos en Antigua en el momento de vuestro nacimiento, y toda la ciudad hablaba del monstruo que había engendrado la Mano del rey y de qué significaba un presagio así para el reino entero.

—Hambre, peste y guerra, seguro. —Tyrion esbozó una sonrisa amarga—. Siempre es lo mismo, hambre, peste y guerra. Ah, sí, y el invierno y la larga noche que no termina jamás.

—Todo eso —asintió el príncipe Oberyn—. Y también la caída de vuestro padre. Lord Tywin se había alzado por encima del rey Aerys, se lo oí a un hermano mendicante que predicaba en la calle, pero sólo un dios puede estar en una posición más elevada que un rey. Vos erais su maldición, un castigo enviado por los dioses para enseñarle que no era mejor que el resto de los hombres.

—Buen intento, pero se niega a aprender —suspiró Tyrion—. Seguid, por favor. Me encanta esa clase de historias.

—Mejor que la historia sobre vos debe de haber pocas. Se decía que teníais una cola en forma de tirabuzón como la de los cerdos. Que teníais una cabeza monstruosa, casi de la mitad del tamaño que el cuerpo, y que habíais nacido con una espesa mata de pelo negro y ya con barba. Que teníais un ojo maléfico, garras de león, los colmillos tan largos que no podíais cerrar la boca, y que entre vuestras piernas había un sexo de niña además de el de niño.

—La vida sería mucho más sencilla si los hombres pudieran follar con ellos mismos, ¿no os parece? Y ha habido unas cuantas ocasiones en las que me habría venido bien tener colmillos y garras. De todos modos, empiezo a comprender vuestra decepción.

Bronn soltó una risita, pero Oberyn se limitó a sonreír.

—Tal vez no os habríamos podido ver de no ser por vuestra querida hermana. No se os veía nunca en los salones ni siquiera durante las comidas, aunque a veces por la noche oíamos un berrido de bebé que venía de lo más profundo de la Roca. Eso hay que reconocerlo, teníais una voz monstruosa. Aullabais horas y horas, y lo único que os calmaba era una teta de mujer.

—En eso no he cambiado nada.

—Compartimos ciertos gustos —dijo el príncipe Oberyn, que no puedo evitar echarse a reír esta vez—. En cierta ocasión, Lord Gargalen me dijo que esperaba morir con una espada en la mano, a lo que yo le respondí que preferiría tener una teta en la mano cuando me llegara la hora.

Tyrion no pudo contener una sonrisa.

—¿Qué ibais a decir de mi hermana?

—Cersei prometió a Elia que nos enseñaría a su hermanito. El día anterior a nuestra partida, mientras mi madre y vuestro padre estaban reunidos, Jaime y ella nos llevaron a vuestra habitación. El ama de cría que teníais trató de echarnos, pero vuestra hermana no se lo consintió.

»—Es mío y tú no eres más que una vaca lechera —le dijo—, no me puedes dar órdenes. Cállate o le diré a mi padre que te haga cortar la lengua. Las vacas no necesitan lengua, sólo ubres.

—Su Alteza ha sido encantadora desde niña —dijo Tyrion. La sola idea que de su hermana lo considerase «suyo» le parecía de lo más divertida. «Los dioses saben que desde entonces no me ha mostrado mucho apego.»

—Cersei llegó incluso a quitaros los pañales para que os viéramos mejor —siguió el príncipe dorniense—. Era verdad que teníais un ojo raro y algo de pelusa negra en la cabeza. Tal vez tuvierais la cabeza un poco grande, sí... pero nada de cola, barba, colmillos ni zarpas, y entre vuestras piernas sólo había una diminuta polla rosada. Después de todos los comentarios maravillosos que habíamos oído, resultó que la maldición de Lord Tywin no era más que un bebé feúcho con las piernas torcidas. Elia incluso hizo ese ruidito que hacen las chicas cuando ven un bebé, seguro que sabéis a qué me refiero. Es el mismo que cuando ven un gatito mono o un cachorrito juguetón. Creo que hasta os habría cogido en brazos pese a vuestra fealdad. Cuando comenté que como monstruo no erais gran cosa, vuestra hermana dijo: «Pues mató a mi madre», y os retorció la polla tan fuerte que pensé que os la iba a arrancar. Vos chillasteis, pero Cersei no os soltó hasta que vuestro hermano Jaime dijo: «Déjalo en paz, le estás haciendo daño». Y ella le contestó: «Qué más da. Todo el mundo dice que morirá pronto. Ni siquiera tendría que haber vivido tanto».

El sol brillaba en el cielo y el día era cálido y agradable para estar en otoño, pero Tyrion sentía frío después de oír aquello.

«Mi querida hermana. —Se rascó la cicatriz de la nariz y lanzó una mirada al dorniense para que se fijara bien en su ojo maligno—. ¿Por qué me habrá querido contar semejante cosa? ¿Me está poniendo a prueba o me está retorciendo la polla como hizo Cersei, para oírme gritar?»

—No dejéis de contarle esta historia a mi padre. Seguro que le hace tanta gracia como a mí. Sobre todo lo de mi cola. Tenía cola, pero me la hizo cortar.

El príncipe Oberyn soltó una risita.

—Desde la última vez que nos vimos, vuestro ingenio ha crecido.

—Sí, aunque tenía la esperanza de que el resto de mí creciera también.

—Hablando de cosas divertidas, el mayordomo de Lord Buckler nos contó algo muy curioso. Asegura que habéis creado un impuesto sobre los coños.

—Es un impuesto a la prostitución —dijo Tyrion, otra vez molesto. «Y fue idea de mi maldito padre»—. Sólo un penique por cada... servicio. La Mano del Rey cree que así mejorará la moralidad en la ciudad.

«Y servirá para pagar la boda de Joffrey.» No hacía falta decir que, como consejero de la moneda, Tyrion había cargado con todas las culpas. Según Bronn, en las calles lo llamaban «el penique del enano». Si se daba crédito al mercenario, en los burdeles y otros antros el grito era «Ahora ábrete de piernas para el Mediohombre».

—En ese caso tendré que llevar la bolsa llena de peniques. Hasta los príncipes deben pagar impuestos.

—¿Para qué queréis ir de putas? —Miró hacia atrás, hacia Ellaria Arena, que cabalgaba con las otras mujeres—. ¿Os habéis cansado de vuestra amante por el camino?

—Jamás. Compartimos demasiadas cosas. —El príncipe Oberyn se encogió de hombros—. Pero nunca hemos compartido a una hermosa mujer rubia, y Ellaria siente curiosidad. ¿Sabéis de alguna?

—Soy un hombre casado. —«Aunque mi matrimonio esté sin consumar»—. Ya no frecuento la compañía de prostitutas... —«A menos que quiera que las ahorquen.»

—Se dice —lo interrumpió Oberyn cambiando de tema con brusquedad— que en el banquete de bodas del rey se servirán setenta y siete platos.

—¿Tenéis hambre, mi príncipe?

—Hace mucho tiempo que tengo hambre. Pero no de comida. Decid, por favor, ¿cuándo se servirá la justicia?

—La justicia. —«Sí, claro, por eso ha venido, tendría que habérmelo imaginado»—. ¿Estabais muy unido a vuestra hermana?

—De niños, Elia y yo éramos inseparables, como vuestra hermana y vuestro hermano.

«Dioses, espero que no.»

—Las guerras y los matrimonios nos han tenido muy ocupados a todos, príncipe Oberyn. Mucho me temo que nadie ha tenido tiempo para ocuparse de asesinatos cometidos hace dieciséis años, por horribles que fueran. Pero nos ocuparemos de ello tan pronto como nos sea posible, desde luego. Cualquier ayuda que nos proporcione Dorne para restaurar la paz del rey contribuirá a acelerar el inicio de la investigación de mi padre...

—Enano —lo interrumpió la Víbora Roja con un tono mucho menos cordial—, no me vengáis con mentiras de Lannister. ¿Nos tomáis por corderos o por idiotas? Mi hermano no es un hombre vengativo, pero no se ha pasado los dieciséis últimos años durmiendo. Jon Arryn fue a Lanza del Sol un año después de que Robert subiera al trono y, como os podéis imaginar, lo interrogamos a fondo. Igual que hicimos con otro centenar de personas. No he venido a presenciar una farsa de investigación. He venido a por justicia para Elia y sus hijos, y la voy a obtener. Empezando por ese retrasado de Gregor Clegane... pero no me detendré ahí. Antes de morir, la Enormidad que Cabalga me dirá quién le dio las órdenes, os ruego que no dejéis de contárselo a vuestro señor padre. —Sonrió—. En cierta ocasión un anciano septon me dijo que yo era la prueba viviente de la bondad de los dioses. ¿Sabéis por qué, Gnomo?

—No —reconoció Tyrion con cautela.

—Porque si los dioses fueran crueles yo habría sido el primogénito, y Doran el tercer hijo de mi madre. Soy un hombre vengativo. Y ahora os tenéis que enfrentar a mí, no a mi hermano, tan paciente, tan prudente, tan gotoso.

Tyrion divisó el sol que se reflejaba en el Aguasnegras a un kilómetro por delante de ellos; el mismo sol que iluminaba las torres y las colinas de Desembarco del Rey, poco más allá. Giró la cabeza para observar la columna que los seguía por el camino real.

—Habláis como si os siguiera un gran ejército —dijo—, pero yo sólo veo a trescientos jinetes. ¿Veis aquella ciudad, al norte del río?

—¿Ese montón de estiércol que llamáis Desembarco del Rey?

—Ese mismo.

—No sólo lo veo, es que hasta me llega el olor.

—Pues oledlo bien, mi señor. Llenaos los pulmones. Medio millón de personas apestan más que trescientas, ya lo veréis. ¿Oléis a los capas doradas? Son casi cinco mil. Las espadas juramentadas de mi padre deben de ser otras veinte mil. Y también están las rosas, claro. Las rosas tienen un olor delicioso, ¿verdad? Sobre todo cuando hay tantas. Cincuenta, sesenta, setenta mil rosas, en la ciudad o acampadas en los alrededores, la verdad es que no sabría deciros cuántas son, pero el caso es que son muchas.

—En el viejo Dorne —dijo Martell encogiéndose de hombros—, antes de que los Martell enlazáramos mediante el matrimonio nuestra casa con la de Daeron, se decía que todas las flores se inclinan ante el sol. Si las rosas se interponen en mi camino, las pisotearé de buena gana.

Other books

Love and Decay, Episode 10 by Higginson, Rachel
American Experiment by James MacGregor Burns
Debatable Land by Candia McWilliam
Trophy Kid by Steve Atinsky
A Real Basket Case by Groundwater, Beth
The Watchman by Robert Crais
Any Way You Want Me by Yuwanda Black