Tras el incierto Horizonte (39 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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La Tuerta no era un simple preparado en el sentido en que puede serlo el sistema nervioso de la estrella de mar del biólogo. La Tuerta era un experimento.

No fue lo que se dice un éxito. El intento de preservar su identidad en la máquina de almacenaje no falló por las mismas razones que habían fracasado los primeros intentos con los otros miembros de su tribu: incompleta transferencia de la información, codificación incorrecta. Una por una los investigadores Heechees habían conseguido subsanar tales deficiencias. Su experimento fracasó, o tuvo un éxito tan solo parcial, por otro motivo. En el sujeto que podía ser denominado «La Tuerta», había demasiado poca identidad que preservar. No constituía una biografía, ni siquiera lo que podría denominarse un diario. No era más que un registro de datos separados por el dolor e ilustrados por el miedo.

Pero no era ése el único experimento que estaban desarrollando los Heechees.

En otra sección de la inmensa máquina que orbitaba en torno al sol de la Tierra a un año luz de distancia, los bebés que habían sido robados a la tribu de La Tuerta, crecían. Llevaban vidas muy distintas de la de La Tuerta, vidas caracterizadas por una atención constante y pruebas de habilidad cuidadosamente programadas. Los Heechees reconocían que, a pesar de que aquellos australopitecos distaban sobremanera de ser inteligentes, albergaban la semilla de una raza superior. Decidieron acelerar el proceso.

En los quince años transcurridos desde el traslado de la pequeña colonia de su hogar africano a la nave, hasta la muerte de La Tuerta, no había tenido lugar un gran progreso. Pero no por ello los Heechees se habían desanimado: no esperaban que lo hubiese, los suyos eran planes a largo plazo.

Como otros proyectos que tenían entre manos solicitaban la presencia de todos ellos en otro lugar antes que la primera chispa de inteligencia brillara en los ojos de los descendientes de La Tuerta, actuaron en consecuencia. Construyeron una nave y la programaron para que durara indefinidamente. La ajustaron para que se sustentase a base de comida CHON gracias a un procesador de materia cometaria que acababan de poner en funcionamiento para abastecer otra de sus instalaciones y que estaba preparado igualmente para una prolongada existencia. Construyeron, asimismo, máquinas que registraran de vez en cuando los progresos de las nuevas criaturas y que siguieran intentando reproducir sus identidades en la máquina de almacenaje, para poder revisarlo todo con posterioridad, en caso de que alguno de ellos regresara para comprobarlo. Cosa que debieron juzgar improbable a la vista de sus otros planes.

Sin embargo, sus planes abarcaban muchas alternativas a pesar de llevarse a cabo a la vez; porque sus planes eran algo de trascendental importancia para ellos. Podía muy bien suceder que ninguno de ellos regresara. Pero quizás algún otro lo hiciera.

Ya que La Tuerta no podía comunicarse con nadie, ni ser de utilidad alguna, los Heechees reunieron aquellas partes de su grabación que se referían a sus sentimientos y estados afectivos, y con ánimo de economizar espacio las guardaron en sus estantes a modo de libro de fondo de biblioteca, para que pudiera ser consultado por aquellos seres, fueran quienes fueran, que resultasen capaces de comprenderlo. (Era éste el que Janine se veía obligada a consultar, al revivir aquellas experiencias que La Tuerta había vivido muchos milenios antes.) Dejaron las claves necesarias para que pudiera ser descifrado, y borraron tras de sí todo otro rastro, como acostumbraban a hacer. Entonces se marcharon, abandonando a su suerte a aquel proyecto, de entre todos los que habían empezado.

Y así siguió por espacio de ochocientos mil años.

—Danine —gemía Hooay—, Danine, ¿te has muerto?

Ella elevó su mirada hacia el rostro de él, incapaz de fijar la vista al principio, por lo que Hooay parecía una luna borrosa de ancha cara y con un par de colas de cometa agitándosele por debajo.

—Ayúdame a levantarme, Hooay —sollozó—. Sácame de aquí.

De todos ellos, aquél había sido el peor. Se sentía ultrajada, violada, transformada. Jamás volvería a ser la misma. Janine no conocía el término «australopiteco», pero sabía que lo que había experimentado era la vida de un animal. O peor aún, porque en algún recóndito lugar del cerebro de La Tuerta la chispa del primer pensamiento había estado a punto de brotar, por lo que había podido experimentar la indeseada capacidad de sentir temor.

Janine se sentía exhausta y más vieja incluso que el propio Patriarca. Acababa de cumplir los quince años y ya había dejado de ser una niña. Tal estadio había sido superado. Ya no había lugar en ella para la infancia. Al llegar al grupo de paredes en pendientes que formaban su celda, se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Hooay con aprensión.

—Tengo un chiste que contarte —dijo ella.

—Pues por tu aspecto nadie lo diría —le contestó Hooay.

—Y sin embargo, es de lo más divertido. Escucha. El Patriarca ha encerrado juntos a mi hermana y a Wan para que críen. Pero mi hermana no puede tener hijos. Se operó para no tenerlos.

—Nadie en sus cabales haría eso —protestó—. Danine, ¡no me está gustando este chiste!

—Pues ella lo hizo. No te asustes —añadió rápidamente—. Y ahora tráeme al chico.

Los blandos ojos de Hooay se estaban llenando de lágrimas.

—¿Cómo no voy a asustarme? Tal vez debería despertar al Patriarca y decirle...

Las lágrimas empezaron a correr. Estaba aterrorizado. Ella le animó y reconfortó, hasta que empezaron a llegar otros Primitivos y él les refirió aquella terrible broma. Janine se sentó sobre el alfombrado suelo de su celda, tapándose los oídos para no escuchar sus voces lastimeras y preocupadas. No llegó a dormirse, pero tenía los ojos cerrados cuando Wan y Tor llegaron a su puerta. Cuando empujaron al muchacho adentro, ella se levantó de inmediato.

—Wan —le dijo—, quiero que me rodees con tus brazos.

Él la miró malhumorado. Nadie le había explicado qué pasaba y también él había tenido su propia sesión con La Tuerta. Tenía un aspecto horrible. De hecho, no se había repuesto del todo de la gripe, había descansado poco y todavía no había logrado asimilar los grandes cambios introducidos en su vida a raíz de la llegada de los Herter-Hall. Tenía unas profundas ojeras y grietas en las comisuras de los labios. Tenía los pies sucios y las ropas hechas unos harapos.

—¿Es que tienes miedo de caerte? —le gritó.

—No tengo miedo de caerme, y habíame con educación, no me grites —le contestó ella.

Él se sorprendió, pero su voz trató de adecuarse al registro menos agudo que ella había tratado de enseñarle.

—¿Entonces qué te pasa?

—Oh, Wan —sacudió la
cabeza
con impaciencia mientras avanzaba hacia él.

Pero no era necesario que le dijera lo que tenía que hacer; sus brazos la rodearon automáticamente, ambos a la misma altura, como si ella fuera un barril que tuviera que levantar, presionando con las palmas sobre sus hombros. Ella apretó sus labios contra los de Wan, cerrados y secos y los retiró.

—¿Recuerdas qué es esto, Wan?

—¡Claro que me acuerdo! Es «besar».

—Pues lo estás haciendo mal, Wan. Espera, inténtalo de nuevo mientras yo hago esto.

Sacó la punta de su lengua por entre sus labios casi cerrados y la pasó a lo largo de los de él, completamente cerrados.

—Me parece que es mejor así, ¿no? —preguntó mientras retiraba la cara—. Yo me siento... me siento... como si fuera a devolver.

Alarmado, intentó echarse atrás, pero ella le siguió en su movimiento.

—No es que vaya a hacerlo, pero lo parece.

Wan permaneció tenso junto a ella, con el rostro apartado y la expresión de estar atormentado. Intentando que su voz no sonara aguda como de costumbre, dijo:

—Tiny Jim dice que la gente hace esto antes de copular. O para comprobar si la otra persona está caliente.

—¡Caliente! Vaya expresión, Wan. Di mejor «enamorado».

—Me temo que «enamorado» es distinto —respondió tozudo—, aunque de todas formas tiene que ver con la cópula. Tiny Jim dice que...

Ella le puso las manos sobre los hombros.

—Tiny Jim no está aquí.

—No, pero Paul no quiere que...

—Paul no está aquí —contestó ella mientras le acariciaba el delgado cuello con las yemas de los dedos para ver qué efecto le producía—. Ni Lurvy tampoco. De todas formas, lo que piensen no tiene ninguna importancia.

Tuvo que admitir que lo que sentía era más bien extraño. No es que fuera a devolver, pero en su interior estaba teniendo lugar una especie de reajuste de líquidos, distinto a cualquier otra sensación que hubiese experimentado con anterioridad. Pero no era desagradable en absoluto.

—Deja que te quite la ropa, Wan, y luego tú quítame la mía.

Después de volver a practicar el beso, Janine dijo:

—Creo que sería mejor no seguir de pie.

Y algo después, cuando llevaban ya algún tiempo acostados, abrió los ojos para mirar los de él, completamente abiertos.

Cuando Wan se incorporó para colocarse mejor, vaciló un instante.

—Si lo hago, puedes quedarte embarazada.

—Si no lo haces, creo que me moriré.

Cuando Janine se levantó, horas más tarde, Wan ya estaba de pie y vestido, sentado en uno de los lados de la habitación, recostado contra la pared dorada. Janine le abrió su corazón. Parecía cincuenta años más viejo. Su joven rostro parecía tener las arrugas que producen varias décadas de sufrimientos y privaciones.

—Te quiero, Wan —le dijo.

Wan se agitó y casi gritó.

—Oh, sí... —pero se contuvo y procuró controlar el tono de su voz, haciéndolo más grave—. Oh, sí, Janine. Y yo a ti. Pero no sé qué es lo que harán ahora.

—Seguramente no te harán ningún daño, Wan.

—¿A mí? —repuso despectivamente—. Eres tu quien me preocupa, Janine. Aquí he vivido toda mi vida, y antes o después tenía que sucederme. Pero tú... me preocupas. Están armando mucho jaleo ahí afuera —añadió sombrío—. Algo está pasando.

—No creo que vayan a hacernos daño... no creo que puedan, ya... —se autocorrigió al pensar en el diván de los sueños.

Los distantes gritos iban acercándose. Se vistió rápidamente y volvió la vista al oír la voz de Tor llamar a Hooay al otro lado de la puerta.

Nada evidenciaba lo que había ocurrido. No había ni siquiera una gota de sangre, pero cuando Tor abrió la puerta, asustado y preocupado, se detuvo para mirarlos suspicazmente mientras olisqueaba el aire de la habitación.

—Por lo que parece no va a hacer falta que te insemine —dijo cortés pero todavía asustado—. ¡Oh, Danine, Oh wan! ¡Ha pasado algo terrible! ¡Tar se ha quedado dormido y la otra hembra se ha escapado!

Wan y Janine fueron llevados a empellones a la cueva principal, donde se hallaban ya casi todos los Primitivos. Temblaban de miedo. Tres de ellos yacían en el suelo roncando en el mismo lugar en que los habían arrojado: Tar y otros dos de la guardia de Lurvy, que habían fallado en su cometido, que habían sido hallados dormidos y habían caído en desgracia ante la justicia del Patriarca, el cual seguía inmóvil pero alerta en su pedestal, con una miríada de luces parpadeando a lo largo de todo su perímetro.

Ninguno de sus pensamientos se traslucía a las criaturas de carne y hueso. Él era de metal. Él era formidable. No podía ser comprendido ni desafiado. Ni Wan ni Janine ni ninguna de sus casi cien criaturas podía adivinar todo el temor y toda la ira que emergía de sus memorias. El temor de que sus planes se vieran comprometidos. La ira por el fracaso de sus criaturas en cumplir sus órdenes.

Los tres que habían cometido aquel error serían castigados para servir de escarmiento. El casi centenar restante también tendría que ser castigado —de una manera más suave, para que la raza no se extinguiera— por haber fallado en hacer que aquellos tres cumplieran sus órdenes. Con respecto a los intrusos, ¡no había castigo suficiente para ellos! Tal vez les perdonara, como hacía con aquellos sujetos que se rebelaban en contra de él. Tal vez la cosa fuera más grave, y no estuviera en su poder la posibilidad de aplicarles un castigo lo bastante severo.

¿Qué era lo que podía hacer? Se obligó a incorporarse. Janine observó que la ola de lucecitas se empequeñecía hasta pararse al tiempo que el Patriarca alcanzaba su máxima altura.

—Capturad a la hembra y registradla en la máquina de almacenaje. Hacedlo ahora mismo.

Permaneció allí de pie, tambaleándose incómodamente; los amortiguadores y suspensores de su carcasa metálica se comportaban de manera inestable. Tuvo que arrodillarse mientras ponderaba sus opciones. El esfuerzo realizado al ir a la sala de controles para establecer el nuevo rumbo —aquella confusión mental momentánea que le había obligado a hacerlo—, el cansancio de medio millón de años de existencia, se estaban desquitando ahora. Necesitaba descansar, es decir, necesitaba tiempo para que su sistema automático buscara y reparara todo lo que necesitaba ser reparado, por más que ni siquiera de esa manera pudiera estar seguro de los resultados.

—No me despertéis hasta haberlo conseguido —dijo, y las luces de su corpachón volvieron a su parpadeo automático hasta apagarse finalmente.

Janine, rodeada por los brazos de Wan —que permanecía entre ella y el Patriarca, protegiéndola con su cuerpo, temblando de miedo—, sabía sin que nadie tuviera que recordárselo que «registrar» significaba matar. También ella temblaba de miedo.

Pero estaba perpleja.

Los tres Primitivos que habían seguido durmiendo mientras el Patriarca pronunciaba su sentencia, no habían caído dormidos por casualidad. Janine pudo reconocer los efectos de un fusil anestesiante. Pero sabía también que ninguno de los miembros de su expedición tenía uno.

Por ello mismo no se extrañó en absoluto cuando, una hora más tarde, de nuevo en su celda, oyeron un gruñido sofocado al otro lado de la puerta.

No se sorprendió tampoco al ver entrar corriendo a su hermana, llamándoles pistola en mano; ni le sorprendió ver a un harapiento Paul saltar por encima de la masa durmiente de Tor. Ni tampoco se sorprendió, al menos no demasiado, al ver que con ellos entraba un tercer hombre armado, a quien creyó reconocer. No estaba segura. Lo conoció cuando era apenas una chiquilla. Pero se parecía a la persona que había visto en las transmisiones en diferido de la piezovisión que les enviaban desde la Tierra, y en los mensajes de felicitación que enviaba él mismo con motivo de sus aniversarios y cumpleaños: era Robín Broadhead.

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