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Authors: Laura Gallego García

Tríada (97 page)

BOOK: Tríada
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Los ojos de Christian se toparon con los de aquella hembra que, por alguna razón desconocida para él, los estaba ayudando. Sintió que algo se removía en su interior, algo parecido a una extraña añoranza.

La shek entornó los ojos y le dedicó un siseo furioso. Christian retrocedió, alerta. La hembra abrió un poco más las alas y puso el cuerpo en tensión, preparada para atacar. Christian alzó a Haiass, dispuesto a defenderse.

El tiempo pareció congelarse en el instante previo al ataque de la serpiente, y en aquel segundo en el que Christian adivinó su propia muerte entre sus letales colmillos, los dos corazones, el de la shek y el del híbrido, palpitaron a la vez.

Y entonces ella pareció cambiar de idea, porque entornó los ojos, le dirigió un último siseo de advertencia y le dio la espalda bruscamente, dando a entender que lo dejaba marchar. Aún confuso, Christian dio media vuelta y echó a correr por el pasillo, en pos de Jack. Todavía pudo ver que Zeshak volvía a abalanzarse sobre la hembra shek, y reanudaba la batalla que habían comenzado, y que no tenía nada que ver con dioses, héroes ni profecías; era un asunto personal, adivinó Christian, y muy, muy grave... al menos para ella.

No le dio más vueltas, aunque la mirada de aquella hembra shek y su extraña actitud hacia él le habían llegado muy hondo.

Pronto, sin embargo, sólo pudo pensar otra vez en Victoria.

Qaydar y Allegra se habían dado cuenta de que las serpientes aladas eran el auténtico peligro para Awa. Habían cruzado el río con el primer grupo de refugiados, pero se habían quedado para defender las fronteras. Y habían decidido unirse a los feéricos que, en lo alto de los árboles más elevados del bosque, trataban de ahuyentar a los sheks.

No disponían de muchos medios para alcanzarlos en el aire. Sus lanzas y flechas no llegaban hasta ellos, y, si lo hacían, apenas arañaban la superficie de las escamas de las serpientes. Y aunque los rebeldes humanos les instaban a disparar flechas con puntas de fuego, los feéricos eran incapaces de hacerlo.

Pero consiguieron atrapar a un shek con las redes que lanzaban desde las copas de los árboles, y otro de ellos fue capturado por una planta carnívora gigante antes de que lograran congelarla por completo. Y, por supuesto, todos los magos rebeldes arrojaban su magia contra los atacantes alados.

—Cuanto más tiempo los retengamos aquí —dijo Allegra más oportunidades daremos a los heridos de llegar al corazón del bosque. Tal vez estén a salvo allí.

Pero Qaydar movió la cabeza.

—A estas alturas, dudo que exista un solo lugar en Idhún en el que estar a salvo —dijo con amargura.

Allegra no supo qué responder.

Estaban situados en una de las enormes flores de uno de los árboles más altos de aquel sector del bosque. El cáliz de la flor constituía un excelente refugio y los ocultaba a la percepción de los sheks. Desde allí lanzaban todo tipo de conjuros de ataque, tratando de alejar a las serpientes del bosque. Otros magos se habían unido también a la batalla aérea. En una flor cercana se ocultaba Tanawe, cuya magia era especialmente feroz cuando se trataba de defender a uno de sus preciados dragones, aunque ya sólo quedaran tres en el aire. Y la forma en que se curvaba hacia abajo otra de las flores indicaba que era el refugio de Yber, el único mago gigante de Idhún.

Allegra alzó la mirada al cielo. Lo vio cubierto de sheks, y se sintió atenazada por el desaliento. Se preguntó, una vez más, qué habría sido de Victoria, y si estaría bien. Lo último que sabía de ella era que había ido a matar a Kirtash, el asesino de Jack. Por un instante, deseó que hubiera cambiado de idea. El shek todavía la amaba, y a pesar de que había acabado con el último dragón, a pesar de todos los crímenes que había cometido, era la única persona en Idhún capaz de poner a salvo a Victoria, de alejarla de aquella locura, de curar el dolor de su alma. El hada respiró hondo. Tal vez Kirtash mereciera la muerte; pero viendo toda aquella destrucción, Allegra deseó que Victoria le hubiera perdonado la vida y que estuvieran los dos juntos, lejos de aquella pesadilla.

Un grito de Tanawe interrumpió sus pensamientos: —¡Atención, el dorado! Allegra se irguió de inmediato y se asomó por el borde del cáliz de la flor, justo para ver al dragón dorado planeando peligrosamente por encima de los árboles. Tenía a tres sheks en la cola.

—¿No estaba Kimara a bordo de ese dragón? —dijo el Archimago.

Allegra asintió, y Qaydar dejó escapar una maldición. Quedaban muy pocos magos en Idhún, y, que él supiera, hasta el momento Kimara era la única nueva hechicera consagrada por Lunnaris, el último unicornio. Había que preservarla con vida a toda costa. Con voz potente y terrible, pronunció las palabras de un hechizo de fuego y lo arrojó contra las serpientes que perseguían al dragón artificial. Allegra vio, no sin satisfacción, cómo las tres estallaban en llamas y se precipitaban sobre el bosque, emitiendo chillidos agónicos. Miró a Qaydar, pensativa. Era un hechicero poderoso, no cabía duda. En el pasado, los Archimagos eran respetados por los mismísimos dragones. Pero a veces daba la sensación de que Qaydar no sabía muy bien cómo utilizar aquel poder. Había pasado largas décadas dedicado al estudio de los más complicados hechizos y conjuros, de las formas más sutiles e intrincadas de la magia, pero se había limitado a la teoría, no a ponerlas en práctica. Allegra ya se había dado cuenta de que Qaydar se sentía un poco perdido en el mundo real, tratando con gente de verdad. Y, sin embargo, el poder estaba ahí.

—Archimago —dijo suavemente—, tú conoces todas las formas y variantes de la magia. Hasta ahora hemos utilizado siempre una magia simple, tosca y violenta para luchar contra los sheks, pero está claro que eso no sirve.

Qaydar se volvió hacia ella.

—¿Qué quieres decir? El fuego les hace daño, ya lo has visto.

—Sí —asintió Allegra—. Pero son demasiados. El hechizo sencillo de fuego sólo puede alcanzar a uno cada vez, dos o tres, como mucho. Necesitaríamos destruirlos a todos al mismo tiempo.

—¿Con fuego? Imposible.

—Pocas cosas hay imposibles para los que dominan los misterios de la magia, ¿no es cierto?

«Para acabar con todos ellos habría que incendiar el cielo», le había dicho a Shail. Respiró hondo. Si fuera posible...

Observó, con el corazón encogido, cómo el dragón de Kimara se precipitaba sobre los árboles, un poco más allá, sin control. Oyó la exclamación de angustia de Tanawe. Y no pudo evitar recordar los tiempos de la conjunción astral. Los dragones artificiales que habían fabricado durante todos aquellos meses estaban ahora cayendo como moscas, igual que en su día habían caído todos los dragones del mundo, bajo el poder de Ashran el Nigromante. Igual que había caído Jack, bajo el poder de Kirtash, su hijo. Un shek.

«Nadie más», se dijo el hada y, luego, en voz alta, añadió lentamente:

—Archimago, hemos de prender fuego al cielo.

Todo había sido muy breve. Demasiado breve, quizá.

Victoria había esperado un largo y complicado ritual; tal vez, incluso, con la asistencia de varios magos. Aunque, pensándolo bien, ningún mago en Idhún, probablemente ni siquiera Gerde, sería capaz de contemplar aquella agonía. Tal vez por eso seguían estando Ashran y ella solos en la habitación.

Tampoco el ritual fue largo, ni complicado. Al fin y al cabo Ashran no era un mago corriente.

Se limitó a pasar los dedos por encima de la cabeza del unicornio, varias veces, como tejiendo sobre ella una red de hilos invisibles. Lentamente, sus dedos comenzaron a emitir una extraña luz fría y pálida, hasta transformarse en garras brillantes. Victoria intentó tranquilizarse, pero no pudo. Tenía miedo, mucho miedo. Temblaba violentamente y le costaba estarse quieta, por lo que cerró los ojos para no ver aquellas garras de luz.

Entonces, de pronto, percibió una cálida presencia en su corazón, que hasta entonces había sentido frío, apagado y solo. «Jack? —pensó—. Jack está aquí?»

Demasiado tarde. Las garras luminosas hendieron su frente, como dagas de hielo, y giraron...

El unicornio no pudo resistirlo por más tiempo. Gritó.

Nadie en Idhún había oído nunca gritar así a un unicornio. Era un sonido estremecedor, que no se parecía a ningún otro, que atenazaba el alma y que sumía a quien lo escuchaba en una honda tristeza.

Jack y Christian lo oyeron cuando ya subían las escaleras a la carrera. Se detuvieron en seco, horrorizados. Fueron incapaces de moverse mientras el lamento del unicornio recorrió la Torre de Drackwen hasta los cimientos.

También los dos sheks que peleaban más abajo lo escucharon, e interrumpieron su lucha, conmovidos y sacudidos por el espanto. Cuando el grito se apagó, poco a poco, como la luz de tina vela que se extingue, Sheziss musitó:

«Chica unicornio.»

Se alzó sobre sí misma, aún temblando, y dirigió a Zeshak una mirada colérica.

«¿Cómo has podido permitir esto? ¿Cómo pudiste permitir... lo de nuestros hijos?»

«Él tiene el poder y el derecho de hacer todo esto —replicó el shek; pero seguía conmocionado—. No sabes a quién te enfrentas.»

«Lo sé —respondió Sheziss—. Ella misma me lo transmitió. Lo más bello que quedaba sobre el mundo... y tú has dejado que él lo destruya.»

«Puede crear muchas otras cosas bellas. Cosas nuestras. Y un mundo seguro para todos nosotros. ¿Qué otra opción teníamos? ¿Seguir temiendo y odiando a los dragones, condenados al exilio y al exterminio? ¿Permanecer eternamente en la oscuridad?»

«Ella era la luz —respondió Sheziss—. Ella era la luz, y el futuro. Igual que nuestros hijos.»

Furiosa y todavía conmocionada, se lanzó sobre Zeshak, dispuesta, más que nunca, a ejecutar su venganza.

En la escalera, Christian y Jack cruzaron una mirada. No hubo necesidad de palabras. Echaron a correr de nuevo, desesperados. Habían olvidado su dolor y su debilidad. Sólo permanecía en su alma el eco del grito del unicornio, el grito de muerte de Victoria.

Su instinto los guió directamente al lugar donde Ashran acababa de realizar su conjuro. Jack golpeó la puerta con su espada, con una furia sin límites, y el fuego de Domivat la hizo estallar en llamas. Los dos se precipitaron al interior.

Kimara miró a su alrededor, aturdida y tiritando de frío. Le parecía un milagro que siguiera viva.

Continuaba en el interior de su dragón artificial. Este no se había estrellado contra el suelo, a pesar de haber caído desde una altura considerable. Sin embargo, estaba claro que el artefacto había sufrido graves daños. Su magia había dejado de funcionar.

Se incorporó, poco a poco, pero el dragón se bamboleó peligrosamente. Se quedó quieta y echó un vistazo a través de la ventana frontal. Sólo vio ramas congeladas. Con infinitas precauciones, y aún muerta de frío, logró alcanzar la escotilla superior y se asomó al exterior.

Se encontró con que el dragón artificial estaba colgado de las ramas de un enorme árbol. Todo el paisaje estaba cubierto de escarcha.

Se arriesgó a mirar hacia abajo. Prefirió no haberlo hecho. Estaba tan alta que apenas veía el suelo. Se aferró a la escotilla, lamentando no ser más que una aprendiza sin nivel suficiente como para conocer los hechizos de levitación.

Se volvió lentamente, para calcular la distancia que la separaba del tronco, y si podría llegar a salvo hasta una rama... y se topó con una carita sucia y húmeda que la miraba con una ferocidad inusitada brillando en sus negros ojos feéricos.

—¡Fuera de mi árbol! —gritó la dríade.

—Lo siento —murmuró Kimara, un poco perpleja—. No tenía intención de caer aquí. ¡Ha sido un accidente!

—¡Siempre es un accidente! ¡Los humanos destrozan los bosques y luego siempre dicen que fue un accidente!

—¡Un momento! Primero, yo no soy del todo humana, soy semiyan, y debo decirte que no sé cómo tratan los bosques los humanos, puesto que en mi tierra no hay muchos humanos, y bosques, todavía menos. Y segundo, ¡estamos en mitad de una batalla! Que sepas que me he jugado la vida luchando contra los sheks que están congelando tu bosque, y que sin duda han causado más destrozos que yo.

Entonces la dríade se echó a llorar, y Kimara se dio cuenta de que no era más que una niña. La miró con atención. El hada se había acurrucado sobre la rama y se abrazaba al tronco cubierto de escarcha, acariciándolo con cariño. La semiyan entendió que no soportaba ver a su árbol sufriendo.

—Siento lo de tu árbol. Pero... ¿qué tal si me ayudas a bajar de aquí?

La dríade la miró de nuevo, dubitativa. Entonces se oyó un grito desde abajo: —¡Kimara! ¿Estás ahí?

La dríade entrecerró los ojos y se ocultó entre las ramas, pero la escarcha que cubría las hojas impedía que éstas ocultaran con eficacia su cuerpo verdoso. Kimara no le estaba prestando atención. —Gracias a los dioses —susurró la joven, sonriendo.

Había reconocido la voz. Era la de Shail.

Ziessel y sus compañeros llegaron de nuevo a las lindes del bosque. La shek mantenía abierto el vínculo de comunicación con su señor, estaba alerta y sabía que algo no marchaba bien. Los sheks que seguían combatiendo contra los rebeldes y congelando el bosque se detuvieron un momento para mirarla. Ella los llamó, se hizo eco de la convocatoria de Zeshak. Los sheks intercambiaron rápidos mensajes telepáticos, y en pocos segundos ya habían decidido quiénes acompañarían a Ziessel a la Torre de Drackwen y quiénes mantendrían el asedio al bosque de Awa. De modo que un buen número de serpientes aladas se unieron al grupo de Ziessel, y pronto se perdieron en el horizonte.

Ocultos entre las copas de los árboles, los magos los vieron marchar.

—¿Adónde van? —murmuró el Archimago.

Allegra frunció el ceño.

—Al oeste —respondió—. A la Torre de Kazlunn, con Gerde. O a la Torre de Drackwen... con Ashran.

—¿Y para qué iba a necesitar Ashran a los sheks precisamente ahora?

Los dos hechiceros cruzaron una mirada.

—Es imposible —dijo Qaydar, adivinando los pensamientos de Allegra.

—Tampoco yo quiero hacerme ilusiones. Pero ¿y si...? —El dragón está muerto, Aile. Ya lo sabes. —Pero Victoria no. Y tal vez... tal vez... —Hace casi dos meses que no sabemos nada de ella. Tal vez haya muerto también.

—Pero quizás exista una mínima posibilidad. Y sólo por eso debemos hacerlo.

Qaydar sostuvo la mirada de los ojos negros de Allegra. Sabía de qué estaba hablando.

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