Trinidad (58 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Al brigadier, el pacto cerrado con O'Garvey le había dado muchas horas de meditaciones y recelos. Pocos lograron intimidarle jamás, fuesen rudos dirigentes laborales, fenianos o rebeldes de las colonias. A todos les había bajado las ínfulas, y él, Swan, era el único hombre capaz de mirar de hito en hito a Frederick Weed. Sin embargo, O'Garvey le ponía nervioso. Quizá había incurrido en un error de juicio, de cálculo. El historial de O'Garvey mostraba una serie completa de anatemas: amenazas, palizas, encarcelamientos, excomunión de su Iglesia. Nada había desviado su voluntad ni cambiado su dirección… excepto aquel soborno.

Maxwell Swan se consideraba extraordinariamente listo por haber descubierto una grieta en aquella férrea personalidad. O'Garvey derramaba amargas lágrimas por la gente del Bogside, y Swan aprovechó esta debilidad arrojando unas migajas a la Asociación. ¿Había cometido un error? Aunque no hubo repercusiones y Kevin condujo la investigación del comité fuera de Derry, Swan no podía menos de pensar que no había salido incólume del pacto. Era obvio que sobre la mente de su socio conspirador se extendía la nube de un remordimiento de conciencia. El tormento interior de O'Garvey se manifestaba en forma de unas patas de gallo en los ojos y un rostro hundido, demacrado. El cuadro que tenía ante los ojos inquietaba muy justificadamente a Maxwell Swan.

—¿Quién ha sido el autor, Swan? —preguntó Kevin—. Al jefe de una de las cuadrillas de maleantes más expeditivas que tienen ustedes en Belfast lo vieron al otro lado del río dos días antes del incendio.

—No sabía que fuera usted detective, además de tantas otras cosas —respondió el brigadier.

—Es preciso serlo, cuando ustedes tienen en su lista de asalariados a forenses y mal llamados expertos en incendios provocados del Royal Irish Constabulary.

Swan se revistió de su mejor aire militar; la profunda voz hacía rodar palabras con acento seguro y los azules ojos cobraban una dureza capaz de partir el acero.

—¿Qué importa? Usted sabe muy bien que no vamos a permitir que en Londonderry se establezca un precedente tal como que Buques y Trenes pierdan un contrato. Usted es responsable en parte, O'Garvey. Debía haber dicho a su gente cuáles eran las normas, cuando les concedió los empréstitos.

—Oh, la mayoría ya las sabían, no faltaba más. He ahí por qué fracasaron sus negocios.

—Si su gente es incapaz de dirigir una simple tienda, o dos acaso, la culpa no la tengo yo.

—¡Claro que son incapaces! ¡Se les ha hecho así a fuerza de generaciones de vivir subyugados! Yo les mentí. Les dije: «Ahí tenéis unas cuantas libras, recobraos.» Pero no tenían posibilidad alguna, si conjugamos su ignorancia con el hecho de que ustedes los asfixian, al suprimir la competencia. Y mentí todavía más a esas mujeres del otro lado de la calle, las esclavas de la abominable fábricas de ustedes, y cada vez que cruzo el Bogside lloro de vergüenza. Cuando tuve la ocasión, debí protestar a gritos.

Swan se aclaró la garganta.

—No puedo hacerme responsable de las mórbidas filosofías de usted, y al final aquí nada cambiará de veras.

—Quizá no; pero tengo poder para llevármelo a usted al infierno conmigo.

—Valdrá más que se ande con cuidado, creo yo.

—¿Para qué? ¿Para dejar que la labor de toda mi vida termine en un pacto con un animal como usted?

Swan consiguió disimular su reacción, pero por el mismo hecho de no haber conocido nunca el zarpazo salvaje del miedo, ahora experimentaba un terror más vivo y profundo todavía. Tenía sed, aquella clase de sed que había hecho sentir él otras veces a centenares de hombres. Necesitaba agua, pero sabía que si levantaba el brazo para coger un vaso se le vería temblar la mano. Al final se encogió de hombros.

—Haga lo que le venga en gana.

—Es lo que pienso hacer —respondió Kevin, poniéndose en pie.

—Hablemos —balbució Swan, sorprendido por su propio y repentino hundimiento.

—El negociejo que concluimos entre usted y yo —dijo Kevin— ha servido para que unos cuantos hombres recobrasen la dignidad humana. Ahora que la han probado, aunque sea en una dosis mínima, no será usted quien los aplaste. En este momento y lugar vamos a romper la argolla con que se dispone a estrangularnos. Usted se dirigió contra Larkin, el hombre que había dicho: «¡Eh, muchachos, podéis estar orgullosos de vosotros mismos!», y se dispuso a destruirle. Ahora le reconstruirá la fragua y le devolverá el contrato.

—¿De lo contrario…?

—Ah, sí, los conspiradores siempre guardan cosillas escondidas en los bolsillos —Kevin arrojó sobre la mesa un sobre que contenía el relato de cómo había aceptado un soborno a cambio de mantener al comité de investigación alejado de la fábrica de camisas—. ¿Le gustaría pasar media hora leyendo eso?

—No se apure —contestó Swan—, ya sé qué dice.

—¿Y sabe también dónde está el original?

—En manos de algún periodista de Londres, sospecho, que tiene instrucciones sobre cuándo y por qué ha de abrirlo.

—Trabajar con un hombre como usted da gusto, uno se ahorra mucho tiempo en explicaciones.

Swan sopesó el problema febrilmente. Daba por razonablemente seguro que O'Garvey estaba dispuesto a ir a la cárcel, a purgar la participación que había tenido en aquella componenda. ¿Que perjuicios recaerían sobre los Hubble y los Weed? De las conversaciones y acuerdos que hubo entre lord Roger, sir Frederick y él sobre aquel pacto no había quedado ningún testimonio escrito. Swan sabía que si el soborno salía a la luz pública, él tendría que cargar con toda la responsabilidad, para salvar a sus amos. Y si intentaba revolverse contra ellos, estaba perdido. Además, había llevado a cabo demasiadas misiones clandestinas, secretas, para no saber qué haría Weed con él si intentaba meterse a delator.

La brillante espada afilada de Maxwell Swan se rajó, y su metal se convirtió en polvo en unos momentos. En otras ocasiones había tenido que enfrentarse con fanáticos dispuestos a que los llevaran al paredón, pero nunca con uno armado de semejante contragolpe. O'Garvey parecía más que encantado con la perspectiva de su propia destrucción, si de este modo podía limpiar el alma de culpas.

¿Qué rara ocurrencia le había llevado en busca de O'Garvey, para empezar? Sí, claro; de este modo quizá salvó la fábrica de camisas y buena parte de la basura de la industria, pero al mismo tiempo abrió Londonderry a la competencia económica.

Si el convenio se hacía público, el escándalo subsiguiente llegaría al Parlamento y daría motivo a que se promulgasen las mismas leyes, precisamente, que quiso evitar. No cabía la menor duda, se ordenaría inmediatamente una investigación en Witherspoon & McNab.

No debía haber tenido tratos con O'Garvey; a hombres como ése les gustaba ahorcarse por sus cochinitas causas. El, Swan, el manipulador, había manipulado de tal modo que acabó colocándose un nudo corredizo en el cuello.

—La fragua de Larkin se reconstruirá, y se le devolverá el contrato. Quiero que me entregue todas las copias de esa obra maestra y me dé palabra de que no escribirá otra jamás.

—Es un placer tener tratos con usted, brigadier Swan. —Kevin se puso el sombrero.

Swan se dejó arrebatar por una oleada de rabia, sin precedentes en él.

—¡Ya sabe lo que les pasa a los que faltan a la palabra dada!

—Sí, más bien sospecho que lo sé.

—Sabe que si me engaña se juega la vida.

—Lo sé.

—Como parece demasiado ansioso por desprenderse de ella, le prometo que si no cumple la palabra que acaba de darme, Larkin y unos cuantos amigos más de usted no verán el final del día.

—Lo sé —murmuró Kevin.

—¡Y desde hoy en adelante, mantenga a los suyos dentro del Bogside, que es su puesto!

—Me temo que acaso no me escuchen. Buenos días, señor.

Swan se dejó caer en el sillón; el impulso violento le había abandonado con la misma rapidez que le invadió.

—O'Garvey… ¿Por qué? —la voz le temblaba.

—¿Por qué? —repitió Kevin—. Mi padre, a quien no he conocido, seguía a Daniel O'Connell, nuestro libertador. Le seguía con la misma adoración que yo seguí a Parnell. O'Connell y Parnell eran hombres pacíficos y honrados, sin asomo de violencia en su personalidad. Su recompensa consistió en un reguero de traiciones y en su destrucción final a manos de ese cochino y embustero Parlamento de ustedes. Mire usted, brigadier, he llegado a darme cuenta de que toda la vida he jugado un juego decidido de antemano, porque lo he jugado en el tribunal de ustedes y según las normas de ustedes. Ah, sí, ustedes se doblegan un poco aquí y allá, cuando las cosas se ponen demasiado feas, pero en el fondo de todo anida siempre la falacia británica. Al final tendrá que haber un levantamiento. He acabado por comprender que será la única manera de arrojar las malditas posaderas de ustedes fuera de Irlanda.

8

1897

Cuando los vecinos de Ballyutogue exhalaban el aliento, lo hacían con un gemido de dolor. Sin embargo, cuando lo inhalaban, suspiraban calladamente de alivio. El bendito padre Lynch había caído, víctima de un fatal y repentino ataque cardíaco. Las manifestaciones exteriores llegaron a proporciones lamentables cuando el reverendo obispo Nugent, envarado también por los años, dio los toques llamando a misa de difuntos. Sepultado el párroco que habían tenido durantecuarenta años, una enorme nube negra se levantó de la parroquia, flotó sobre la bahía de Foyle y se fue hacia Escocia.

El padre Cluny, ascendido a la categoría de párroco, era un hombre muchísimo más amable, y no teniendo a su alrededor al padre Lynch incitándole a incurrir en mezquinas tiranías, una bendita paz reinaba en la parroquia.

Se acercaba la fecha en que Brigid Larkin cumpliría veinte años, lo cual significaba que ya no estaba muy lejos de los veintiuno, tiempo de angustias y temores para las muchachas solteras. Cuando una chica había cruzado la frontera de los veintiuno, el fantasma de la soltería se hacía grande y tangible. El número de solteronas, en el pueblo, crecía continuamente. En adelante ya no sería objeto de tantos complots y maquinaciones. La batalla de voluntades que libraba con Finola tomaba aspectos que subrayaban la terquedad de los Larkin y la fea amenaza de vivir en compañía sin dirigirse la palabra. Su relación amorosa con Myles McCracken quedaba limitada a unas espaciadas citas, a cuál más penosa. Continuaban viéndose en secreto, cogiéndose las manos, lamentándose en un círculo cerrado de desesperación, para separarse al cabo de un rato, insatisfechos y malhumorados.

Con relativa frecuencia, Myles se hartaba de aquella situación, la cólera le endurecía, induciéndole a negarse a acudir a una cita o amenazar con irse de Ballyutogue. Y entonces Brigid se moría de miedo. La única manera que sabía de apaciguarle consistía en permitirle unos momentos incontrolados de pasión, que había que cortar bruscamente cuando llegaban al umbral del más grave de todos los pecados. Y a cada una de estas escenas le seguían días y días de corrosiva frustración.

Brigid se volvía más nerviosa cada día, cultivaba un genio irascible y sufría a menudo accesos semihistéricos. Finola decía que aquello era obra de los duendes, que los duendes se le estaban metiendo en el cuerpo. Al cabo de un tiempo, la misma Brigid empezó a creerlo y a dudar de su propia salud mental.

Mientras vivió el padre Lynch, Brigid se sentía demasiado aterrorizada para confesar los pecados que había cometido con Myles, y no confesarlos aumentaba su desdicha. De modo que la pobre muchacha se contaba entre los que suspiraban más profundamente de alivio cuando murió el viejo párroco. Al fin, pensaba, podría acudir al padre Cluny.

Escogió el día de la confesión con todo intento y se fue a la iglesia de San Columbano. Una vez cruzada la puerta, no pudiendo volverse atrás ya, temblaba pensando en la grave falta de no haber confesado antes sus pecados. Y le pedía a Dios que no estuviera loca de veras como sugería su madre, y que se obrase un milagro que viniera a socorrerles, a ella y a Myles. Al final de una larga lista de peticiones, suplicaba también que se le concediera la fuerza suficiente para resistir la tentación de tener comercio carnal con Myles antes de que pudieran casarse.

—Oh, bendita Virgen María, Madre de Dios, mi querido ángel de la guarda y todos vosotros benditos ángeles y santos del Cielo, rogad por mí, para que pueda hacer una confesión bien hecha y desde hoy en adelante lleve una vida santa, a fin de que pueda reunirme con vosotros en el Cielo para alabar a nuestro amado Señor por los siglos de los siglos.

Derretida en lágrimas, recitó el acto de contrición dos veces por haber ofendido a Dios. Rezó hasta quedar casi en trance e hipnotizada. En este estado se acercó al confesionario y llamó débilmente.

La portezuela se abrió.

—Perdóneme, padre, porque he pecado. Padre, perdóneme, por favor, que he pecado durante tres años.

La aguda voz del padre Cluny era inconfundible.

—Es muy grave lo que me estás diciendo. ¿Cuál es tu pecado, hija mía?

Después de un desesperado rato de silencio, durante el cual hasta cruzó por su cabeza la idea de levantarse y escapar, Brigid carraspeó, se acercó más todavía a la portezuela y susurró:

—Compréndalo, por favor, padre. He confesado todos los otros pecados regularmente, todos los que recordaba, menos los referentes a esta materia particular.

—Lo comprendo, hija mía.

—Padre —gimió ella—, padre…

—Di, hija mía.

—Oh, padre —estalló por fin—, durante tres años he incurrido en miradas y contactos impuros con un chico. He… he besado… y abrazado.

—Comprendo —respondió tristemente la voz—. ¿Con un solo chico?

—¡Naturalmente, sólo con uno!

—Vamos, ¿cuántas veces has hecho eso con ese chico?

—Antes de venir hoy aquí me he esforzado cuanto he podido por recordarlas. Me habré encontrado con él un centenar de veces. La mitad de estas veces en lugares secretos. Por lo que puedo recordar, cada vez que nos encontrábamos en secreto le di una veintena de besos, por lo menos.

—Veamos, hija mía, eso serían mil besos, aproximadamente.

—Al menos —asintió Brigid, cogiéndole la palabra al padre Cluny.

—Dime, hija mía, ¿eran de los muy apasionados?

—Oh, sí, muy apasionados. Y le dirigí miradas impuras dos años antes de empezar a besarle.

—¿No ha habido pecados de otra clase? ¿Todos terminan aquí?

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