Trinidad (99 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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—Porque cuando estás asustado bebes, y cuando bebes, hablas. Doxie O'Brien es tu mejor amigo, y hablas mucho con él. ¿Lo sabe?

—No, por la tumba de mi madre que no.

—Deseo que me hayas dicho la verdad; tanto por Doxie como por ti mismo.

—Debes creerlo, Conor.

—No estoy seguro. Volveré a verte dentro de unos días.

Oliver Cromwell MacIvor seguía elevando las apuestas, llevando su audacia más lejos y burlándose de sus antiguos amos. Si el odio que le inflamaba tenía un centro, este centro era el de que la nobleza le despreciaba, nunca le aceptó como a un igual, nunca le otorgó el respeto que anhelaba. Y él pensaba cobrarse caro el desaire que le habían infligido toda la vida.

Hubo que tomar una decisión al convocarse unas elecciones extraordinarias para cubrir una vacante de la Corporación Municipal de Belfast, un escaño del Shankill que ocupó un doble unionista de Weed hasta que la muerte abrió la posibilidad de disputárselo.

La primera idea que tuvo MacIvor fue la de presentarse él mismo como candidato; pero le pareció un juego demasiado arriesgado. Si perdía, su recién nacido partido lealista sufriría un golpe demasiado fuerte. Lo que hizo, pues, fue escoger al único de sus seguidores que había conquistado cierta categoría social y se hallaba unos centímetros por encima del nivel de la masa, constituyendo una réplica de la fachendería de los nobles.

El primer candidato que representaría al partido lealista sería el teniente coronel Howard Harrison, retirado ya del ejército y «comandante» titular de las tropas de MacIvor.

HHH, como solía llamarle todo el mundo, era un sujeto amargado que no cesaba nunca de quejarse de que se le tuviera olvidado a la hora de los ascensos y para la concesión del título de caballero. Y halló el licor de la venganza jugando a los soldados al frente de las tropas de MacIvor.

La elección suplementaria para el escaño del Shankill se convertía en un punto focal. Cuando una huelga general estremeció todo Belfast y saltó sobre las fronteras de las sectas, uniendo en el mismo objetivo a obreros católicos y protestantes, MacIvor advirtió que la fortaleza de Weed se había vuelto vulnerable. Por aquellas fechas, el brigadier Maxwell Swan tenía las manos completamente ocupadas con la situación laboral, y para hacerle más difícil la tarea, la gente de MacIvor hacía campaña abiertamente, en los astilleros, por HHH. Como nadie replicó a la campaña, los Caballeros de Cristo que trabajaban en el complejo empezaron a celebrar reuniones de rezo en común, durante la hora del almuerzo, casi obligando a los trabajadores a que asistieran. Utilizaban una táctica muy sencilla. ¿Que camino más corto para desafiar a Weed y destrozarle que el de actuar dentro de su propio imperio? Las unidades especiales de Swan habían de cargar ahora con la tarea adicional de vigilar de cerca las actividades del moderador.

Con la temporada de los desfiles al llegar y los tambores Lambeg desplegados delante de las logias de Orange, el millón de banderas se abría como flores silvestres. Weed Ship & Iron Works iba adquiriendo el carácter de una bomba sin estallar.

—O'Hurley está asustado —anunció Conor—. No es demasiado listo, y su fogonero le dobla todavía en estupidez. No tengo pruebas, pero creo que se lo ha explicado todo a Doxie O'Brien.

Largo Dan se había pasado la vida viendo murallas que se le derrumbaban encima, a pesar de lo cual no estaba totalmente inmunizado contra el fenómeno. Y la Hermandad necesitaba las armas desesperadamente.

—Cosa típica —refunfuñó—. No veo que podamos hacer nada, sino dar por terminada la operación.

—No del todo —objetó Conor—. Tengo que realizar una tentativa más. Los planes están elaborados. Si el tren pasa unas semanas quieto en los talleres, sé que podré efectuar las adaptaciones requeridas. Weed hará un último viaje a Inglaterra antes de vender la locomotora vieja. Yo digo que en pago de dejarles salir del complot hemos de obligar a O'Hurley y Hanly a traer la última remesa.

—¿Cuántas armas?

—Hasta un millar de Lee-Enfields y quizá más.

—¿Qué diablos debo decir, Conor? Tú sabes lo que significa para nosotros disponer de esas armas; pero también sabes el riesgo.

—Yo digo que debemos intentarlo. Ese será el precio. Un viaje más, un millar de rifles, y luego la operación se da por terminada.

El puño de Dan batía un redoble sobre la mesa.

—No rehuyo la responsabilidad; pero habrás de ser tú quien elija; la decisión depende de ti únicamente.

—Adelante —dijo Conor.

Largo Dan hizo un gesto de conformidad.

—En cuanto hayas efectuado la conversación, quiero que abandones el astillero de Weed. Podemos ocuparte en cosas más provechosas que jugar al rugby en Inglaterra.

—Sí, si puedo decir la verdad, estoy más que dispuesto. Aquello se está poniendo feo, Dan, condenadamente feo. Reuniones para orar y vigilias; comentarios sobre motines. Es un sitio desagradable.

—¡Uf! —exclamó Dan riendo—. Es Belfast. Belfast siempre ha sido así.

El plan final de Conor requería otras dos cajas de bronce en el depósito del agua, una en la carbonera, dos menores en la locomotora y una serie de planchas debajo de la carrocería de los vagones, formando una serie de falsos suelos. La meta: un millar de rifles.

—Eso es, muchachos —dijo Conor, mirando primero a Duffy O'Hurley y luego a Calhoun Hanly—. No quiero que se hable de ello, a menos que topemos con dificultades técnicas. En todo otro caso, o traéis las armas o sufrís las consecuencias.

El fogonero movió la cabeza indicando que lo comprendía.

—¿Duffy?

—Sí, pero jura que es la última remesa; júralo.

—Os he dado mi palabra.

—Sí —aceptó O'Hurley.

—Haremos todos los arreglos que podamos en los talleres. El resto se hará en Liverpool.

Conor se puso en pie y arrojó un paquete de dinero sobre la mesa.

—Aquí va la mitad por adelantado. En prueba de buena fe por nuestra parte. La Hermandad se propone cumplir su palabra en todas las cuestiones. ¿Lo comprendéis? En todas las cuestiones.

6

Era el 4 de Julio, día de la Independencia americana. Del mismo modo que los ulsterianos se comparaban a los antiguos hebreos que vinieron a la tierra prometida del Ulster, se identificaban no menos vehementemente con la emigración escocesa-irlandesa en América.

Por lo demás, todo motivo para sacar la banda a la calle les parecía satisfactorio. La temporada de los desfiles se acercaba a todo vapor. Weed Ship & Iron Works flotaba en un océano de Union Jacks, rojo, blanco y azul y una bibliografía de gritos de combate orangistas.

Era también la época de los rumores. Lenguas melosas hacían rodar los rumores del año, puntuados por el tronar de los Lambeg. El rumor de una venta por parte del Parlamento británico; el rumor de un complot papal; el de una conspiración de los católicos para conquistar la igualdad en el Ulster mediante huelgas obreras; el rumor de una depresión que se acentuaría.

A la hora del mediodía había de tener lugar la concentración anual en el muelle seco Big Mabel, donde una masa de bandas de Orange interpretaría música, y se conmemoraría con oraciones la gran fiesta americana. Como se acercaba la elección suplementaria, el partido lealista reclamaba que se permitiese que el teniente coronel Howard Huntly Harrison dirigiera la palabra a los reunidos, tal como estaba dispuesto que se la dirigiría el candidato unionista. Al negársele el permiso, corrió el rumor de que los Caballeros de Cristo provocarían desórdenes.

Conor repartía su tiempo entre el taller de locomotoras y el trabajo de restauración en el medio terminado Museo de Ferrocarriles y Marina, en el otro extremo del complejo. Aquel determinado día estaba en el edificio del museo, montando una locomotora «Folkstone» de 1850, del ferrocarril del sudeste. Ya cerca de las doce, se quedó completamente solo; todos los demás se habían ido al Big Mabel para tomar parte en los festejos. De pronto apartó la vista de las piezas dispersas y descubrió a Robin MacLeod que entraba en el edificio respirando fatigosamente como si hubiera corrido con todas sus fuerzas.

—¡Hola! —le saludó, lleno de curiosidad. Al ver la expresión de pánico de Robin, la primera idea que se le ocurrió fue que le había sucedido algo a Shelley.

Robin paseó una mirada a su alrededor para asegurarse de que no les oía nadie.

—Tengo que decirte una cosa —anunció con voz entrecortada—. Te he buscado por todas partes…

—¿Qué pasa?

—Mira, amigo, no preguntes; pero no vuelvas al astillero.

Del concierto de bandas, a casi medio kilómetro de distancia, llegaban las notas de
Dixie
. Conor se dio cuenta al momento. ¡Un motín! Casi el total de los doscientos católicos del astillero, incluidos los jugadores del club, trabajaban en la planta del cobre cerca de los talleres de locomotoras. Fuese por la causa que fuere, era la única artesanía que no traían de Escocia. Siempre que había conflictos en el astillero, el taller del cobre era el primero que sufría. ¡Y en esto Conor recordó! ¡Duffy O'Hurley y Calhoun Hanley estaban hoy en el taller de locomotoras!

—Habrá revuelta, ¿verdad?

—No preguntes nada; márchate, nada más.

—La gente de MacIvor, esos Caballeros…

—Mira, amigo, ¿quieres marcharte, y basta?

—¿Estás seguro?

—Sí, estoy seguro. Morgan lo ha oído en la iglesia.

—¡Vaya cochina iglesia! —escupió Conor—. ¿Has avisado a los otros muchachos?

—No puedo, Conor, no puedo. No me importaría por mí; pero no costaría nada deducir quién dio el aviso, y esto podría significar la ruina de Morgan.

—¡Son tus compañeros!

—O ellos, o mi padre. Los muchachos del club sabrán pelear por sí mismos. Pero…, pero…, pero…, había de avisarte a ti, pasara lo que pasase.

—Apártate de mi camino —gritó Conor.

—No dejaré que te quedes, Conor. Los otros no me importan, pero tú eres como un hermano para mí.

—¡Yo no soy hermano tuyo! ¡Yo vomitaba por dentro cada vez que entraba en tu casa y veía la cochina faja de Orange colgada allá! ¡Échate a un lado, muchacho!

Robin se echó atrás, pero sus dedos volaron hacia el pecho de Conor.

—No dejaré que vayas.

Mientras Conor trataba de apartarle, Robin le envió un par de ganchos al rostro; pero hicieron muy poca mella en el herrero y no detuvieron su impulso. Las forzudas manos de Conor cogieron a Robin y lo arrojaron al suelo como si fuera un saco. Pero cuando emprendía la marcha, Robin se le cogió a las rodillas y le hizo caer por detrás en un placado brutal. Ambos se revolcaron por el suelo, agarrando y pegando en busca de un asidero, y cuando la pelea se hizo más salvaje, las rodillas y los codos chocaron y golpearon.

Ojalá estuviera en Dixie, huuray, huuray.

Conor se puso en píe primero, pero con Robin montado sobre él. De nuevo las fuertes manazas consiguieron libertarle, y los dos contendientes quedaron plantados nariz contra nariz, vapuleándose, hasta que Robin vaciló y retrocedió bajo los golpes. Luego se echó adelante, medio atontado. Conor le rodeó con un terrible abrazo de oso hasta hacerle jadear falto de aire. Robin perdió las fuerzas, el rostro se le puso morado y los ojos se le pusieron en blanco. Se había desmayado. Conor le soltó y su cuerpo se derrumbó sobre el suelo.

¡Un segundo después abría la puerta de un tirón! El camino más corto consistía en cruzar diagonalmente a través del terreno de juego, bajar por la ruta del canal y cruzar el elevado puente hasta el costado de la fundición de acero.

Robin MacLeod consiguió levantarse y le atacó por detrás. Bum, en la nuca, bum, bum, bum. Conor giró sobre sus talones y mientras Robin reunía fuerzas para una última arremetida recibió un durísimo revés, seguido de un puñetazo espantoso al estómago. Cuando Robin caía de rodillas, Conor le dio un puntapié en la mandíbula, le levantó y le asestó el golpe final que había de dejarle inconsciente.

Cuando Johnny vuelve desfilando de nuevo hacia el hogar, hurra, hurra.

¡La sirena del mediodía dejaba oír su alarido!

La hierba se fundía bajo los pies de Conor, y las tribunas presidenciales se convertían en una mancha borrosa. ¡Por el canal del rey Guillermo abajo hasta el puente! Subió los peldaños y se detuvo un instante en el centro.

—¡Oh, Dios mío!

Varios centenares de hombres venían hacia él blandiendo porras con púas en las puntas, palanquetas, llaves inglesas y remaches. Conor salió disparado y bajó las escaleras hacia la fila de pequeños talleres auxiliares, echando a correr hacia el del cobre.

—¡Motín! ¡Motín! ¡Católicos fuera de la entrada este! ¡Motín! ¡Motín! ¡Católicos fuera!

Mientras una confusión de gente se derramaba más allá para huir por la parte trasera, Conor volvió a la entrada y vio que se extendían ya por el puente. Entonces miró atrás. Los católicos buscaban la seguridad en la huida, con una fracción de segundo de ventaja.

—El taller de locomotoras —musitó—, el taller de locomotoras —avanzó pegado a los edificios; llegó al final y se dispuso a lanzarse por terreno descubierto en el preciso momento que la turba llegaba al taller del cobre e irrumpía adentro, pegando a diestro y siniestro.

—¡Cerdos papistas!

—¡Muerte a los Taigs!

—¡Matadlos!

—¡Joded al Papa!

—¡Traidores!

—¡Allí hay uno!

Serpeando por las instalaciones del taller de locomotoras gracias al perfecto conocimiento adquirido de aquel lugar, encontró a Duffy y Calhoun entretenidos en la oficina del capataz completamente ajenos al caos del exterior, Conor los cogió a los dos y los arrastró fuera de la oficina.

—¿Te has vuelto loco?

—¡Hay un motín en marcha!

—¡Oh, Jesús, ten piedad!

Conor miró a su alrededor, buscando una ruta de escape. No había ninguna. En las empañadas ventanas aparecían imágenes confusas de amotinados, que rodeaban el edificio.

—Arriba, a la locomotora, ¡rápido! —ordenó Conor—. Escondeos dentro de la caldera.

—Sube con nosotros —le gritó Duffy.

—No, saben que estoy aquí dentro. Lo destrozarían todo buscándome, y entonces os encontrarían a vosotros, además. ¡Hala, hala, hala!

Mientras los otros dos desaparecían, tratando de ponerse a salvo, Conor se permitió unas cuantas inhalaciones profundas para recuperar fuerzas, y luego se encaminó hacia la puerta principal, en el mismo instante que la reventaban. Al verle allí, tranquilo y sin armas, el tropel se detuvo.

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