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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (8 page)

BOOK: Último intento
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—Es también nuestra historia —Continúo—. Estudiamos en la Facultad de Medicina en una época en que teníamos que disculparnos por ocupar el espacio de los varones. En algunos casos, fuimos esquivadas, saboteadas. En mi primer año de facultad tuve otras tres compañeras mujeres. ¿Cuántas tuviste? —En Viena era diferente.

—¿En Viena? —mis pensamientos se evaporan. —Sí, donde me formé —me informa.

—Ah. —De nuevo siento culpa cuando me entero de otro detalle que yo ignoraba acerca de mi buena amiga.

—Cuando vine aquí, todo lo que dices acerca de cómo son las cosas para las mujeres era exactamente así. —Anna tiene los labios apretados cuando vierte esa mezcla de huevos en una sartén de hierro fundido. —Recuerdo cómo era cuando me mudé a Virginia. Cómo me trataron. —Créeme, lo sé bien.

—Me refiero a lo que sucedía treinta años antes de lo que experimentas tú Kay. Te aseguro que no sabes bien cómo era.

Los huevos despiden humo y burbujean. Me recuesto contra la mesada, bebo el café y deseo haber estado despierta cuando Lucy llegó anoche, necesitando hablar conmigo. Tuve que enterarme de sus novedades de esta manera, casi al pasar. —¿Habló ella contigo? —Le pregunto a Anna—. ¿Acerca de lo que nos dijo hace un momento?

Anna mueve los huevos en la sartén.

—Ahora que lo pienso, creo que se apareció con la botella de champaña porque quería contártelo a ti. Diría que era un efecto bastante poco apropiado, considerando el tenor de sus noticias. —Saca
muffins
de la tostadora. —resulta fácil imaginar que los psiquiatras mantienen conversaciones muy profundas con todo el mundo, cuando, en realidad, las personas rara vez me revelan sus sentimientos auténticos, incluso cuando me pagan por hora. —Lleva nuestros platos a la mesa. —Por lo general me dicen lo que piensan. Ése es el problema. La gente piensa demasiado.

—No se muestran demasiado directos. —De nuevo me preocupa lo del ATF cuando Anna y yo nos sentamos a la mesa, una frente a la otra.—El ataque de ellos será encubierto, como el FBI. Y, a decir verdad, el FBI se la sacó de encima por la misma razón. Ella era una estrella en ascenso, la maga de la computación, piloto de helicópteros, el primer miembro del sexo femenino del Equipo de Rescate de Rehenes. —Voy recorriendo el curriculum de Lucy mientras la expresión de Anna se va haciendo cada vez más escéptica. Ambas sabemos que es innecesario que yo lo haga. Anna conoce a Lucy desde chica.—Entonces apareció lo de su homosexualidad. Pues bien, ella se fue del FBI para entrar en el ATF, y de nuevo estamos en las mismas. La historia no hace más que repetirse una y otra vez. ¿Por qué me miras así?

—Porque te estás destruyendo con los problemas de Lucy cuando los tuyos casi tienen la altura del Monte Blanco.

Mi atención se dirige a la ventana. Un grajo azul picotea del comedero aletea, y semillas de girasol caen y cubren la tierra nevada como perdigones. Una serie de débiles rayos de luz brotan de esa mañana nublada. Nerviosamente hago girar mi taza de café sobre la mesa. El codo me late mientras comemos. Cualesquiera sean mis problemas, me niego a hablar de ellos, como si expresarlos verbalmente de alguna manera les confiriera vida… como si ya no la tuvieran Anna no me presiona. Nos quedamos calladas. Los cubiertos tintinean contra la porcelana y la nieve se vuelve más densa y cubre los arbustos y los árboles y revolotea sobre el río. Vuelvo a mi cuarto y me doy un prolongado baño de inmersión bien caliente, con el yeso apoyado al costado de la bañera. Me visto con dificultad y me doy cuenta de que no es muy probable que alguna vez domine la técnica de atarme los cordones de las zapatillas con una sola mano, cuando suena el timbre de la puerta de calle. Momentos después, Anna llama a mi puerta y me pregunta si estoy visible.

Pensamientos negros desfilan por mi mente como nubes de tormenta. No espero a nadie.

—¿Quién es? —Pregunto.

—Buford Righter —contesta ella.

Capítulo 4

Siempre correcto, siempre cortés, Righter es siempre el perfecto caballero que le enseñaron a ser en la zona llena de harás del condado de Carolina donde están sus raíces. Nadie lo quiere. Nadie lo odia. No le temen ni lo respetan. Righter no tiene fuego interior. No puedo recordarlo mostrándose exaltado o impulsivo, por cruel o despiadado que fuera el caso. Lo que es aún peor, se muestra aprensivo cuando se trata de los detalles que yo presento en el foro, y prefiere enfocarse en puntos legales y no en las trágicas complicaciones que la violación de esas leyes trae como resultado.

La forma en que esquiva la morgue ha hecho que no esté tan versado en las ciencias médicas y forenses como debería. De hecho, es el único abogado que conozco al que no parece importarle estipular la causa de una muerte. En otras palabras, deja que los registros escritos hablen por el médico forense en el juzgado. Esto es una parodia grotesca. Para mí, constituye negligencia profesional. Cuando el médico forense no está en la sala del juzgado, entonces, en cierto sentido, tampoco lo está el cuerpo, y los jurados no imaginan a la víctima ni a todo lo que le pasó en el proceso de morir de muerte violenta. Las palabras clínicas de los protocolos sencillamente no evocan el terror ni el sufrimiento y, por esta razón, por lo general es la defensa, y no la acusación, la que quiere estipular la causa de muerte.

—Buford, ¿cómo estás? —Extiendo la mano y él observa mi yeso y el cabestrillo y, más abajo, los cordones sueltos de mis zapatillas y los faldones de mi camisa de afuera. Siempre me ha visto de traje y en un ambiente que tiene que ver con mi rango profesional, y su frente se arruga en una expresión que se supone revela compasión y comprensión, la humildad y la preocupación de aquellos elegidos por Dios para dirigirnos a nosotros, los seres de menor importancia. Su tipo abunda entre las primeras familias de Virginia; personas privilegiadas y evasivas que han refinado la habilidad de disfrazar su elitismo y arrogancia bajo un aura de opresión, como si les resultara difícil ser ellos mismos.

—La pregunta es ¿cómo estás tú? —dice y toma asiento en el atractivo living ovalado de Anna, con su cielo raso abovedado y su vista al río.

—Realmente no sé cómo contestarte eso, Buford —digo y elijo una mecedora—. Cada vez que alguien me lo pregunta, mi mente vuelve a butearse. —Anna debe de haber encendido el fuego de la chimenea y se ha ido, y tengo la inquietante sensación de que su ausencia se debe a algo más que al hecho de ser cortés y discreta.

—No me extraña. No sé cómo puedes siquiera funcionar después de lo que te sucedió. —Righter habla con un acento virginiano meloso. —Lamento caer así, de repente, Kay, pero ha sucedido algo inesperado. Qué lugar tan lindo es éste, ¿verdad? —dice y continúa observando lo que lo rodea. —¿Ella hizo construir esta casa o ya estaba aquí?

Yo no lo sabía ni me importaba.

—Tengo entendido que ustedes dos tienen una relación muy cercana —Agrega.

No sé si ha decidido hablar de temas triviales o si trata de sonsacar información.

—Ella ha sido una muy buena amiga mía —respondo.

—Sé que te admira mucho. O sea que, en mi opinión, no podrías estar en mejores manos.

Me cae mal que dé a entender que estoy en las manos de alguien, como si yo fuera una paciente en una sala hospitalaria, y así se lo digo.

—Ah, caramba. —Continúa haciendo un escrutinio visual de los óleos que cuelgan sobre las paredes color rosa pálido, los cristales, las esculturas y los muebles europeos. —¿De modo que no tienes una relación profesional con ella? ¿Nunca la tuviste?

—No literalmente —contesto con fastidio—. Nunca pedí turno para consultarla.

—¿Alguna vez te recetó medicamentos? —Continúa con su interrogatorio. —No que yo recuerde.

—Bueno, no puedo creer que ya casi estemos en Navidad. —Righter suspira y su atención se aleja ahora del río y se centra en mí.

Para utilizar un término de Lucy, tiene un aspecto ridículo con sus pantalones verdes de tela pesada metidos dentro de botas de goma de suela gruesa y con forro de vellón. Usa un suéter de lana tipo Burberry abotonado hasta la barbilla, como si no pudiera decidir si ese día escalaría una montaña o jugaría al golf en Escocia.

—Bueno —dice—, te diré por qué estoy aquí. Marino me llamó hace un par de horas. Se han producido novedades inesperadas en el caso Chandonne.

Enseguida siento una puñalada de traición. Marino no me dijo nada. Ni siquiera se molestó en averiguar cómo estoy esta mañana.

—Trataré de resumírtelo. —Righter cruza las piernas y con lentitud apoya las manos en las rodillas, y en sus manos brillan, con la luz de la lámpara, una alianza matrimonial y un anillo de la Universidad de Virginia. —Kay, estoy seguro de que sabes que la noticia de lo que ocurrió en tu casa y la subsiguiente detención de Chandonne ha sido transmitida por todas partes. No me cabe duda de que viste los informativos y, por lo tanto, puedes apreciar la magnitud de lo que estoy por decirte.

El miedo es un sentimiento fascinante. Lo he estudiado sin cesar y con frecuencia le digo a la gente que la mejor manera de ver cómo funciona es recordar la reacción de otro conductor frente al que ha detenido el automóvil y casi chocado con él. El pánico enseguida se transforma en furia y la otra persona se apoya en la bocina, hace gestos obscenos o, en la actualidad, saca una pistola y le dispara. Yo paso por toda esa progresión y siento cómo el miedo se convierte en furia.

—Yo no he seguido las noticias deliberadamente y por cierto no apreciaré la magnitud de lo que me digas —respondo—. Jamás aprecié sentir que violaban mi privacidad.

—Los asesinatos de Kim Luong y de Diane Bray despertaron mucha atención, pero nada como esto: el intento de matarte a ti —Continúa—. Supongo que, entonces, no has visto el Washington Post esta mañana. Yo me quedo mirándolo, ardiendo de furia.

—En primera plana hay una foto de Chandonne al ser llevado en una camilla al sector de Emergencias del hospital, sus hombros peludos asomando por encima de las sábanas como una suerte de perro de pelo largo. Por supuesto, su cara estaba cubierta de vendajes, pero igual se podía adivinar lo grotesco que él es. Y ya puedes imaginar lo que publicó la prensa sensacionalista. Un hombre lobo en Richmond, la Bella y la Bestia y esa clase de cosas.—El desdén se insinúa en los bordes de su voz, como si el sensacionalismo fuera obsceno, y de pronto se me impone mentalmente la imagen de él haciéndole el amor a su esposa. Lo imagino haciéndolo con las medias puestas. Sospecho que él consideraría que el sexo es algo sucio y humillante. He oído rumores. Se dice que, en el baño de hombres, jamás usa los mingitorios ni los inodoros frente a nadie. Que compulsivamente se lava las manos. Todo esto pasa por mi mente mientras sigue sentado con tanta corrección y revela lo que me ha producido la exposición pública de Chandonne.

—¿Sabes si en alguna parte se han mostrado fotografías de mi casa? —Tengo que preguntar—. Cuando anoche salí de casa, allí había fotógrafos.

—Bueno, lo que sí sé es que esta mañana sobrevolaron la zona varios helicópteros. Alguien me lo dijo —contesta, y enseguida sospecho que él ha regresado a casa y presenciado eso personalmente—. Tomando fotografías aéreas. —Por la ventana observa la nieve que cae. —Supongo que el clima ha puesto punto final a esa actividad. El portón del guardia ha impedido el paso de bastantes automóviles. La prensa, los curiosos. Inesperadamente, resultó ser muy bueno que te alojaras en casa de la doctora Zenner. Es extraño cómo suceden las cosas. —Hace una pausa y vuelve a mirar hacia el río. Una bandada de gansos de Canadá vuela en círculos, como aguardando instrucciones de la torre de control. —Normalmente, lo que yo te recomendaría es que no volvieras a tu casa hasta después del juicio…

—¿Hasta después del juicio? —Lo interrumpo.

—Bueno, eso sería si el juicio se lleva a cabo aquí —dice como puente para la siguiente revelación, que yo automáticamente doy por sentado es una referencia a un cambio de jurisdicción.

—Lo que me dices es que es probable que el juicio se realice fuera de Richmond —Acoto—. ¿Y qué quieres decir con eso de «normalmente»?

—A eso voy. Marino recibió un llamado de la oficina del fiscal de distrito de Manhattan.

—¿Esta mañana? ¿Ésa es la novedad? —Estoy desconcertada—. ¿Qué tiene que ver Nueva York con todo lo demás?

—Esto sucedió hace pocas horas —Continúa—. Llamó la jefa de la división Crímenes Sexuales, una mujer llamada Jaime Berger. Quizá has oído hablar de ella. De hecho, no me sorprendería nada que ustedes dos se conocieran.

—No la conozco personalmente —respondo—, pero he oído hablar de ella.

—El viernes 5 de diciembre, hace dos años —Prosigue Righter—, se encontró el cuerpo de una mujer negra de veintiocho años en Nueva York, en un departamento del sector de la Segunda Avenida y la calle Setenta y Siete, del Upper East Side. Al parecer, se trataba de una meteoróloga de televisión; presentaba los pronósticos del tiempo en la CNBC. ¿Oíste hablar de ese caso?

Contra mi voluntad, comienzo a hacer conexiones.

—Cuando ella no se presentó en el estudio del canal temprano esa manaría, la mañana del 5 de diciembre, y tampoco contestaba el teléfono, alguien fue a verla. La víctima —Righter extrae un pequeño anotador con tapas de cuero del bolsillo de atrás del pantalón y hojea sus páginas— se llamaba Susan Pless. Pues bien, su cuerpo estaba en el dormitorio, sobre la alfombra que había junto a la cama. Le habían arrancado la ropa de la cintura para arriba y estaba tan golpeada y magullada que parecía haber estado en un avión que se estrelló en tierra. —me mira. —Y esto del accidente de aviación es una cita. Supuestamente es así como Berger se lo describió a Marino. ¿Cómo lo solías describir tú? ¿Recuerdas el caso de los adolescentes borrachos que corrían carreras en una pickup y uno de ellos decide viajar con medio cuerpo fuera de la ventanilla y tiene la mala suerte de encontrarse con un árbol?

—Sí —contesto mientras asimilo lo que me está diciendo—. La cara se le hundió por el enorme impacto, tal como a veces sucede cuando un avión se precipita a tierra o en aquellos casos en que una persona salta o cae desde gran altura y aterriza de cara. ¿Hace dos años? —mis pensamientos giran con rapidez. —¿Cómo es posible?

—No entraré en los detalles macabros. —Pasa más páginas de su libreta. —Pero había también marcas de mordeduras, incluyendo en manos y pies, y muchos pelos largos, pálidos y extraños adheridos a la sangre que, en un principio, se pensó pertenecían a un animal. Tal vez a un gato de Angora de pelo largo o algo por el estilo. —Levanta la vista y me mira. —Veo que ya captas lo que quiero decir.

BOOK: Último intento
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