En esta ocasión, Ana intuyó que estaba a punto de acontecer algo mucho más grave. Rocha apartó a un lado a A Magrinha y empezó a lanzar improperios contra Pandre en un inglés con mucho acento.
—Yo la había elegido para que pasara toda la noche conmigo —aseguró Rocha.
—Me cuesta mucho creerlo —replicó Pandre sin borrar su afable sonrisa.
—A decir verdad, todas las mujeres ya están comprometidas con sus clientes para toda la noche. Has llegado tarde.
Ana, que se había acercado a los dos hombres y había oído la conversación, supo enseguida qué había detrás de aquella actitud. Ya había notado que muchos de los clientes blancos del burdel reaccionaban negativamente cuando entraba un cliente de color. Durante el tiempo que ella llevaba al frente del negocio no había ocurrido nunca, pero el
senhor
Vaz le había contado que en alguna ocasión había hecho excepciones en el caso de hindúes influyentes de Durban o Johannesburgo. Puesto que nadie había protestado abiertamente, pensó que ya manifestarían el malestar más tarde, contra ella, una vez que Pandre hubiese abandonado el establecimiento; que entonces quizás alguien preguntaría cómo se le había ocurrido permitir la entrada en el local a ese tipo de personas. Y les explicaría que, a pesar de los pesares, era ella quien decidía a quiénes había de negarse la entrada y a quiénes no. Los clientes blancos se molestarían al oír su respuesta, de eso estaba convencida. Por mucho que insistiera en que se trataba de una excepción. Las conversaciones habían cesado, todos centraban su atención en los dos hombres y en la muchacha, apenas consciente de lo que sucedía a su alrededor.
—¿Ha surgido algún problema? —preguntó Ana.
—En realidad, no —respondió Pandre—. Este hombre, que se ha interpuesto en nuestro camino cuando íbamos a retiramos.
—Es que pretende llevarse a la mujer con la que yo había decidido pasar la noche —explicó Rocha.
Le habló a Ana en portugués, y cuando iba a traducir, Pandre alzó la mano para detenerlo, pues lo había entendido todo.
Rocha agarró a A Magrinha y la atrajo fuertemente hacia sí, como para confirmar lo que acababa de decir. Un segundo más tarde, Pandre había recuperado a la muchacha. Sin embargo, antes de que Rocha o Ana alcanzaran a reaccionar, A Magrinha despertó de su estado sonámbulo, le dio a Pandre un empujón y se colocó al lado de Rocha.
—Quiero estar con él —dijo—. No con ese hombre oscuro. A Pandre se le extinguió la sonrisa de los labios como si alguien hubiera soplado una llama. Se volvió hacia Ana, a quien no pasó inadvertido el enojo del abogado.
—Insisto, yo la había elegido —dijo con la voz tensa.
—Sí, eso me parece a mí —repuso Ana volviéndose hacia A Magrinha e indicándole con un gesto que volviera al lado de Pandre.
—No quiero —declaró la muchacha—. Es de color marrón.
—Y tú eres negra —atajó Ana—. Y yo, blanca. Soy yo quien decide lo que tienes que hacer.
—No —insistió A Magrinha—. No pienso desnudarme delante de él. Rocha sonrió. O'Neill había dado un paso al frente, pues preveía que llegasen a las manos, pero Pandre se rindió. Ana comprendió que no se había resignado, que seguía presa de la misma furia, pero que consideraba la situación irresoluble.
Ya no le interesaba.
—Vuelvo al hotel —declaró Pandre—. Doy por sentado que habré recibido el pago por mis servicios antes del mediodía de mañana, hora a la que abandonaré Lourenço Marques.
Dicho esto y tras una leve inclinación, se apresuró a salir del establecimiento seguido de O'Neill. Los hombres del bar aplaudieron satisfechos. Rocha apartó con desprecio a A Magrinha, que se desplomó en un sofá. Ana comprendió que, en aquellos momentos, la muchacha detestaba aquel lugar más que nunca.
Cuando oyó que el motor se ponía en marcha, salió a la calle. O'Neill estaba fumando.
—Ese hombre no tenía nada que hacer aquí —afirmó—. Naturalmente, no es asunto mío, pero si se permite el acceso a ese tipo de gente, se esfumarán los demás clientes.
Ana no respondió. Sabía que debería entrar y pedirle a Rocha que abandonase el burdel. Sin embargo, cruzó la calle hasta el pequeño bar que regentaban dos hermanos portugueses. Uno bajito y orondo, el otro jorobado.
Era un lugar estrecho. Una barra de madera, unas mesas en los rincones en sombras, varias prostitutas callejeras que alternaban entre exponerse en las aceras o dejarse invitar a alguna copa en la penumbra del bar. Ana le pidió un coñac al jorobado, lo apuró de un trago y le pidió otro. Reconoció a una de las mujeres que atisbó en uno de los rincones. Había solicitado trabajo en el burdel en más de una ocasión, pero las demás mujeres la habían rechazado, ya que corría el rumor de que robaba. Además, tenía tendencia a castigar a los clientes que no la trataban bien envenenándolos con artes de magia misteriosas. Usaba una ponzoña que, sin ser letal, causaba en los hombres una impotencia sexual prolongada.
Cuando Ana vio que la mujer se le acercaba, alzó la mano para detenerla, dejó el dinero en el mostrador y volvió a la calle.
Lucía claro el cielo nocturno. Mientras aguardaba en la calle a que regresara el coche después de dejar a Pandre en el hotel, pensó en su padre, en las noches en que le mostraba las constelaciones que conocía. Y precisamente antes de subirse al coche para ir a casa, se volvió a O'Neill.
—Di a las mujeres que quiero verlas mañana a las siete de la mañana. —A esa hora están durmiendo.
—No —replicó Ana—. A esa hora tienen que estar despiertas, lavadas y vestidas. A las siete en punto las quiero bajo el jacarandá.
—Allí estaré yo también.
—Quiero hablar con ellas, no contigo, así que no se te ocurra presentarte.
Dicho esto, cerró la puerta del coche. Por la luna trasera vio que O'Neill seguía en el mismo lugar, con un cigarrillo sin encender en la mano, viendo cómo se alejaba.
Aquella noche,
Carlos
durmió a su lado como un ovillo peludo. De vez en cuando agitaba los brazos en sueños, como si estuviera trepando. Pero no se quejaba, de modo que, seguramente, no estaría sufriendo ninguna pesadilla. Si es que los monos soñaban como las personas. Ana no estaba segura, pero quizá
Carlos
se hubiese apartado lo suficiente de su existencia de simio. Cada vez con más frecuencia lo sorprendía víctima de sueños que lo atemorizaban. Ana, por su parte, permanecía despierta, daba alguna que otra cabezada, dormitando a ratos, pero se estaba preparando mentalmente para la reunión que celebraría a la mañana siguiente. Debía preparar a las mujeres para las dificultades venideras, que se multiplicarían mientras ella persistiera en el empeño de conseguir que liberasen a Isabel. Pensaba explicarles que no tenía intención de rendirse cualesquiera que fuesen los problemas que ello acarrease. Pero también deseaba saber qué opinaban ellas, ¿acaso no comprendían la situación de Isabel? ¿No estaban dispuestas a ayudarle?
Ana se pasó la noche levantándose de vez en cuando, sin hacer ruido, para no despertar a
Carlos
, aunque nunca sabía con seguridad si fingía estar durmiendo. Hojeó el diccionario de portugués, tan manoseado y ajado a aquellas alturas, a fin de encontrar las palabras adecuadas para el día siguiente. Salió al porche, a la noche templada. Los vigilantes dormían junto a las hogueras, un perro solitario cruzó la calle corriendo silenciosamente. Atisbaba en el mar los faroles de los buques que esperaban la pleamar para poder entrar en la bocana al amanecer.
«Yo también llegué así una vez», recordó. «Con una vida recién destrozada que recomponer. Y eso me trajo aquí. Sin embargo, pronto tendré que continuar el camino, aunque no sé hacia dónde».
Cuando Ana llegó al burdel por la mañana, las encontró a todas reunidas bajo el árbol. Antes había pasado por el hotel y le había entregado al adormilado director un sobre sellado para el señor Pandre, con los honorarios que éste había pedido. Cuando salía del hotel, Ana se preguntó si volvería a verlo algún día. En realidad, no sabía nada de él, salvo que su padre era un estafador que añadía plumas a la cola de las palomas con un poco de pegamento.
Al llegar, Ana comprobó que O'Neill no andaba por allí. Debajo del árbol habían colocado una silla para ella y se quedó sorprendida al ver que Felicia empezaba a hablar tan pronto como ella se sentó. Ana se dio perfecta cuenta de que las mujeres también se habían preparado para la reunión, quizá de forma tan minuciosa como ella.
Felicia habló en nombre de todas.
—Sabemos que la
senhora
Ana está intentando ayudar a Isabel. Nos sorprende y nos infunde respeto por su persona. Ningún hombre blanco haría algo así. Ni ninguna mujer blanca. Sin embargo, vemos que nos acarreará complicaciones. Cada vez vienen menos clientes. Además, ya no son tan generosos como antes. Y, aunque estamos acostumbradas, también se han vuelto más agresivos. Y por la ciudad corre el rumor de que acuden a otros burdeles, con otras mujeres, en señal de protesta por la ayuda que la
senhora
Ana quiere prestarle a Isabel. Eso quiere decir que disminuirán nuestros ingresos. Si continuamos así, pronto habremos perdido a todos los clientes. Y este lugar habrá perdido por completo el buen nombre de que gozó en su día.
Felicia se expresó como si hubiera estado leyendo un manuscrito. Ana sabía que tenía razón. El número de clientes se había reducido, al principio, de forma imperceptible, luego, cada vez más patente. Hondamente preocupado, el señor Eber le había mostrado una curva de ingresos descendente. No como un precipicio, pero sí como una ladera cada vez más pendiente.
Aun así, Ana sintió tanto enojo como decepción ante las palabras de Felicia. En efecto, había abrigado la esperanza de obtener apoyo en sus esfuerzos por liberar a Isabel. Experimentó un desprecio súbito por aquellas mujeres negras que vendían sus cuerpos y que apenas pensaban en lo que estaban haciendo. Para ellas sólo importaban los ingresos.
No obstante, comprendió enseguida que estaba siendo injusta. Ella era quien más beneficios obtenía del negocio. Ella era quien tenía la posibilidad de sacrificar tiempo y dinero para ayudar a Isabel. Fue ella quien pudo permitirse viajar al extranjero para localizar a Pandre, y ella era, en definitiva, quien podría sobornar a alguien para que dejasen libre a Isabel.
Pero las palabras de Felicia seguían llenándola de indignación. Ya en tiempos del
senhor
Vaz, las mujeres de aquel establecimiento ganaban bastante más que las de cualquier otro burdel de la ciudad.
—No puede ser tan grande la diferencia —repuso Ana—. ¿De verdad hay entre vosotras alguien que tenga de qué quejarse?
Su voz resonó tensa. Deseaba que se le notase la rabia. Ninguna de las mujeres dijo nada. Se quedaron mirando al infinito. Nadie reaccionó ni siquiera cuando dos vendedores de naranjas empezaron a discutir en la calle, cuando, por lo general, las peleas o las disputas acaloradas delante del burdel se contaban entre los sucesos que más divertían a las mujeres.
—Quiero saberlo —insistió Ana—. ¿Alguna de vosotras ha apreciado de verdad que sus ingresos hayan disminuido de forma notable?
Nadie pronunció palabra hasta que, de repente, como a una señal invisible, todas las mujeres levantaron la mano.
Ana se puso de pie. No soportaba aquello.
—Pagaré personalmente lo que consideréis que estáis perdiendo a causa de la ayuda que quiero prestarle a Isabel —anunció en voz alta—. Presentaos ante mí cada mes con los cálculos de los clientes que hayan faltado. Yo pagaré por ellos. Me convertiré en un nuevo cliente.
Abandonó el jardín sin volverse a mirar y se fue derecha a casa. Una vez allí, se quedó un buen rato sentada delante del diario sin escribir nada. Era tal la decepción que sentía, que no sabía cómo librarse de ella.
Se acercó a la ventana a contemplar el mar. Pequeños pesqueros de velas triangulares surcaban las olas al amor de un viento favorable.
Carlos
había subido al tejado y se había sentado en el borde de la chimenea con una naranja entre las manos.
Ana estaba a punto de alejarse de la ventana cuando vio a un hombre negro en la calle que la miraba desde abajo. Era la primera vez que lo veía. Tenía una complexión recia y llevaba algo parecido a un mono de trabajo. Al darse cuenta de que ella lo había descubierto, el hombre se dio media vuelta y se marchó. Ana llamó a Julietta.
—¿Has visto a un hombre negro mirando la casa desde la calle?
—No —respondió Julietta.
—Pero ¡yo acabo de verlo!
—No sé quién era, pero puedo preguntar.
Aquella tarde, cuando Ana subió al coche para ir al fuerte, Julietta aún no había conseguido averiguar quién era el hombre. Nadie parecía haberlo visto. La propia Ana empezó a preguntarse si no habrían sido figuraciones suyas.
Sullivan la estaba aguardando.
—La prisionera está herida —dijo como si no fuese asunto suyo. Ana no entendía de qué le hablaba—. Esa mujer a la que sueles traer comida ha resultado herida esta noche.
—¿Qué ha pasado?
—Alguien intentó matarla. Pero fracasó. Aunque también podría ser que sólo quisieran herirla, destrozarle la cara.
—¿Y cómo ha podido suceder?
—Estamos investigando el asunto.
Ana no esperó a oír si Sullivan tenía algo más que decir. Echó a correr por el espacio abierto donde pacían unas cabras. El soldado abrió la reja cuando la vio entrar por la puerta del fuerte. Ana recorrió a toda prisa el pasillo a oscuras. La puerta de la celda de Isabel estaba abierta. Por una vez, no la halló sentada en el catre, sino tumbada. Ana se sentó a su lado en el suelo de piedra. Vio rastros de sangre en la mejilla y en la comisura del labio: tenía un corte profundo.
Sullivan la siguió hasta la celda.
—Quizá deberías mandar a buscar al médico hindú —sugirió. De repente, Ana tuvo la sensación de que Sullivan sabía que Pandre no era quien dijo ser, pero, en aquellos momentos, no se sintió con fuerzas para dilucidar qué sabía o qué no sabía el gobernador en funciones. No le importaba lo que creyera o lo que supiera.
—Se ha marchado —le dijo simplemente—. Pero ¿por qué no llaman ustedes a un médico?
—Está en camino —contestó Sullivan—. Pero antes tenía que encargarse de un parto. La vida siempre es más importante que la muerte.
—No siempre —objetó Ana—. Yo creo más bien que la vida y la muerte vienen y van al mismo tiempo. Si Isabel no recibe los cuidados necesarios, podría morir.