—¿Acaso es peligrosa la mirada de los negros? —preguntó. El
senhor
Vaz meneó la cabeza irritado, como si el esfuerzo le hubiese agotado la paciencia.
—Las mujeres blancas no deben deambular solas —dijo—. Es así, ni más ni menos.
—He estado en la catedral oyendo cómo cantaban los niños negros.
—Tienen unas voces preciosas. Y una capacidad extraordinaria para armonizarlas sin ensayar demasiado. Pero las mujeres blancas deben dar paseos cortos. Y, preferentemente, no dar ninguno con un calor tan intenso.
A Hanna le habría gustado seguir preguntando por el peligro remoto al que, por lo visto, se había expuesto. Pero el
senhor
Vaz alzó la mano, no tenía fuerzas para responder a más preguntas. Se quedó sentado con el sombrero blanco sobre la rodilla y el bastón, de aquella madera negra que llamaban
pau preto
, apoyado en una pierna, repentina y aparentemente sumido en cavilaciones insondables.
Al cabo de un rato, Hanna se levantó y salió de la habitación. Para entonces, el
senhor
Vaz se había dormido con la boca entreabierta y emitía leves ronquidos con un movimiento nervioso en los párpados.
Cuando se asomó a la calle, comprobó que Judas había desaparecido. Hanna se preguntó dónde viviría, si estaría casado y si tendría hijos.
Pero ante todo le interesaba qué pensaba él.
Aquella noche volvió a comer en su habitación. La cena se la llevó una de las sirvientas negras cuyo nombre no conocía. Al igual que Laurinda, se movía sin hacer el menor ruido. Hanna se preguntó si aquellos silenciosos movimientos guardarían relación con el miedo, aquel miedo que Hanna empezaba a ver cada vez más claro.
Se comió el arroz, unas verduras cocidas cuyo sabor le resultaba desconocido, y un muslo de pollo asado. Todo con muchas especias nuevas para ella. Pero quedó saciada. Bebió té con la comida. Y se tomó el resto una vez que se hubo enfriado, en lugar de agua, a lo largo de la tarde y la noche.
Fue uno de los últimos consejos que Lundmark alcanzó a darle antes de enfermar y morir, el de no beber nunca agua sin hervir, no beber nunca el agua tal cual.
Y Hanna había seguido aquel consejo. Ahora que ya no sangraba y que no llevaba en sus entrañas al que habría sido su hijo, el estómago no le causaba ninguna molestia.
Lo único que ahora llevaba dentro era vacío.
Dejó la bandeja en el suelo, a la puerta de la habitación, y echó el pestillo. Se quitó la ropa y se tumbó desnuda en la cama. Las cortinas que cubrían las ventanas no se movían un ápice. Yacer así, desnuda, entrañaba algo de pecaminoso, se dijo. «Pecaminoso, sí, puesto que no hay aquí hombre alguno que me desee, ninguno al que yo permita que se acerque». Se cubrió con la sábana para taparse el cuerpo, pero se arrepintió. Allí no había nadie escondido que pudiera verla. Y si en algún lugar existía un dios que todo lo veía sin que se lo viese a él, a buen seguro que permitiría que alguien se tumbase desnudo con aquel calor asfixiante.
Aquella noche se mantuvo largo rato despierta pensando en el miedo que creyó advertir en los ojos del
senhor
Vaz. Un miedo que ella jamás había detectado en la mirada de su madre o de su padre. Existían las autoridades, pero no tenían por qué ser temibles si uno se supeditaba a su mandato. Allí, en cambio, era diferente. Allí todos tenían miedo, aunque los blancos intentaran ocultarlo bajo una fachada de calma y de autodominio, o de ataques de cólera premeditados.
Hanna pensaba: «Y mi miedo, ¿dónde está? ¿Acaso no lo siento, o será que no tengo nadie a quien temer? ¿Que estoy totalmente sola?».
El mundo de la soledad. Jamás aprendería a soportarlo. Se había criado como un ser humano que compartía su vida con otros. Nunca sobreviviría en un mundo como aquél.
Precisamente aquella noche lamentó haber huido del buque. De haber continuado el viaje a Australia, tal vez la sensación de lo insoportable se habría atenuado hasta desaparecer. Después de todo, reinaba a bordo una hermandad de la que ella formaba parte. Allí, en cambio, era como un insecto que batía de manera febril las alas encerrado en un vaso que alguien hubiese colocado boca abajo.
Pero la sensación terminó por extinguirse. Hanna sabía que hizo lo que debía hacer. De haber continuado en el barco, quién sabe si no habría acabado arrojándose por la borda. La presencia espectral de Lundmark la habría abocado a la locura.
Estaba a punto de dormirse, aún desnuda bajo las sábanas, cuando oyó el repiqueteo de las gotas en el tejado de latón. El tintineo fue arreciando hasta dar paso al tronar de la lluvia del trópico. Se levantó y apartó la cortina. Bajo aquella lluvia intensa desaparecían los mosquitos y podía dejar que el aire entrase libremente y refrescase la habitación.
Al otro lado de la ventana reinaba la oscuridad. La lluvia ahogaba todos los sonidos. Del sótano no se oían ni el gramófono ni las voces de los clientes.
Sacó la mano y dejó que la lluvia le repiquetease en la piel. «Tengo que irme a casa», se dijo de nuevo. «No soporto vivir aquí, rodeada de tanto miedo y de una soledad que me asfixia».
Se quedó junto a la ventana hasta que la lluvia, intensa pero breve, cesó por completo. Entonces dejó caer la cortina y regresó a la cama y se tumbó sin taparse con la sábana.
Al día siguiente, y muchos días después de aquél, bajó al puerto en busca de algún barco con bandera sueca que hubiese atracado en el muelle o que aguardase en el fondeadero. Siempre iba en compañía de Judas, que la protegía en silencio a unos pasos de distancia.
Octubre de 1905. Hanna espera.
El afinador de pianos se llamaba José, aunque todos lo llamaban Zé, y era hermano del
senhor
Vaz. Hanna lo descubrió al cabo de un tiempo en el burdel. Por más que examinaba a los dos hombres, era incapaz de advertir semejanza alguna entre ellos. Pero Zé le explicó que era del todo cierto, que tenían los mismos padres. Aunque Hanna no tardó en comprender que Zé era algo retrasado, no halló razón para dudar de aquello. Y ¿por qué iba el
senhor
Vaz a permitir que anduviese afinando el piano día tras día, si no tenía un motivo especial? El
senhor
Vaz se hacía cargo de su hermano puesto que sus padres ya no vivían.
El
senhor
Vaz quería a su hermano, lisa y llanamente. Hanna advertía conmovida la ternura con que lo trataba. Lo había visto con sus propios ojos, cuando algún cliente se quejaba del ruido constante de los acordes, el
senhor
Vaz lo echaba a la calle y no lo dejaba regresar jamás. Zé tenía permiso para afinar el piano y para limpiar las teclas siempre que quisiera.
Claro que había excepciones. Cuando alguien de Sudáfrica particularmente relevante, hombres del Gobierno o autoridades eclesiásticas acudían al local, Vaz se llevaba a su hermano disimuladamente a la habitación que había detrás de la cocina, donde Zé tenía la cama. Y por la hermosa Belinda Bonita, que siempre estaba al corriente de cuanto sucedía en el burdel, supo Hanna que también allí había un viejo piano. Conservaba las teclas, pero no tenía cuerdas.
De modo que, en su habitación, Zé afinaba un piano mudo. Zé vivía en su propio mundo. Era unos años mayor que su hermano, rara vez hablaba a menos que le dirigiesen la palabra, afinaba las teclas del piano o se quedaba en silencio sobre ellas, como esperando algo que nunca sucedería. Era, se decía Hanna, como un reloj cuyo ritmo regular nada llegaba a interrumpir.
Aunque aquello no era del todo cierto, como comprendió Hanna el día que hizo cuatro meses que se encontraba en el burdel. Como de costumbre, había estado en el puerto junto con su robusto escolta en busca de algún barco con bandera sueca. Pero tampoco aquel día vio ninguno. Le había comprado un catalejo a un comerciante hindú que también vendía cámaras y gafas. Gracias a las lentes de aumento, Hanna podía cerciorarse de que ninguna de las embarcaciones del fondeadero llevaba la bandera de su país natal. Y cada día, al volver, se marchaba con una sensación de decepción y de alivio. De decepción, porque Hanna quería volver a casa de verdad; de alivio, porque la angustiaba la idea de subir de nuevo a un barco.
Tan pronto como llegó a O Paraiso notó que Zé no se encontraba en el lugar habitual, junto al piano, pero cuando iba a preguntar dónde se había metido, él hizo su entrada. Las mujeres que se encontraban ociosas en los sofás o ante las mesas de billar, lanzando bolas de un lado a otro con indolencia, estallaron en risas y aplausos cuando apareció. Había cambiado el habitual traje oscuro y arrugado por uno blanco. En lugar de aquella gorra mugrienta que solía llevar encajada hasta las orejas, se había puesto un salacot similar al que usaba su hermano. Además, lucía una camisa blanca de cuello alto y una pajarita negra artísticamente anudada. Sostenía en la mano un ramillete de flores de papel y se colocó ante una mujer llamada Deolinda, a quien todos llamaban
A Magrinha
, puesto que era muy delgada, con el pecho totalmente plano y sin rastro de formas femeninas.
Alguna que otra vez, Hanna se había dedicado a observarla a hurtadillas preguntándose cómo podría una mujer como ella atraer a ningún hombre. Se resistía a pensarlo, pero le resultaba imposible no hacerlo: Deolinda era fea. A Hanna le daba la impresión de que todo su escuálido ser irradiaba dolor y padecimiento. Y, sin embargo, tenía clientes, Hanna lo sabía, los había visto con sus propios ojos. La sola idea le resultaba repugnante: imaginar a
A Mag rinha
en la cama con alguno de los hombres blancos que frecuentaban el burdel. Pese a todo, por lo visto tenía algo que los atraía y que despertaba su deseo.
Zé le hizo una breve reverencia y le entregó el ramillete de flores de papel. Deolinda se levantó, lo agarró del brazo y lo llevó a su habitación, la última del pasillo, en la que recibía a los clientes. En el trayecto hasta la habitación, los acompañó la alegría de las risas y otra salva de aplausos, hasta que la ociosa indolencia se apoderó nuevamente de la sala.
Existía un espacio de tiempo, un par de horas al final de la tarde, en que, a decir verdad, nada sucedía en el burdel. Rara vez, por no decir nunca, aparecían clientes. Las mujeres dormitaban, se pintaban las uñas, se confiaban secretos con voz susurrante.
A excepción de Felicia, ninguna de las mujeres negras le dirigía la palabra a Hanna a menos que ésta les preguntase o les pidiese algún servicio. El
senhor
Vaz le había explicado que las mujeres de su casa no sólo se encontraban allí para satisfacer a los clientes que acudiesen a su establecimiento, sino que, además, debían estar dispuestas a atender a los clientes del hotel. Hanna ignoraba aún cómo la veían aquellas mujeres; la saludaban, sonreían, pero jamás se le acercaban. Tampoco entendía qué implicaba exactamente su obligación de servir a los huéspedes del hotel. La única que se alojaba en él era Hanna.
Se acomodó en un sofá de rincón, junto a Esmeralda, la mayor de todas las mujeres, con cara de pajarilla y con los dedos más largos que Hanna había visto en su vida.
Se hizo un denso silencio. En efecto, era la primera vez que se sentaba tan cerca de una de las mujeres negras.
Señaló el pasillo por el que se habían marchado Deolinda y Zé. —¿Pareja? —preguntó. Esmeralda asintió.
—Pareja —respondió—. A veces se despierta en él ese anhelo. Entonces se olvida del piano. Una vez cada dos meses, más o menos. Se cambia de ropa y siempre es Deolinda la elegida para satisfacer su deseo. Hanna habría querido seguir preguntando, entre otras razones, para cerciorarse de que había comprendido bien las palabras de Esmeralda, pero ésta se levantó muy digna: por lo que a ella se refería, la conversación había terminado. La mujer se encaminó a su habitación meneando armoniosamente las caderas.
Hanna hizo lo propio y se marchó escaleras arriba. No necesitaba volverse para saber que las nueve mujeres que allí quedaban la siguieron con la mirada. «Nos miran cuando les damos la espalda», pensó. «No temen mirarse entre sí, pero sí temen nuestros ojos tanto como nosotros los suyos».
Una vez dentro cerró la puerta, echó el pestillo y se quedó con el torso desnudo. Luego se lavó con un paño de hilo y agua fría. Se lamió el brazo y notó el sabor salado a sudor. Luego se tumbó en la cama y cerró los ojos. Pero casi de inmediato se incorporó de nuevo. Acababa de recordar algo en lo que no había pensado desde que dejó Suecia en la embarcación que, a aquellas alturas, ya debía de haber llegado a Australia con su carga de madera.
Sacó el libro de salmos con herrajes de plata en el que escondía las monedas de oro que le dio Forsman. Entre las hojas había también una fotografía en blanco y negro. En ella aparecían Berta y ella y se la habían hecho en Sundsvall, en el estudio de Bemard Dunn.
Fue idea de Berta. Como de costumbre, ella era la promotora de las propuestas más atrevidas e inesperadas.
—Tenemos que hacernos una fotografía —le dijo—. Antes de tu partida. Me temo que se me olvidará tu cara. Y me temo que se me olvidará nuestro aspecto.
Hanna sintió enseguida una gran preocupación. Jamás había estado en un estudio fotográfico, no sabía cómo sería aquello. Pero Berta desoyó sus objeciones. Por otro lado, tanto ella como Hanna, al igual que los demás sirvientes, acababan de recibir un presente de Forsman, quien, con motivo del vigésimo quinto aniversario de la empresa mercantil que administraba, quiso mostrarse generoso con sus empleados.
Y una tarde de primavera, cuando los días empezaban a ser más largos, emplearon en ello unas horas de libertad. El fotógrafo Dunn tenía el estudio en la plaza Stora. Ellas llevaban sus mejores ropas, se habían lustrado los zapatos, y el fotógrafo les indicó una mesa y una silla. Detrás de ellas se veía una estatua blanca de escayola que representaba a un matador de dragones espada en ristre. El fotógrafo, que era danés y hablaba un sueco inextricable, le dijo a Berta que se sentara y colocó a Hanna detrás, junto al hombro de su amiga. A fin de otorgar a la instantánea coherencia y armonía puso en la mesa un jarrón con flores de papel.
Las flores de papel que Zé llevaba en la mano cuando se inclinó ante Deolinda le trajeron aquel recuerdo.
Tumbada en la cama, contempló la fotografía. Les dieron dos copias, una para cada una. Berta sonreía al fotógrafo, en tanto que Hanna había adoptado una expresión más seria. Trató de imaginarse qué habría hecho Berta de ser ella la que estuviese tumbada en aquella cama de la planta alta de un burdel africano, encubierto como un hotel. Pero la foto no hablaba, Berta la miraba muda.