El médico que por fin acudió al fuerte resultó ser un portugués sordo como una tapia que llevaba cincuenta años en el país. A Ana le sorprendió ver la habilidad con que le suturaba aquella herida tan grande antes de cubrírsela con una gasa.
—¿Sobrevivirá? —preguntó Ana.
—Por supuesto que sí —respondió el médico—. Le quedará la cicatriz, eso es todo.
—Quien lo hizo, ¿pretendía matarla o sólo herirla?
Ana tenía que gritarle directamente en el oído para que la oyera.
—Caben ambas posibilidades —respondió—. Pero lo más probable es que no quisiera matarla. Sólo con que hubiera clavado el cuchillo un poco más abajo, en la garganta, y un poco más profundo, lo habría conseguido. Un corte en la garganta con un cuchillo afilado te mata en un instante.
Ana se quedó con Isabel. No sabía si le molestaba la herida. Compartieron el silencio mientras oían su respiración. Ana observaba ausente a un insecto que se arrastraba infinitamente despacio por las paredes de la celda.
Al final se levantó y volvió a salir a la luz del sol. Sullivan estaba en una mecedora, fumando en pipa a la sombra junto al muro de piedra.
—¿Quién ha podido entrar ahí? —preguntó Ana.
—Para ser totalmente sincero, no lo sé. Pero estoy en condiciones de prometer que lo averiguaremos. No quiero que mueran los prisioneros de los que soy responsable.
—¿Es eso cierto?
—Sí —afirmó Sullivan—. Es cierto. A mí ella no me importa. Y considero que habría que colgarla o fusilarla. Pero nadie debe poder entrar en mis celdas para matarla.
Aquella noche, ya en casa, cuando estaba a punto de correr las cortinas del dormitorio, Ana avistó de nuevo en la calle al hombre negro del mono.
Un poco más tarde apagó las luces y volvió a mirar con sigilo por entre las cortinas.
Allí seguía el hombre.
«Está esperándome», se dijo. «Quiere decirme algo».
Bajó la escalera, abrió la puerta despacio y pasó ante los guardas. Sintió una ráfaga de odio hacia aquellos hombres que dormían en lugar de velar por ella, y un deseo repentino de empujarlos al corazón de la hoguera, pero abrió la verja que daba a la calle y allí, al otro lado, seguía el hombre. Se dirigió hacia él con una vela en la mano.
—Soy Moses —se presentó—. El hermano de Isabel. Estaba trabajando en las minas y he venido para liberarla y llevarla conmigo.
Tenía la mirada serena. Ana pensó que, en cierto modo, le recordaba a su padre.
Dos hogueras ardían ya donde los guardas dormían acurrucados. Pero Moses encendió una tercera en la parte posterior de la casa, donde Ana había mandado plantar un pequeño huerto con naranjos y limoneros. Por primera vez desde que llegó a la ciudad se topaba con un africano que le hablaba como un igual. No había en él el menor indicio de aquello que había vivido hasta el momento, de aquella sumisión de los negros, falsa y forzada. Moses le hablaba mirándola a los ojos. También fue la primera vez que un hombre negro tomaba asiento en su compañía. En condiciones normales, ella estaba sentada mientras que el hombre negro con el que hablaba se mantenía de pie. Así debía ser, según le explicó Ana Dolores.
Ana le preguntó sin ambages por qué era tan diferente.
—¿Por qué razón no había de mirarte a los ojos? —respondió Moses—. Tú no eres de los que odian o desprecian a los negros, puesto que estás intentando ayudar a mi hermana. Y tampoco eres misionera. Para mí eres una persona de lo más extraña.
—¿Qué haces exactamente en las minas del interior? ¿Son minas de carbón?
—De diamantes. Aunque, por supuesto, también hay carbón, ya que son una misma cosa.
Ana no conocía la relación existente entre el carbón y los diamantes, de modo que no comprendió la respuesta.
—El carbón sirve para encender fuego. Los diamantes, para llevarlos en los dedos. ¿Cómo puede ser lo mismo?
—Cuando es muy antiguo, el carbón se transforma en diamantes —explicó Moses—. Un día, quizá pueda hablarte de lo que sacamos en Rand del fondo de la tierra.
Ana sabía de dónde venía él, pero ¿cómo sabía él quién era ella? ¿Se lo había contado Isabel?
—Yo sé lo que tengo que saber —dijo Moses respondiendo a su pregunta.
Y no le dio más explicaciones, sino que empezó a hablarle de la vida en las minas sin que ella se lo hubiese pedido.
—Los blancos que han arribado a nuestras costas siempre han buscado, ante todo, lo que se oculta bajo la superficie de la tierra —dijo Moses—. Por eso a los africanos nos cuesta comprenderos. ¿Cómo puede uno viajar tan lejos y estar dispuesto a morir de fiebre o por la picadura de una serpiente sólo para buscar algo que está escondido debajo de la tierra? Claro que muchos vienen a cazar. Otros buscan aquí protección de las persecuciones que sufren en su patria. Lo que no entendemos es por qué optan por llevar una vida en la que, a su vez, se vuelven perseguidores. Los blancos son incomprensibles en esencia, pero precisamente por eso resultan fáciles de comprender, puesto que sabemos lo que persiguen. Pero ni siquiera quieren cavar ellos mismos, sino que nos obligan a nosotros. Los blancos nos han convertido en siervos de las profundidades. Un día todo esto acabará igual que se agotarán las fuentes de oro y diamantes.
—¿Qué harás cuando tu hermana salga libre? —quiso saber Ana.
—Pienso usar los túneles de las minas que tan bien conozco para protegerla a ella y a sus hijos. Allí los llevaré después de huir. El hecho de que vayamos a otro país, de que crucemos una frontera que han dibujado los blancos no significa nada. Todas vuestras fronteras no son más que rayas en la tierra roja, podrían haberlas trazado unos niños con una vara.
Guardó silencio y contempló el fuego que se extinguía. Ana pensó que había encendido una hoguera que durase sólo mientras él tuviera algo que decirle. Cuando las ascuas se hubieron apagado por completo, se levantó y se alejó de allí. Lo último que le dijo fue que quería verla al día siguiente, junto al fuerte.
Ana volvió al dormitorio.
Carlos
se despertó cuando ella se acostó y extendió la mano hacia ella. Pero en aquellos momentos Ana no quería tener a un mono en la cama. No después de haber conocido y de haber hablado con aquel hombre llamado Moses. Le dio a
Carlos
un empellón, no demasiado fuerte, pero lo suficiente para que comprendiera que ya tocaba irse a la lámpara. Con un suspiro y resoplando indignado, el mono se encaramó a la lámpara con un brazo colgando por fuera y se tumbó en la pantalla en forma de fuente.
Ana se levantó temprano, estuvo un buen rato sentada ante el espejo observando la cara que éste le devolvía y pensando que la devoraba la impaciencia por ver a Moses una vez más. Para su sorpresa, en su mente nació un pensamiento que le era inaudito: Moses era un hombre con el que podría plantearse estar. Se tapó la boca con la mano, como para ahogar un grito de horror.
«Estoy viendo a otra persona», se dijo. «O a alguien en quien me he convertido sin saberlo».
Unas horas más tarde, cuando se obligó a revisar las cuentas del señor Eber para intentar comprender lo de la reducción de ingresos, Julietta vino a anunciarle la visita del padre Leopoldo. Ana se asustó enseguida ante la posibilidad de que a Isabel le hubiese ocurrido algo de nuevo. Bajó la escalera a toda prisa para recibirlo, pero el padre Leopoldo la tranquilizó. El viejo doctor le había cosido bien la herida y la gasa la mantenía limpia.
—Sólo venía a decirle que sigo intentando hablar con ella —explicó el padre Leopoldo una vez se hubieron sentado a la sombra del porche, donde Julietta les había servido el té.
—Pero ¿sigue sin hablar?
—No dice una palabra. Pero escucha.
—¿Podemos estar seguros?
—Sí, yo noto que me oye.
—Ya sé que no es asunto mío, pero ¿de qué intentas hablar con ella?
—Quiero convencerla de que confiese su terrible pecado y que encomiende su alma a Dios. Él la juzgará, pero le impondrá una sentencia leve si confiesa y se somete a su voluntad.
Ana miró extrañada al padre Leopoldo. «Este hombre cree de verdad lo que dice», pensó Ana. «Para él, Dios es un ser que castiga. El mismo Dios del que hablaba mi abuela en Funasdalen. Cree en el mismo Infierno que ella. No es como yo, que no creo en el infierno, aunque lo tema. Si existe un infierno está aquí, en la tierra».
«Dios es blanco», pensó. «Así me lo he imaginado yo siempre. Pero no tanto como ahora».
Quería terminar cuanto antes aquella conversación.
—Es la primera vez que vienes a verme —dijo—. Pero no creo que hayas venido sólo para contarme que Isabel persiste en su mudez. Eso ya lo sé, puesto que voy a visitarla a diario.
—No, he venido también para decirle que el enlucido y el enfoscado de una de las esquinas de la catedral está deteriorándose y necesita reparación.
—Ya, pero yo no soy albañil.
—Vamos a necesitar contribuciones voluntarias para poder acometer las reparaciones antes de que empeoren. No podemos esperar a que la superioridad eclesiástica de Lisboa tramite nuestra solicitud y resuelva ayudarnos.
Ana asintió. Le prometió una donación, pese a que se le antojaba humillante que aquélla fuese la verdadera razón de la visita del padre Leopoldo. Y dejó de verlo como sacerdote, para verlo más bien como un mendigo que la importunaba.
El hombre se levantó, como si de repente tuviera prisa por marcharse. Ana hizo sonar la campanilla y le pidió a Julietta que lo acompañara. Pensó en las palabras de su padre cuando decía que deseaba que echaran a los curas descalzos a la nieve. «A él no le habría gustado el padre Leopoldo», se dijo. «Pero yo seguiría siendo para él un ángel impuro».
Ana evitó ir al burdel aquel día. Envió a Julietta con un recado para O'Neill: él sería el responsable hasta que ella llegase. Pero al final de la breve nota dio a entender que, pese a todo, podría presentarse de forma inesperada. Fue el
senhor
Vaz quien le enseñó que, en el burdel, debía reinar entre todos cierta inseguridad constante. En cualquier momento del día podía efectuar un control.
Después de la visita del padre Leopoldo, Ana despidió a uno de los guardas nocturnos que siempre dormían. El hombre suplicó en vano que le permitiera conservar el trabajo. Había estado enfermo, con fiebre, su madre había sufrido un accidente, varios de sus hijos se encontraban en dificultades, por eso se había dormido. Ana sabía que nada de aquello era verdad, era un juego ritual pensado desde el principio, pero ella insistió y le dijo que fuese en busca de su hermano. Él ocuparía su puesto de guarda nocturno, pero debía advertirle que pensaba controlar que permanecía despierto todas las noches.
Después del almuerzo, tras haber descansado insomne en la cama abanicándose, fue al fuerte.
Carlos
se hallaba en la chimenea cuando ella salió. El animal estaba cambiando, lo sabía, sólo que aún no había comprendido cómo. «Puede que me vea a mí misma en
Carlos
»,pensó. «Algo está a punto de pasar, algo decisivo para mi vida. Y, por tanto, también para el futuro de
Carlos
.»
Moses aguardaba entre las sombras, junto al muro que rodeaba el fuerte. Ana salió del coche y se le acercó. Moses había elegido un lugar donde nadie podía verlos y le entregó un saquito de piel.
—¿Qué es esto?
—La concha machacada de una caracola singular que se da en las costas de Inhambane. Y flores secas de un árbol que sólo florece una vez cada diecinueve años.
—No existe un árbol así.
Moses pareció entristecerse de pronto y Ana se arrepintió enseguida de sus palabras.
—¿Qué debo hacer con esto?
—Dáselo a Isabel. Dile que se lo envío yo. Debe comerlo.
—¿Y para qué iba a comer flores?
—Le darán alas, como si fuera una mariposa. Y con ellas podrá salir volando de la cárcel. Yo estaré esperándola y la llevaré a los túneles de las minas junto con sus hijos. En la celda sólo quedará el saquito de piel, que terminará por descomponerse con un susurro.
—¿El saquito de piel, susurrando?
—Un susurro que hablará a quienes quieran oírlo acerca de Isabel y su nueva vida.
—Pues suena como un cuento infantil.
—Aun así, lo que digo es verdad.
Ana se dio cuenta de que Moses hablaba en serio. Él no era un niño, no hablaba como un niño. Lo que decía era para él una verdad, simplemente. Se percató de lo mucho que se parecía a Isabel, su consanguinidad se revelaba sobre todo en los ojos y en la frente ancha.
—Se lo daré —dijo Ana guardando el saquito de piel en el cesto de la comida—. Pero ¿sabrá lo que tiene que hacer?
—Lo sabe.
—¿Y de verdad crees que le saldrán alas?
Moses dio un paso atrás, como si ya no quisiera estar cerca de ella. Luego se volvió sin responder y se marchó de allí. Ana se quedó sola, dudando. Dejó el cesto en el suelo, extrajo el saquito y lo abrió. Estaba lleno hasta la mitad de un polvo de color blanco azulado que la deslumbró cuando los rayos del sol incidieron sobre él.
«Estoy participando en un juego extraño», se dijo. «¿Cómo van a crecerle alas a una persona? Si mi padre me hubiese dado una de estas caracolas y flores pulverizadas, ¿me habría visto salir volando sobre el río y desaparecer rumbo a la cima de los montes?».
Volvió a cerrar la bolsa. «Es tanto lo que no entiendo», pensó. «Sólo Moses e Isabel pueden hablar en serio de las alas. Para mí es ridículo y, al mismo tiempo, muy serio».
Cruzó las puertas del fuerte. Sullivan la estaba esperando, como de costumbre. Aquel día llevaba un uniforme de gala de color blanco y, en la mano, la pipa apagada. Ana le preguntó si había conseguido dar con el culpable de la agresión a Isabel.
—No —respondió el gobernador—. Pero me parece increíble que no hayamos localizado a quien lo hizo.
—¿Alguno de los soldados?
—¿Quién correría ese riesgo? Enviaría a casa al culpable. Y el servicio militar en una compañía de trabajos forzados en Portugal es algo que teme cualquier soldado raso.
—¿Quién podría burlar a los vigilantes?
—Eso es lo que estamos investigando. Esta ciudad es pequeña. Será difícil ocultar la verdad de lo sucedido.
«Jamás conoceré la respuesta», se dijo. «Por lo que ya sé, bien podría ser este hombre con el que ahora estoy conversando el que le rajó la cara a Isabel».
Se despidió del gobernador y se encaminó a los calabozos.