Cuando se levantó del catre, pensó que iba camino de su propio entierro. ¿O quizá de su ejecución? Estaba sola una vez más, pero en peor situación que nunca. ¿Para qué iba a viajar hasta el otro extremo del mundo si el hombre que era su marido había dejado de existir? ¿A quién acompañaba ahora? Aparte de al capitán Svartman, que iba camino de la amura de estribor, el lado de la embarcación que daba a tierra, la costa africana que se encontraba allí, en la calima, donde no podían verla ni con los prismáticos.
En el puente había un vigía, uno de los marineros más jóvenes. Pero por lo demás se habían reunido todos alrededor del blando ataúd de lona colocado sobre dos caballetes junto a la borda. Habían envuelto la lona gris con una bandera sueca manchada y deshilachada. Hanna pensó que debía de ser la única bandera que llevaban a bordo. El capitán Svartman no era de los que pensaban que se les morirían los miembros de la tripulación. Tan sólo aquellos que se comportaban de un modo imprudente y que contravenían sus normas podían salir mal parados. Como el oficial que ahora yacía sobre los caballetes y al que no tardarían en sepultar en el mar.
Hanna observó a los hombres allí reunidos en semicírculo. Ninguno de ellos se atrevía a mirarla a los ojos. La muerte era molesta, los incomodaba y los llenaba de inseguridad.
Miró al cielo y al sol, que abrasaba pese a lo temprano de la hora. Por un momento, creyó hallarse otra vez en el trineo, detrás de la enorme espalda de Forsman.
«Entonces, frío», pensó. «Ahora, calor. Y aun así, es lo mismo, en cierto modo».
Incluso el movimiento: en aquella ocasión, un trineo; ahora, un vapor que surcaba las olas despacio, de forma casi imperceptible.
El capitán Svartman llevaba el uniforme, guantes blancos y, en la mano, el libro de instrucciones de la ceremonia. Empezó a leer con voz monótona y potente. No había en su porte vacilación alguna ante su cometido como capitán.
Hanna pensó que Svartman estaría ante todo enojado porque alguien hubiese desobedecido sus órdenes de no bajar a tierra, pese a que el oficial debía conocer el peligro al que se exponía.
El hombre que estaban a punto de sepultar había muerto innecesariamente. Un hombre que se había portado como un insensato al no escuchar lo que le había recomendado Svartman.
Hanna intuía que el capitán no sólo lamentaba la muerte de su oficial, también se sentía defraudado.
Fue una ceremonia breve. El capitán Svartman no se extendió con digresiones de ningún tipo ni dijo nada personal. Guardó silencio una vez que, según las instrucciones, hubo concluido, y le hizo un gesto de asentimiento al segundo oficial, que tenía buena voz y entonó un salmo. Curiosamente, el oficial eligió un salmo navideño.
«Brilla sobre lagos y orillas, estrella en lontananza». Los hombres se sumaron al canto, inseguros, murmurando, un ronroneo aquí y allá. Hanna los miraba a hurtadillas. Algunos no cantaban.
¿Quiénes pensaban en el hombre que había muerto? Seguro que habría quienes lo recordasen en aquel momento. Otros, quizá la mayoría, sentían gratitud por seguir con vida.
Una vez concluido el salmo, el capitán Svartman le hizo a Hanna una seña para que se acercara. Le había explicado que apenas existían reglas ni tradiciones que indicasen cómo una tripulante viuda debía decir el último adiós durante el sepelio a su marido.
—Pon la mano en la lona —le propuso el capitán—. Puesto que no hay flores a bordo, la mano será la señal de la despedida.
«Podía haber sacrificado una de sus macetas», pensó Hanna. «Haber arrancado una flor y habérmela dado. Pero no se le ha pasado por la cabeza».
Hanna hizo lo que le decía, posó la mano derecha sobre la bandera.
Intentó evocar la imagen de Lundmark. Sin embargo, pese a que sólo llevaba muerto unos días, era como si ya empezase a costarle recrear mentalmente su cara tal y como la conoció.
La muerte era como una bruma, pensó Hanna, una niebla que iba envolviendo paulatinamente a quien se marchaba.
Dio un paso atrás, el capitán Svartman volvió a asentir, se adelantaron cuatro marineros, que levantaron la plancha y dejaron caer al difunto por la borda. El capitán había elegido a sus marineros más fuertes, puesto que la lona no sólo contenía el cadáver, sino también muchos kilos de contrapeso que garantizarían que el ataúd de tela bajara hasta el fondo.
Mil novecientos treinta y cinco metros. Su marido tendría una tumba mucho más profunda que la más profunda de las cavadas en la tierra. Cerca de treinta minutos tardaría el cadáver en alcanzar el fondo. Se lo había dicho Halvorsen, que los objetos se hundían muy despacio en las grandes profundidades.
Se acabó la ceremonia, la tripulación volvió a sus tareas. Apenas unos minutos más tarde se notó un traqueteo en la sala de máquinas. La embarcación empezó a moverse, el receso había tocado a su fin.
Hanna se quedó en la borda. Ya no se veía nada a través del agua. Se dio media vuelta y se fue derecha a la cocina, donde el marmitón había empezado a preparar el almuerzo. Hanna se puso el delantal. Y entonces descubrió que habían enviado a un grumete a ayudar en la cocina.
—Haré mi trabajo aunque mi marido haya muerto —declaró Hanna.
No aguardó respuesta, sino que bajó por la escala hasta la bodega y subió las patatas que había que cocer para las comidas que aún tendrían que servir aquel día.
Ya había pelado las patatas. Vació por la borda los cubos con las mondas y volvió a la cocina. Halvorsen estaba reparando un armario con estantes para las cacerolas y las sartenes. El mejor amigo de su marido a bordo. «Él también se ha quedado solo», se dijo Hanna. «Él también se pregunta por qué su amigo el oficial tuvo que bajar a tierra en aquel momento aciago».
Continuó trabajando con el marmitón y el grumete. Pero cuando Halvorsen hubo terminado con su tarea, le rozó el hombro y le hizo una seña para que saliera con él. Hanna le pidió al marmitón que vigilase las cacerolas y se fue con Halvorsen.
El noruego le habló mirando a la cubierta, en ningún momento a los ojos.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó.
Una pregunta que ella no había tenido ni fuerzas ni valor para hacerse. ¿Qué podía hacer? ¿Qué elección tenía?
Le respondió con sinceridad, no lo sabía.
—Yo te ayudaré —le dijo—. Que lo sepas. Si es que puedo.
Halvorsen no aguardó su reacción. Se dio media vuelta y se esfumó hacia proa. Hanna pensó en lo que le había dicho, y comprendió que su marido le había pedido que le ofreciera ayuda cuando fue consciente de lo enfermo que estaba.
Era Lundmark quien hablaba a través de la voz de Halvorsen. Una voz desde las profundidades. Una voz que sabía imitar las voces de otros.
Atracaron en el muelle de una ciudad africana llamada Lourenço Marques. Era pequeña y estaba despoblada, y recordaba tal vez a Argel, con sus fachadas blancas y las casas encaramadas a la loma. En la cima de una colina había un hotel también blanco. Resultaba imposible pronunciar el nombre de la ciudad, de ahí que los tripulantes la llamasen
Loco
, que, según Hanna recordaba, significaba «loco» en portugués.
Halvorsen había estado allí con anterioridad. Le aconsejó a Hanna que no durmiese con el ojo de buey abierto, pues había mosquitos portadores de la temible malaria. Por la misma razón, tampoco debía salir en manga corta por la noche aunque hiciese calor.
Se ofreció a llevarla consigo a tierra. Podían pasear por la ciudad, quizá detenerse en alguno de los numerosos restaurantes y degustar el pescado asado, las gambas fritas o la langosta, que no podía compararse con la de ningún otro lugar del mundo.
Pero ella declinó la invitación. Aún no estaba preparada para andar en compañía de otro hombre, aunque Halvorsen sólo estaba mirando por ella. Hanna se quedó a bordo y pensó que, dos días más tarde, zarparían rumbo al este, surcando el mar inmenso que separaba el continente africano de Australia.
Una noche, Lundmark le contó entre susurros, mientras estaban tumbados en el angosto catre, que quienes viajaban por mar hasta Australia se topaban a veces con icebergs; que a pesar de que navegaban por latitudes templadas, aquellas montañas de hielo, grandes como castillos recubiertos de mármol, podían llegar flotando muy al norte antes de que el calor las derritiese. El capitán Svartman se lo había contado a él, y el capitán sólo decía la verdad.
Hanna se encontraba en cubierta y, apoyada en la borda, contemplaba cómo los porteadores africanos cubiertos de andrajos cargaban provisiones bajo la mirada vigilante del capitán Svartman. Un hombre blanco, con barba y bronceado, que vestía un traje color caqui acuciaba a los porteadores. Hanna pensó que movía las manos como si hiciese restallar un látigo invisible contra sus hombros. Los hombres que acarreaban las mercancías eran delgados, temerosos. De vez en cuando, la mirada de Hanna se cruzaba con la suya, breve e inquieta.
En algún momento vio algo más: ira, odio quizá. No estaba segura. El hombre blanco hablaba con voz chillona, como si detestase lo que hacía o como si sólo quisiera acabar de una vez.
En un par de ocasiones, cuando vio vacía la pasarela, pensó que, después de todo, bien podría bajar a tierra, al muelle, para pisar suelo africano al menos una vez.
Pero nunca llegó tan lejos. La borda seguía constituyendo una frontera invisible para ella.
El calor la mantuvo despierta la primera noche. Halvorsen le había dicho que podía dejar el ojo de buey abierto si lo cubría cuidadosamente con un fino retazo de algodón. Y le dio un trozo de tela que le había comprado cuando bajó a tierra.
Ahora Hanna yacía en el camarote oyendo las cigarras y, a lo lejos, los tambores y quizás algo que sonaba como un canto o como los gritos de un ave nocturna.
Aquel calor denso era tan sofocante que se vistió y salió a cubierta. Había un marinero haciendo guardia junto a la pasarela, cuyo paso cortaba durante la noche un cabo grueso. Hanna se dirigió a la proa del barco y se sentó sobre un cabrestante.
Estaba rodeada de oscuridad, salvo por el farol de posición que había junto a la pasarela. Abajo, en el muelle, ardía una hoguera. A su alrededor había sentados varios hombres cuyos rostros iluminaban las llamas. Hanna se estremeció, aunque ignoraba por qué. Quizá por miedo, quizá por todo aquel dolor vivo que le crecía dentro.
Se quedó sentada en el cabrestante hasta que la venció el sueño. Un mosquito le picó en la mano y la despertó. Lo espantó y pensó que, llegado el caso, nada podría hacer contra la muerte.
El día siguiente, el último que pasarían en Lourenço Marques, le preguntó a Halvorsen cómo se llamaba el país en que se encontraban.
—África Oriental Portuguesa —le respondió dudoso—. Si es que un país africano puede llamarse así.
Halvorsen meneó la cabeza con una mueca.
—Esclavitud —añadió—. Los negros son esclavos. Así de sencillo. Creo que jamás he visto tanta brutalidad como aquí. Y siempre en personas blancas, como tú y como yo.
Una vez más, meneó la cabeza antes de alejarse.
Hanna detectó su desprecio. Del mismo modo en que había visto la ira en los ojos de los hombres negros, y quizá también un sentimiento idéntico al de Halvorsen.
Y aquel último día acogieron a bordo a los misioneros suecos. El capitán Svartman los recibió en la pasarela poco antes de las once de la mañana. Dos mujeres con falda larga y salacot y un hombre grueso de baja estatura con un pie tullido. Hanna se detuvo a observar a los desconocidos. El capitán Svartman les entregó un saco repleto de cartas y los invitó a pasar a su camarote.
Halvorsen le había contado que tenían la misión en el interior, en un lugar llamado Phalaborwa, lejos de la costa. Seguramente habían viajado hasta allí en un carro tirado por bueyes y les habría llevado más de una semana llegar a Lourenço Marques.
—Lo más probable es que el capitán Svartman les enviara un telegrama desde Argel —explicó Halvorsen—. De modo que sabían aproximadamente cuándo llegaríamos.
Hanna había estado lavando ropa y se disponía a tenderla a secar en una de las cuerdas que los grumetes le tensaban cuando lo necesitaba. De repente se dio cuenta de que tenía a su lado a una de las desconocidas.
Era una mujer pálida, de una delgadez extrema. Tenía una pequeña cicatriz que le cruzaba la aleta de la nariz, los ojos apagados, azules, y los labios finos. Rondaría los cuarenta, tal vez menos.
A Hanna le dio la impresión de que estaba enferma. La mujer le dijo que se llamaba Agnes.
—El capitán Svartman nos lo ha contado —dijo la mujer—. Nos ha dicho que tu marido acaba de fallecer. ¿Quieres que recemos juntas?
Hanna llevaba en las manos unas sábanas recién lavadas. ¿Pretendía que se arrodillaran allí mismo, en la cubierta? La sola idea la horrorizaba.
—Si quieres, te ayudo —dijo Agnes.
Tenía la voz dulce. Entre los tripulantes había un hombre que hablaba el mismo dialecto que ella, un marinero llamado Brodin, natural de los bosques de Värmland. ¿De verdad que aquella mujer que tenía delante era de Värmland?
Echó una ojeada a la mano izquierda de la desconocida. No llevaba anillo. O sea, que estaba soltera. Y quería ayudarle. Pero ¿cómo? Lo único que Hanna deseaba era recuperar a su marido muerto, que ahora se hallaba a mil novecientos treinta y cinco metros de profundidad y que no regresaría jamás.
—Gracias —musitó—. Pero no necesito ayuda.
Agnes la observó pensativa. Luego asintió sin más y le tomó la mano.
—Rogaré por ti, porque tu inmenso dolor halle consuelo —le dijo.
Hanna se quedó mirando cómo los misioneros dejaban el barco con el saco lleno de correspondencia antes de desaparecer en la ciudad. Los siguió con la mirada hasta que perdió de vista al último de ellos, el hombre del pie tullido.
De repente se le encendió por dentro un deseo súbito de echar a correr tras ellos, de seguirlos tan lejos del mar como fuera posible. Pero aún persistía algo invisible que le cerraba la pasarela. Estaba ligada a la embarcación del capitán Svartman.
La embarcación de su marido muerto.
Lo que sucedió después y, sobre todo, el porqué de que sucediera es algo que Hanna jamás logró explicarse. La decisión que tomó a última hora de aquella noche, después de que los misioneros abandonaran el barco, le resultó insondable mientras vivió. Se desnudó y se acostó, el calor seguía igual de aplastante, ni la menor brisa agitaba el trozo de lino que cubría el ojo de buey abierto. Ya se había dormido cuando, súbitamente, algo la arrancó del sueño y se vio sentada en el catre. La idea que tenía en la cabeza era nítida y dominaba su conciencia.