Un ángel impuro (11 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

BOOK: Un ángel impuro
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El
senhor
Vaz se detuvo ante un restaurante sumido en sombras. Hanna creyó distinguir la palabra
morte
en el rótulo, pero se dijo que debía de ser un error. Un restaurante del barrio alegre no podía llevar un nombre que incluyese la palabra muerte.

Sin embargo, Hanna estaba segura. Ésa era la palabra que había visto, «muerte». Una de las primeras que aprendió en el diccionario de Forsman.

Tomaron pescado asado en una hoguera. El
senhor
Vaz quería invitarla con vino, pero Hanna negó con la cabeza y él no insistió. Se comportaba de un modo sumamente amable, le hizo algunas preguntas sobre cómo se encontraba y parecía tener interés en que ella estuviese a gusto.

No obstante, algo en su modo de conducirse la hacía estar alerta, quizá suspicaz. Hanna iba contestando como podía a sus preguntas, pero tenía la sensación de haber cerrado las puertas de sus aposentos interiores, y además de haberlas cerrado con llave.

Hacia el final de la cena, él le contó que al día siguiente iría al hotel una enfermera que se quedaría todo el tiempo que Hanna necesitara. Ella trató de protestar. Ya contaba con toda la ayuda que precisaba, de Laurinda y de Felicia. Pero el
senhor
Vaz ya lo tenía decidido.

—Necesitas una enfermera blanca —aseguró—. En los negros no se puede confiar. Aunque parezca que tienen buenas intenciones, pueden estar envenenándote.

Hanna se quedó muda. ¿Lo había oído bien? No creía las palabras de aquel hombre. Al mismo tiempo, se le ocurrió que en una mujer blanca hallaría otro tipo de compañía.

Regresaron al hotel recorriendo despacio la noche. El
senhor
Vaz la agarró de pronto del brazo con toda normalidad. Ella no se apartó.

De regreso en el hotel, le hizo una reverencia al pie de la escalera que conducía al piso de arriba. Pese a que ya era tarde, la mayoría de las prostitutas fumaban ociosas en las sillas o charlaban en voz baja. No era una buena noche, comprendió Hanna, y pensó con malestar en lo que solía ocurrir detrás de aquellas puertas cerradas.

Hanna buscó a Felicia con la mirada, pero no la vio. Sin embargo, cuando ya iba a medio camino por la escalera, Felicia salió de su habitación junto con un hombre blanco de frondosa barba y una barriga inmensa. A Hanna le resultó de lo más desagradable. Felicia se apresuró a entrar de nuevo y cerró la puerta. Pero antes, su mirada se cruzó con la de Hanna.

Muy brevemente, como si, pese a todo, hubieran podido intercambiar una información importante.

Al mismo tiempo, Hanna vio a
Carlos
,el chimpancé disfrazado, junto al piano, con un puro en la mano. El mono miraba a su alrededor lleno de curiosidad. En aquel instante, parecía el ser más vivo de cuantos se encontraban en lo que se suponía era la casa de la alegría.

28

Al día siguiente, una mujer blanca con expresión serena apareció ante su puerta. Se llamaba Ana Dolores, sólo hablaba portugués y algunas palabras y frases en la lengua local, el
shangana
. Pero la mujer hablaba claro y despacio, de modo que a Hanna le costaba menos entenderla a ella que a Felicia o al
senhor
Vaz.

Tras la llegada de Ana Dolores, comprendió mejor la afirmación del
senhor
Vaz de que los negros eran unos mentirosos. Ana Dolores era de la misma opinión y estaba más convencida si cabe. Se convirtió en la guía de Hanna por un mundo que parecía entretejido exclusivamente de mentiras.

Habían llamado a Ana Dolores porque el
senhor
Vaz se convenció de que ni el doctor Garibaldi ni las sirvientas negras serían capaces de conseguir que Hanna se recuperase del todo. Al día siguiente de su conversación con Felicia, el
senhor
Vaz contrató un
rickshaw
y se dirigió pendiente arriba hasta el hospital Pombal. Una vez allí, habló con el
senhor
Vasconselous, que se encargaba de administrar hasta el último detalle del hospital, pese a que estaba más sordo que una tapia y sólo veía con el ojo izquierdo.

Durante muchos años, Vasconselous había acudido fielmente cada tres semanas a O Paraiso. A su mujer le hablaba de las prolongadas y complejas partidas de ajedrez a las que se entregaba en compañía de su amigo Vaz. Ella no tenía por qué saber que su marido apenas conocía los movimientos de las piezas por los cuadros del tablero. La única dama cuyos servicios le interesaban en aquellas visitas era la hermosa Belinda Bonita, que ya había empezado a envejecer, pero que precisamente por su madurez atraía a ciertos clientes que no podían ni pensar en acostarse con las más jóvenes.

El
senhor
Vaz le expuso a Vasconselous la situación tal cual: una mujer blanca se había presentado inesperadamente en O Paraiso. A fin de que el hombre que tenía al otro lado de la mesa comprendiese lo que le decía pese a su sordera, le escribió el mensaje con letras grandes en uno de los blocs de folios amarillentos y con rayas que el viejo administrador siempre tenía a mano.

El motivo de la visita era sencillo: el
senhor
Vaz necesitaba una enfermera de confianza que pudiera trabajar en su establecimiento mientras la mujer blanca precisara atención sanitaria. Subrayó que debía tratarse de una mujer de cierta edad que nunca llevase otra prenda que el uniforme de enfermera. No quería arriesgarse a que alguno de los clientes que frecuentaban O Paraiso pensara que había aterrizado la primera puta blanca de la ciudad. Una mujer que, además, podría ofrecer identidades juguetonas y atractivas como, por ejemplo, la de enfermera.

O, mejor dicho, la segunda prostituta blanca de la ciudad. Nadie de por allí y mucho menos el
senhor
Vaz sabía si era una leyenda o si sucedió en realidad, pero circulaba la historia acerca de una mujer blanca que engatusaba a los hombres y se los llevaba a uno de los oscuros callejones que se alejaban de la iluminada
rua
Bagamoio. Nadie sabía de dónde había salido, aunque tampoco se sabía a ciencia cierta si existía de verdad. Pero, de vez en cuando, un hombre medio desnudo salía tambaleándose de aquellas callejas tenebrosas con alguna historia que contar sobre la hermosa mujer blanca que dominaba destrezas al parecer desconocidas para las mujeres negras.

El
senhor
Vaz jamás dio crédito a tales cuentos, pues estaba convencido de que en el mundo negro la mentira vivía con más fuerza que la verdad. En la mentira se hallaban alojados también la superstición y el miedo, la falsedad y el servilismo. Desde el día en que puso el pie en Lourenço Marques, supo que los negros nunca eran de fiar. Sin los señores blancos, seguirían viviendo según unas costumbres que los europeos habían abandonado siglos atrás.

El
senhor
Vaz era un defensor a ultranza de la creencia en la misión civilizadora de la raza blanca en el continente africano. Claro que eso no significaba que él tratase mal a las mujeres de su burdel. Bien era verdad que sabía repartir bofetadas cuando no se sentía satisfecho, pero jamás permitió que derivase en maltrato prolongado.

Tras reflexionar sobre las palabras de su amigo, el
senhor
Vasconselous tocó un timbre. Su secretaria, una mujer muy obesa que el
senhor
Vaz reconoció de la catedral, donde siempre la veía en el oficio dominical, entró en la habitación y se marchó enseguida con la orden de ir a buscar a la enfermera Ana Dolores, que trabajaba en la sección del hospital en que cuidaban a los enfermos mentales.

El
senhor
Vaz se quedó un tanto pensativo al oír aquello y se preguntó si su amigo Vasconselous no lo habría malinterpretado. No se trataba de cuidar a una mujer blanca que estuviera loca. La mujer se había presentado en el hotel, había pagado una serie de noches por adelantado y luego empezó a sangrar de repente. La hemorragia había cesado, pero aún estaba extenuada y necesitaba atención y cuidados.

Vaz escribió esto último a toda prisa, con caligrafía infantil en letra de imprenta. El
senhor
Vasconselous leyó el mensaje con el ojo miope y escribió a su vez
«si, entendo
», antes de encender el puro que tenía apagado.

Ana Dolores era muy delgada, con las facciones muy definidas y la cara marcada por una amargura indefinible. El
senhor
Vaz dudó en cuanto la mujer entró en la habitación y le explicaron cuál sería su cometido.

Para él era tan importante que no espantase a los clientes como que cuidase bien a la mujer blanca que yacía en la cama de la habitación número 4. En cualquier caso, enseguida resolvió que debía confiar en la propuesta de su amigo.

Acordaron un salario, se estrecharon la mano y decidieron que empezaría aquella misma noche. Si Ana Dolores conocía o no O Paraiso, no lo dejó traslucir en la expresión de su rostro. Sin embargo,
rua
Bagamoio era la calle de putas más conocida de todo el sur de África, y eso seguro que sí lo sabía. Vaz, que tenía una vaga idea de lo que ganaba una enfermera, no dudó en doblar la cantidad con objeto de que la mujer no rechazara la oferta por razones económicas. Por si fuera poco, le prometió la habitación número 2, la más amplia de todas, casi como una suite pequeña, una habitación situada en una esquina del edificio, con alcoba y un gran ventanal que, por encima de los tejados de las casas, daba al puerto y a la península de Katembe.

Así fue como Hanna conoció a Ana Dolores. Cuando se despertó a la mañana siguiente ya no vio a Felicia sentada en el sillón de mimbre junto a la ventana, ni a Laurinda, que solía llevarle la bandeja con paso silencioso, sino a una enfermera vestida de blanco que, de pie en medio de la habitación, la miraba fijamente. Sin mediar palabra, le cogió la muñeca y le tomó el pulso. Después, sin dejar ver si estaba o no satisfecha, se inclinó sobre Hanna, tiró de los párpados inferiores hacia abajo y examinó las pupilas. Hanna notó que aquella enfermera desconocida olía a una fruta o a una flor que no le eran familiares. Tras examinar los ojos, Ana Dolores retiró bruscamente la fina manta y le descubrió los genitales. Actuó con tal celeridad que Hanna no tuvo tiempo de hacer amago de cubrirse siquiera. Levantó una mano, pero la enfermera se la apartó como si de un insecto se tratara, y le separó las piernas. La observó sin pronunciar una palabra, largo rato, con gesto meditabundo. Luego volvió a cubrirla con la manta y salió de la habitación.

Entonces entró Laurinda con la bandeja del té. Llevaba una blusa fina de algodón blanco y una
capulana
de vivos colores anudada en la cadera.

Hanna alzó la mano y señaló la puerta. Intentó describir con la mano en el aire la figura de la desconocida que acababa de salir.

Laurinda la entendió.

— Dona
Ana Dolores —dijo.

Hanna creyó advertir un ápice de temor en la voz de Laurinda al pronunciar el nombre de la enfermera.

Aunque, naturalmente, no podía estar segura. Ni de eso ni de casi ninguna otra cosa.

29

Hanna sufrió una infección repentina acompañada de fiebres prolongadas. Dos meses la estuvo cuidando Ana Dolores. A aquella sensación primera de haberse recuperado sucedió un periodo en el que casi se sentía paralizada por un cansancio inmenso. Y durante ese tiempo, Ana Dolores le enseñó a hablar portugués de verdad. Aprovechaban para practicar en los momentos en que Hanna no se encontraba agotada.

Pero durante aquella época Hanna también aprendió a tratar, como la mujer blanca que era, a todos los negros que trabajaban en el hotel. El mismo hotel que, ante todo, era un prostíbulo para hombres blancos que estaban de paso en la ciudad portuaria. En un principio, Hanna pensó que era muy desagradable advertir el desprecio evidente, la superioridad amarga que marcaba todo lo que hacía Ana Dolores en relación con las mujeres negras que entraban en la habitación. Pero, aun sin quererlo, cada vez reaccionaba menos a lo que decía Ana Dolores.

Cuando Hanna se recuperó lo bastante para poder dejar la cama y dar paseos cada vez más largos por la ciudad, aunque siempre en compañía de Ana Dolores, comprendió que la conducta de la enfermera era siempre la misma: en la calle, en el parque, en cualquiera de las largas playas o en un comercio, no sólo entre las cuatro paredes de O Paraiso.

Ana Dolores consideraba una obviedad pensar que los negros eran seres inferiores. Para Hanna fue como evocar recuerdos del tiempo que pasó en la casa de Forsman. Aunque, como Berta le explicó, él trataba al servicio mejor que la mayoría, también Forsman demostraba cierto desprecio hacia aquellos que estaban por debajo. No sólo en su casa, sino también fuera, en la calle. Al ver que Hanna protestaba y se ponía a sí misma como ejemplo de la bondad de Forsman, Berta insistía en que no siempre era así. Hanna también había notado en varias ocasiones que Forsman podía conducirse de un modo humillante con los necesitados que se encontraba por el camino.

Ana Dolores le explicó:

—Los negros sólo son sombras nuestras. No tienen color. Dios los hizo negros para que no tuviéramos que verlos en la oscuridad. Y para que tampoco olvidáramos de dónde vienen.

Aunque Hanna terminó acostumbrándose, le disgustaba el comportamiento de Ana Dolores. Cuando atizaba un golpe a la mujer negra que no se apartaba de su camino, o cuando no dudaba en abofetear a un niño que intentaba venderle unos plátanos en la calle, Hanna sólo pensaba en salir huyendo de allí. Como si formara parte de los cuidados que debía dispensarle a Hanna, Ana Dolores le hablaba todo el tiempo de la inferioridad de los negros, de su falsedad, de la impureza de su cuerpo y de su alma. La oposición de Hanna fue menguando. Fue asumiendo lo que oía, como si, pese a todo, encerrara una verdad. Comprendió que existía una diferencia decisiva con la vida que llevó en la casa de Forsman. Entonces ella pertenecía a los trabajadores más pobres, era uno de los criados. Aquí, en virtud del color de su piel, se hallaba en una posición totalmente distinta, por encima de los negros. Aquí era ella quien decidía, quien tenía derecho a dar órdenes y a imponer castigos con el beneplácito divino. Aquí, ella era el equivalente de Jonathan Forsman. Pese a ser una simple cocinera que había abandonado su puesto.

Un día, al final del largo periodo durante el cual se prolongaron los cuidados de Ana Dolores, dieron un paseo por el pequeño jardín botánico que se extendía a varias manzanas de
rua
Bagamoio, junto a la colina en la que estaban levantando una catedral blanquísima. Ambas se protegían del sol con la sombrilla. Hacía mucho calor y buscaron la sombra del parque para refrescarse. De la verja de hierro que daba acceso al parque colgaban unos letreros en los que se leía que los bancos eran sólo para los blancos. El texto estaba redactado en un tono tan amenazador que los negros, aunque tenían derecho a pasear por el parque, procuraban no acercarse a los senderos de arena. Ahora no había allí más que jardineros medio desnudos que retiraban las malas hierbas, siempre preparados para la aparición de alguna serpiente venenosa entre las hojas caídas.

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