La tarde que Ana Dolores y Hanna fueron a pasear por el parque, casi todos los bancos estaban ocupados. Había funcionarios de las distintas oficinas coloniales, madres cuyas hijas jugaban a la rayuela y niños que corrían detrás del aro.
Ana Dolores se detuvo de pronto. Un hombre negro de cierta edad dormía en el banco que tenía delante. Hanna alcanzó a advertir la ira en la expresión de la cara de Ana antes de empezar a golpearlo en el hombro. El hombre se despertó despacio, miró inquisitivo a las dos mujeres y se preparó para echarse a dormir de nuevo.
No era la primera vez en su vida que Hanna veía a un anciano abrir los ojos de aquel modo lento. Ya lo vivió cuando ella y Jukka entraron en la habitación donde se alojaba el viejo inquilino de sus parientes. Igual que aquel anciano, el hombre negro del parque apenas tenía idea de dónde se encontraba. Parecía hambriento, de una escualidez rayana en la deshidratación, y estaba en los huesos.
Antes de que Hanna lograse reaccionar, Ana Dolores agarró al hombre, lo levantó como si de una muñeca de trapo se tratara y, tras propinarle una buena bofetada, lo mandó a una plantación de rododendros en flor. Allí se quedó el anciano, mientras Ana Dolores limpiaba el banco con un pañuelo antes de indicarle a Hanna que podía sentarse.
En el parque se hizo un breve silencio. Habían dejado de rodar los aros, las señoras enmudecieron sentadas en los bancos; los jardineros, medio desnudos, dejaron de mover sus cuerpos sudorosos entre los arbustos. Después, cuando todo volvió a la normalidad, Hanna se preguntó si el silencio sería consecuencia de lo que había ocurrido o presagio de lo que estaba por suceder.
¿Acaso iba a suceder algo?
Hanna miró de soslayo a Ana Dolores, que se abanicaba despacio la cara con una mano mientras con la otra sujetaba la sombrilla. Hanna contempló cuanto la rodeaba. El anciano seguía tendido entre los arbustos en flor. Sin moverse.
«No lo comprendo», se dijo. «Detrás del banco en el que estoy cómodamente sentada yace un anciano al que acaban de golpear y nadie hace nada por él, ni siquiera yo».
Ignoraba cuánto tiempo estuvieron sentadas en el banco, pero para cuando Ana Dolores consideró que ya era hora de regresar a O Paraiso, el anciano había desaparecido. Tal vez se hubiese ocultado en la profundidad de los arbustos, escondido con las serpientes que tanto temían todos.
Varios días más tarde se produjo un suceso que la conmovió profundamente y que la indujo a plantearse en serio qué le estaba ocurriendo. Mientras le servía el té del desayuno, a Laurinda se le cayó un plato, que se hizo añicos al estrellarse contra el suelo de piedra. Hanna, que estaba peinándose delante del espejo, se volvió rápidamente y le estampó a Laurinda una bofetada. Luego le señaló los fragmentos y le dijo que los recogiese.
Laurinda se arrodilló para recoger los restos de porcelana. Entretanto, Hanna permaneció sentada en el borde de la cama, a la espera de que el té se enfriase lo bastante para poder beberlo sin quemarse.
Laurinda se levantó y Hanna se irritó al verla.
—¿Quién ha dicho que podías levantarte e irte? —preguntó—. En el suelo aún hay esquirlas.
Laurinda volvió a arrodillarse. Hanna era incapaz de leerle en la cara lo que pensaba y eso la enfurecía. ¿Tendría miedo de que Hanna la castigase? ¿O sentiría sólo indiferencia o incluso desprecio por aquella mujer blanca cuya vida ella había contribuido a salvar?
Los ojos de Laurinda eran muy claros, relucientes, con una suerte de brillo interior que Hanna nunca creyó advertir en los ojos de los hombres blancos.
—Puedes irte —le dijo—. Pero quiero saber cuándo sales y cuando entras. Y quiero que lleves los pies calzados cuando vengas a atenderme.
Laurinda se levantó y se perdió en la oscuridad. De alguna manera, conseguía hacer resonar como tacones los talones desnudos. Hanna se figuró que se encaminaba a la cocina para comer lo que el cocinero Mandrillo estuviese preparando en sus marmitas.
Hanna se quedó sentada en la penumbra. Las sombras danzaban en torno al candil. Intentó recrear la imagen de la casa del río. Elin, los hermanos, el agua ocre y limpia de los veneros de la montaña.
Pero no vio nada. Era como si tuviese ante sí una membrana imposible de penetrar.
Sentía arrepentimiento por el modo en que había tratado a Laurinda. La asustaba la facilidad con que había sido capaz de humillar a aquella buena mujer. Estaba avergonzada.
Aquella noche durmió un sueño inquieto. Al día siguiente, el chimpancé apareció en su habitación. En una bandeja de plata llevaba una flor de jacarandá que le enviaba el
senhor
Vaz. Nada había escrito en la nota, salvo su nombre.
La flor azul del jacarandá aún seguía viva, flotando en un cuenco de agua, cuando sucedió algo que vino a cambiar la vida de Hanna, una vez más.
Era muy temprano aquella mañana en que bajaba la escalera, por fin recuperada aunque aún triste por la muerte de Lundmark, que la atormentaba sin cesar.
Un hombre blanco descalzo y con la camisa desabotonada, aunque tocado con un sombrero, dormía en un sofá. Las mujeres que trabajaban en el burdel habían desaparecido, dormían en sus habitaciones, solas o con clientes que habían comprado su tiempo.
Carlos
, el chimpancé, era el único que estaba despierto. Se había encaramado a la lámpara del techo, en donde se balanceaba despacio a un lado y a otro mientras seguía vigilante los movimientos de Hanna.
Tampoco se veía al
senhor
Vaz. Pese a que las persianas estaban subidas y las ventanas abiertas, Hanna percibió a su alrededor un olor rancio a puros habanos y a alcohol. El hombre negro que vigilaba el portón dormitaba fuera a la sombra.
Hanna se colocó ante la puerta abierta que daba a la calle, con sigilo, para no despertar al guarda durmiente. Unos hombres negros que tiraban de un carro cargado con depósitos de letrinas se detuvieron al verla y se la quedaron mirando. Hanna se apresuró a entrar de nuevo. Cuando oyó el traqueteo del carro que se alejaba, volvió a la puerta. Se repitió la misma escena, aunque ahora con dos hombres blancos que llevaban sombrero de paja y maletín de piel y que se pararon en seco para observarla. Por segunda vez, Hanna se alejó de la puerta.
¿Tendría algo raro su indumentaria? Se puso ante uno de los numerosos espejos altos que colgaban de las paredes. Iba vestida de blanco, llevaba un pañuelo marrón sobre los hombros y tenía el pelo, como de costumbre, recogido en un moño bajo. Comprobó que había adelgazado mucho, que estaba muy pálida. Por primera vez en la vida lucía la misma piel de su madre, blanca como la leche. Pero tenía las facciones de su padre. Era a él a quien veía al mirarse en el espejo. Era como si se le estuviera acercando hasta que, al final, lo tuviese allí mismo, con la cara al lado de la suya.
La idea la entristeció, y se habría echado a llorar de no ser porque, en aquel preciso momento, se abrió una puerta a sus espaldas. Al volverse vio entrar en la habitación a un hombre jorobado, de baja estatura, casi parecía un enano. El hombrecillo andaba cojeando y, a cada paso que daba, se le encogía el cuello. Hanna cayó en la cuenta de que se trataba del afinador de pianos, al que hasta aquel instante sólo había visto sentado ante el instrumento. Iba caminando con cuidado por entre las sillas y los sofás. Se detuvo un segundo al tropezar con el pie desnudo del que dormía, antes de llegar al piano. Una vez allí, se sentó, levantó la tapa y acarició las teclas con las manos, como si estuviera acariciando la piel de una mujer o la de un niño. Hanna lo observaba inmóvil, recordó el piano de Forsman y pensó de repente que volvería a casa tan pronto como le fuera posible. Aquél no era su hogar y jamás llegaría a serlo.
De pronto, el hombre del piano se volvió hacia ella.
Dijo algo que Hanna no comprendió y, al ver que no contestaba, se lo repitió.
Entonces, Hanna empezó a hablarle en sueco. El silencio no era ningún idioma. Le explicó quién era, le dijo su nombre y le habló del barco en el que había llegado y del que luego decidió huir.
Hablaba sin cesar, como si temiera que alguien viniese a interrumpirla. El hombre del piano no se movía.
Cuando Hanna guardó silencio, él asintió despacio. Como si hubiera entendido lo que acababa de contarle.
Se volvió de nuevo hacia el piano, sacó del bolsillo la llave de afinar y empezó tecla a tecla. Hanna tuvo la sensación de que trataba de hacerla con el mayor sigilo posible, para no despertar a quienes aún dormían.
El hombre que yacía en el sofá se incorporó adormilado, pero se sobresaltó al ver a Hanna y se quedó mirándola sin dar crédito. Luego intentó hablar con ella. Hanna meneó la cabeza y se encaminó a la escalera para volver a su habitación. Una vez allí, se sentó en la cama, sacó las libras esterlinas que llevaba en las enaguas y las contó. Comprendió que la suma que le quedaba bastaría para regresar a Suecia. Tal vez ni siquiera tendría que trabajar, sino que podría viajar en algún barco como un pasajero más.
Oyó unos golpecitos en la puerta. Hanna se apresuró a recoger los billetes y los escondió bajo el almohadón. Cuando se repitieron los golpes, se levantó y fue a abrir la puerta. Pensaba que sería Laurinda, que ya le traía el té, pero quien aguardaba al otro lado era el hombre que había visto tumbado en el sofá. Aún llevaba el sombrero y seguía descalzo. Tenía la camisa abierta y le colgaba la barriga por encima de la cinturilla del pantalón. Sostenía en la mano una botella de coñac. El hombre le sonrió y empezó a hablarle en voz baja, como si quisiera congraciarse con un perro asustado. Hanna ya estaba a punto de cerrar la puerta cuando el hombre se lo impidió interponiendo un pie. Acto seguido le dio un empujón, de modo que Hanna cayó boca arriba sobre la cama. El hombre cerró la puerta, dejó la botella en la mesa y sacó unos billetes del bolsillo. Ella estaba a punto de incorporarse de la cama cuando el tipo le rugió algo y volvió a tumbarla de un empujón. Dejó los billetes en la mesa, le arrancó la blusa y empezó a subirle la falda. Al ver que Hanna oponía resistencia, le propinó una sonora bofetada. Ella seguía sin entender lo que le decía, pero sí comprendía lo que estaba sucediendo. Logró soltarse y alcanzar la botella que el hombre había dejado sobre la mesa y le asestó tal golpe en el brazo que la botella se quebró, mientras ella pedía ayuda a gritos.
El golpe y el alboroto subsiguiente hicieron dudar al hombre. Soltó a Hanna y se quedó mirándola. Oyeron unos pasos y se abrió la puerta.
Era el
senhor
Vaz, ataviado con una bata de seda roja. Llevaba en los hombros a
Carlos
, que se abalanzó sobre el desconocido. De un fuerte mordisco en la mejilla vencería al hombre.
El
senhor
Vaz iba sin peinar. Los gritos de Hanna debieron de arrancarlo del sueño, pero, aunque estaba adormilado, comprendió enseguida qué ocurría. El hombre, un bóer llamado Fredrik Prinsloo, que yacía en el suelo medio desnudo, con las uñas de los pies largas y retorcidas como las de un gato, llevaba años causando problemas cada vez que visitaba O Paraiso. Ahora se debatía en un intento desesperado por zafarse del mono, que le arañaba y le destrozaba la ropa.
El
senhor
Vaz gritó una orden.
Carlos
soltó enseguida al tipo y se plantó de un salto en la cama de Hanna. Llevaba en la mano un pañuelo que había logrado arrebatarle a Prinsloo, quien ahora sangraba en el suelo.
Fredrik Prinsloo pertenecía a una de las primeras familias que en su día emigraron de Europa a Ciudad del Cabo. Se había convertido en un gran terrateniente de la provincia de Transvaal y, además, se había especializado en organizar safaris para cazadores americanos adinerados. Entre sus clientes se encontraba el entonces presidente Theodore Roosevelt, un pésimo tirador que, a pesar de todo, lograba abatir con la ayuda discreta de Prinsloo una cantidad infinita de búfalos, leones, leopardos y jirafas.
El
senhor
Vaz había oído hasta la saciedad la historia del presidente americano, en las muchas conversaciones que se había visto obligado a mantener con Prinsloo. Pero pese a los alardes del bóer, no podía tratarlo de forma irrespetuosa. Prinsloo no era sólo un cliente habitual, sino que, por si fuera poco, recomendaba a sus amigos que visitaran precisamente el establecimiento de Vaz siempre que sintieran el deseo de ejercitarse en las prácticas eróticas con mujeres negras. Puesto que el
senhor
Vaz sabía que el bóer siempre acababa en trifulcas con otros clientes, recurría a un truco cada vez que Prinsloo anunciaba una de sus visitas: sacaba un letrero que colgaba en la puerta y en el que podía leerse que el local estaba cerrado por una «celebración privada». Lo cual no significaba ni más ni menos que el
senhor
Vaz controlaba y limitaba personalmente el número de clientes de aquella noche.
A propósito de esas celebraciones circulaban por las calles de la ciudad rumores terribles sobre orgías sin igual en las que los parroquianos se entregaban a actividades que ninguna persona decente podía imaginar siquiera. El
senhor
Vaz conocía aquellas fábulas a la perfección y sabía que generaban en torno a O Paraiso un aura mágica que incrementaba su atractivo y, en consecuencia, sus ingresos.
Sin embargo, también estaba al corriente de que Prinsloo era capaz de tratar a las mujeres negras haciendo gala de una brutalidad extrema. Para un hombre como él, la piel negra era una cáscara que cubría el analfabetismo, la ignorancia y la pereza; pero que, además, equiparase tal desprecio con un odio a ratos incontenible era algo que Vaz no comprendía. ¿Por qué tanto odio? Nadie sentía odio por los animales, a excepción de las serpientes, las cucarachas y las ratas. Después de todo, los negros no tenían colmillos venenosos. Comoquiera que fuese, Vaz había abordado el tema con Prinsloo en alguna ocasión, pero se había retirado rápidamente ante la reacción muda e iracunda del bóer.
Prinsloo era, además, un hombre impredecible. Podía actuar como un ser magnánimo y amable, pero había un punto donde todo en él viraba en otro sentido. Entonces empezaba a tratar a las prostitutas y a la servidumbre con un encono tal que a todos asustaba. El
senhor
Vaz había advertido a sus más fieles servidores que le avisaran de inmediato cuando Prinsloo sufriera uno de aquellos ataques. En varias ocasiones y sin motivo aparente se había puesto a azotar con el látigo a la prostituta negra con la que se estaba acostando en aquel momento. Entonces, el
senhor
Vaz solía intervenir con ayuda del gigantesco vigilante, al que, por alguna razón, habían bautizado con el nombre de Judas. Aunando esfuerzos, lograban apartar de las manos de Prinsloo a la prostituta desnuda y ensangrentada. El bóer jamás oponía resistencia, pero tampoco daba muestras de arrepentimiento. Era como si aquello no fuese con él. Prinsloo no compensaba a la mujer apaleada con ninguna gratificación, y tampoco dudaba en requerir de nuevo sus servicios cuando volvía.