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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (34 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Si las formulaciones de Goldstein acerca de los
idiots savants
y el autismo son generalmente válidas, y si Stephen carece total o relativamente de una disposición para la abstracción, ¿hasta qué punto puede adquirir una identidad, un yo? ¿Cuánta capacidad de conciencia reflexiva es capaz de adquirir? ¿Hasta qué punto puede aprender o estar influenciado por el contacto personal o cultural? ¿Hasta qué punto puede establecer dicho contacto? ¿Hasta qué punto puede desarrollar una sensibilidad o un estilo verdaderos? ¿Hasta qué punto le es posible un desarrollo personal (en oposición al técnico)? ¿Cuáles podrían ser las repercusiones que todo ello tendría en su arte? Éstas y muchas otras cuestiones, que uno encuentra junto con la paradoja de un inmenso talento unido a una mente y una identidad relativamente rudimentarias, se vuelven más nítidas a la luz de las consideraciones de Goldstein.

En octubre de 1991 me encontré con Stephen en San Francisco. Me sorprendió lo mucho que había cambiado desde la última vez que le vi: ahora tenía diecisiete años, era más alto, más apuesto, y su voz más profunda. Le entusiasmaba encontrarse en San Francisco, y no dejaba de describir las escenas que había visto en televisión del terremoto de 1989, en frases cortas, tipo haiku: «Los puentes se partieron. Los coches se aplastaron. El gas explotaba. De las bocas de riego salía agua. Se abrían boquetes. La gente volaba.»

El primer día subimos a lo alto de los Pacific Heights. Stephen comenzó a dibujar Broderick Street, que serpenteaba hasta lo alto de la colina. Miraba vagamente a su alrededor mientras dibujaba, pero lo que más absorbía su atención era su walkman. Nos había preguntado por qué Broderick Street serpenteaba en lugar de subir en línea recta. Era incapaz de decir ni de ver que era a causa de su pendiente, y cuando Margaret le dijo que tenía mucha «pendiente», él simplemente lo repitió, de manera ecolálica. Todavía parecía claramente retrasado o cognitivamente deficiente.

Mientras paseábamos llegamos de pronto ante una encantadora panorámica de la bahía, moteada de barcos, y con Alcatraz como una gema en el medio. Pero, por un momento, yo no «vi» eso, no vi una escena, sino sólo un intrincado mosaico de muchos colores, una masa de sensaciones enormemente abstracta, sin categorizar. ¿Era eso lo que veía Stephen?

El edificio favorito de Stephen en San Francisco es la Pirámide de la Transamérica. Cuando le pregunté por qué, dijo: «Su forma», y a continuación, con aire vacilante: «Es un triángulo, un triángulo isósceles… ¡Me gusta eso!» Me sorprendió el hecho de que Stephen, con su lenguaje a menudo primitivo, utilizara la palabra «isósceles», aunque es típico de los autistas, a veces en la primera infancia, aprender los conceptos y términos geométricos con mucha más facilidad que los sociales y personales.
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Stephen comprende el autismo de una manera muy poco explícita, y eso se descubrió en un inverosímil incidente en Polk Street. Por un extraño azar, se nos puso delante un coche cuya matrícula rezaba «autismo». Se la señalé a Stephen.

—¿Qué dice? —pregunté. Él lo deletreó, laboriosamente:

—A-U-T-I-S-M-0-2.

—Sí —dije—. ¿Y cuál es la palabra?

—U… U… Utismo —tartamudeó.

—Casi, pero no es eso. No es utismo, sino autismo. ¿Qué es autismo?

—Es lo que hay en la matrícula —respondió él, y no pudimos llegar más lejos.

Sin duda se da cuenta de que es distinto, especial. Siente una verdadera pasión por
Rain Man,
y uno sospecha que se identifica con el personaje de Dustin Hoffman, quizá el único héroe autista que se ha retratado jamás con tanto detalle. Stephen tiene toda la banda sonora de la película, y la escucha continuamente en su walkman. De hecho, es capaz de recitar largos fragmentos de diálogo, interpretando todos los papeles, con perfecta entonación. (Su interés por la película y el escucharla constantemente en el casete no le han distraído de su arte —es capaz de dibujar maravillosamente aun cuando su atención parezca estar en otra parte—, pero le ha hecho menos accesible a la conversación y al contacto social.)

Consecuencia de la obsesión de Stephen por
Rain Man
fue su ferviente deseo de visitar Las Vegas. Cuando llegamos allí quiso pasarse todo el tiempo en un casino, al igual que Rain Man, y no, como era normal en él, viendo los edificios de la ciudad. De modo que nos quedamos en la ciudad una sola noche, y luego, en un Lincoln Continental de 1991, atravesamos el desierto rumbo a Arizona. «Él habría preferido un Chevrolet Impala del 72», me dijo Margaret, pero, ante la decepción de Stephen, no había ninguno disponible.

Nos detuvimos en un aparcamiento cerca del Gran Cañón, parte del cual era visible desde allí, aunque la atención de Stephen quedó de inmediato acaparada por los otros coches aparcados. Cuando le pregunté qué pensaba del cañón, dijo:

—Es muy,
muy
bonito, una escena muy bonita.

—¿Qué te recuerda?

—Los edificios, la arquitectura —respondió Stephen.

Encontramos un lugar para que Stephen pudiera dibujar la cara norte del cañón. Comenzó a dibujar, con menos fluidez y seguridad, quizá, que cuando dibujaba un edificio, aunque sin embargo pareció extraer la arquitectura básica de las rocas.

—Eres un genio, Stephen —comentó Margaret.

Stephen asintió, sonrió.

—Sí, sí.

Sabiendo lo mucho que le gustaban a Stephen las vistas aéreas, decidimos volar sobre el Gran Cañón en helicóptero. Stephen estaba excitado e inclinaba la cabeza en todas direcciones mientras volábamos a poca altura sobre el cañón, a ras de la cara norte, y a continuación cada vez más alto hasta obtener una vista de pájaro de todo el cañón. Nuestro piloto no dejaba de hablar de la geología y la historia del cañón, pero Stephen no le hacía caso, y, creo, sólo veía formas: líneas, límites, sombras, colores, perspectivas. Y yo, sentado junto a él, siguiendo su mirada, imaginé que comenzaba a ver a través de sus ojos, renunciando a mi propio conocimiento intelectual de los estratos de roca que había debajo y viéndolos en términos puramente visuales. Stephen carecía de conocimientos o intereses científicos, yo sospechaba que no podía haber comprendido ninguno de los conceptos de geología, y sin embargo, tal era la fuerza de su poder perceptivo, de su comprensión visual, que fue capaz de captar, y posteriormente de dibujar, los rasgos geológicos del cañón con absoluta precisión, y con una selectividad que no se puede obtener en ninguna fotografía. Capturó la atmósfera del cañón, su esencia, al igual que había capturado la esencia del Matisse.

Emprendimos de nuevo la travesía del desierto, y mientras ascendíamos hacia Flagstaff, los saguaros fueron desapareciendo del paisaje: el último, un audaz solitario, se erguía a una altura de nueve metros. El desolado Bradshaw Range, donde en los ochenta se encontró plata y oro, se alzaba a nuestra izquierda. Entramos en una planicie cubierta de chumberas, donde se veía vagar alguna cabeza de ganado. Caballos y burros, y algún antílope berrendo, todavía recorren esas planicies. Los San Francisco Peaks flotaban en lo alto, como enormes barcos, sobre el horizonte.

—Qué bonito paisaje para poner coches en él —observó Stephen. (Anteriormente ya había dibujado un gran Buick verde contra el fondo de Monument Valley.) Su comentario me pareció divertido… pero también escandaloso: ¡delante de una de las vistas más sublimes de todo el planeta, lo único que se le ocurría a Stephen era ponerle un par de coches!

Mientras yo garabateaba, Stephen dibujó los cactus; se había servido de ellos como emblema del Oeste, al igual que se había servido de las góndolas como emblema para Venecia, y de los rascacielos para Nueva York. Un animal, probablemente un conejo, cruzó la carretera a toda velocidad delante de nosotros. Algo en mi interior me impulsó a gritar: «¡Coipo!» Stephen se quedó con la palabra, con su contorno acústico, y la repitió con evidente placer unas cuantas veces.

El viaje a Arizona nos enseñó que Stephen podía dibujar desiertos, cañones, cactus, paisajes naturales, tan misteriosamente como dibujaba edificios y ciudades. Lo más asombroso de todo, quizá, ocurrió una tarde en el Cañón de Chelly, cuando Stephen descendió con un artista navajo, quien le enseñó una posición ventajosa y sagrada desde la que dibujar y le narró los mitos y la historia de su pueblo, cómo habían vivido en el cañón siglos antes. Stephen era indiferente a todo eso, aunque siguió adelante a su manera imperturbable —mirando a un lado y a otro, murmurando y canturreando para sí mismo—, mientras el artista navajo estaba sentado, apenas moviéndose, consagrado al acto de dibujar. Y sin embargo, a pesar de la diferencia de sus actitudes respectivas, el dibujo de Stephen era manifiestamente mejor y parecía (incluso para el artista navajo) comunicar el extraño misterio y lo sagrado del lugar. El propio Stephen parece carecer casi totalmente de sentimientos espirituales; sin embargo había captado, con su ojo y su mano infalibles, la expresión física de lo que nosotros, los demás, llamamos lo «sagrado».

¿Es posible que Stephen, de alguna manera, se impregnara de lo sagrado y lo proyectara en su dibujo, o fuimos nosotros quienes, mirando su dibujo, lo proyectamos? Era frecuente que Margaret y yo disintiéramos respecto de lo que Stephen sentía, al igual que con la música de la boda en el monasterio de Leningrado. Pero allí, en el Cañón de Chelly, nuestros papeles se invirtieron: Margaret creía que Stephen sentía un respeto reverencial ante lo sagrado del lugar, mientras que yo era escéptico. La profunda incertidumbre acerca de lo que Stephen piensa y siente realmente es algo que aparece a cada momento, con todos quienes le conocen.

Yo a veces me preguntaba si la «emoción» o la «respuesta emocional» podían ser radicalmente distintas en Stephen: no menos intensas, aunque un tanto más localizadas que en el resto de nosotros: limitadas al objeto, limitadas a la escena, limitadas al suceso, sin jamás unirse ni extenderse a nada más general, sin convertirse en parte de él. A veces pienso que él capta la cualidad o la atmósfera de los lugares, las personas, las escenas, mediante una especie de simpatía o de mimetismo instantáneo, más que mediante lo que generalmente llamaríamos sensibilidad. De este modo él se haría eco, o reproduciría, o reflejaría, las bellezas del mundo, aun sin tener ningún «sentido estético». En él resonaría la atmósfera «sagrada» del Cañón de Chelly, o del monasterio, a pesar de no poseer sentimiento «religioso» propio.

De vuelta en nuestro hotel de Phoenix, oí sonidos de instrumentos de viento procedentes de la habitación de Stephen, contigua a la mía. Llamé a su puerta y entré: Stephen estaba solo, haciendo copa con las manos en la boca.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté.

—Un clarinete —dijo, y a continuación imitó una tuba, un saxofón, una trompeta, una flauta, todo ello con prodigiosa semejanza.

Regresé a mi habitación, pensando en la capacidad de Stephen para reproducir lo que percibía, sus muchos niveles, y cómo eso dominaba su vida. De niño ya había mostrado ecolalia cuando le hablaban, repitiendo las últimas palabras de lo que los demás decían, y esto todavía ocurría, sobre todo cuando estaba cansado o en regresión. La ecolalia no conlleva ninguna emoción, ni intencionalidad, ni ningún «tono»: es algo puramente automático y puede ocurrir incluso durante el sueño. El «coipo» de Stephen del día anterior era más complejo que eso, pues él había saboreado el sonido, el peculiar énfasis que yo le había dado, pero lo había hecho a su propia manera, como una imitación con variaciones. A continuación, a un nivel aún superior, ahí estaba su reproducción de
Rain Man,
 en la que repetía o representaba todos los papeles: las interacciones, las conversaciones y las voces de todos los personajes. A menudo parecía alimentado y estimulado por ellos, pero en otras ocasiones se le veía dominado, poseído y expropiado por ellos.

Tal «posesión» puede ocurrir a muchos niveles, y también puede verse en personas con síndromes postencefalíticos o con el síndrome de Tourette. En estos casos puede aparecer una imitación automática, el reflejo de una fuerza psicológica de bajo nivel que domina una mente y una personalidad normales. Dicha fuerza puede determinar los aspectos más automáticos de la imitación autista. Pero también puede haber, a niveles superiores, una especie de avidez de identidad: una necesidad de imitar, de copiar, de hacerse pasar por otras personas. En este sentido. Mira Rothenberg a veces ha comparado a los autistas con un cedazo, porque absorben continuamente otras identidades pero son incapaces de retenerlas y asimilarlas. Y sin embargo, señala, tras treinta y cinco años de experiencia todavía cree que en los tas existe un yo real con el que ella puede conectar.

En nuestra última mañana en Phoenix me levanté a las siete y media y vi salir el sol desde el balcón de mi habitación. Oí un alegre «¡Hola, Oliver!»: era Stephen en el balcón contiguo.

«Un día maravilloso», dijo, y a continuación, tomando la cámara amarilla, me sacó una foto y yo le devolví la sonrisa desde mi balcón. Eso me pareció un acto tan personal y amistoso que permanecería en mi memoria, al igual que nuestra despedida de Arizona. Mientras salíamos del hotel, Stephen se volvió hacia los cactus: «¡Adiós, Saguaro! ¡Adiós, Nopal! ¡Adiós, Chumbera, hasta la próxima!»

Aquel viaje puso en evidencia el aspecto paradójico del arte de Stephen, sin sugerirme, sin embargo, ninguna solución. Margaret estaba encantada con la obra de Stephen, y le abrazaba y le decía: «¡Stephen! ¡No sabes lo feliz que me haces! ¡No tienes ni idea de la satisfacción que nos das!» Stephen le ofrecía su sonrisa de mentecato y reía entre dientes, pero Margaret tenía razón. Él proporcionaba satisfacción a los demás por medio de sus dibujos, aun cuando no estuviera claro que éstos se vincularan con ninguna emoción en su interior, como no fuera la del placer de ejercer y utilizar una facultad.

En cierto momento de nuestro viaje a Arizona, mientras hacíamos una pausa en Dairy Queen, Stephen miró ávidamente a dos muchachas sentadas a una mesa, y quedó tan fascinado con ellas que se olvidó del resto del lugar. En ciertos aspectos es un adolescente normal; ni su autismo ni su condición de
savant
se lo impiden. Entonces se acercó a las muchachas: a primer golpe de vista es bien parecido, pero les habló de una manera tan inapropiada e infantil que ellas se miraron entre sí, soltaron una risita y no le hicieron caso.

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