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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (29 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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El caso de Nadia —expuesto en una detallada monografía y minuciosamente documentado— despertó un gran conmoción en las comunidades neurológica y psicológica, y de pronto centró la atención sobre los talentos de los
savants
y sobre la naturaleza de los talentos y habilidades especiales en general. Allí donde los neurólogos, durante un siglo o más, habían limitado su atención a los fallos de la función nerviosa, había ahora un movimiento en dirección contraria, para explorar la estructura de unas capacidades o talentos incrementados, y su base biológica en el cerebro. En este aspecto, los
idiots savants
proporcionaban una ocasión única, pues parecían exhibir una amplia variedad de talentos innatos: puras expresiones en bruto de lo biológico: mucho menos dependientes o influenciadas por factores ambientales y culturales que los talentos de la gente «normal».

En junio de 1987 recibí un enorme paquete de un editor inglés. Estaba lleno de dibujos, dibujos que me gustaron muchísimo, pues representaban muchos de los lugares característicos del Londres donde yo me había criado: edificios monumentales como St. Paul, St. Pancras Station, el Albert Hall, el Museo de Historia Natural; y otros más extraños e inusuales, pero queridos y familiares, como la pagoda china de Kew Gardens. Eran muy exactos, aunque en absoluto mecánicos: por el contrario, estaban llenos de energía, espontaneidad, originalidad, vida.

En el paquete descubrí una carta del editor: el artista, Stephen Wiltshire, era autista y había exhibido habilidades de
savant
desde temprana edad. Había hecho su
Alfabeto de Londres
, una secuencia de veintiséis dibujos, cuando tenía diez años; un asombroso hueco de ascensor, con una perspectiva vertiginosa, cuando tenía ocho. Uno de los dibujos era una escena imaginaria de St. Paul’s rodeado por las llamas del Gran Incendio de Londres. Stephen no era sólo un
idiot savant
, era también un niño prodigio. Sesenta de sus dibujos, una simple fracción de lo que había hecho, iban a ser publicados, me informaba la carta; el autor sólo tenía trece años.

Los dibujos de Stephen me recordaron, en muchos aspectos, los de mi paciente José —«El artista autista», a quien había conocido y sobre el que había escrito años antes también en
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
— con un ojo y un talento extraordinarios para el dibujo. Aunque José y Stephen habían crecido en ambientes muy distintos, la similitud de sus dibujos era tan espectacular que me hizo preguntarme si no podría existir una forma de percepción y de arte típicamente «autista». Pero José, a pesar de sus excelentes dotes (quizá no tan grandes como las de Stephen, aunque bastante extraordinarias), se estaba consumiendo en un hospital psiquiátrico estatal; Stephen había tenido más suerte.

Unas semanas después, mientras estaba en Inglaterra visitando a mi familia y a mis amigos, mencioné a Stephen y sus dibujos ante mi hermano David, médico generalista que ejerce en el noroeste de Londres. «¡Stephen Wiltshire!», exclamó, muy asombrado. «Es paciente mío… le conozco desde que tenía tres años.»

David me habló de los antecedentes de Stephen. Había nacido en Londres en 1974, segundo hijo de un obrero de Las Antillas y su mujer. Contrariamente a su hermana mayor, Annette, nacida dos años antes, Stephen mostró cierto retraso en su desarrollo motor infantil —sentarse, ponerse de pie, control de las manos, andar— y cierta resistencia a que le tuvieran en brazos. En su segundo y tercer año aparecieron más problemas. No jugaba con otros niños y tendía a llorar o a esconderse en un rincón cuando se le acercaban. No establecía contacto visual con sus padres ni con nadie. A veces parecía sordo a las voces de la gente, aunque su oído era normal (y los truenos le aterrorizaban). Y quizá lo más inquietante es que no utilizaba el lenguaje; era prácticamente mudo.

Justo antes del tercer cumpleaños de Stephen, su padre murió en un accidente de moto. Stephen le había tenido un gran cariño, y tras su muerte quedó más trastornado. Comenzó a gritar, a balancearse y a agitar las manos, y perdió todo el lenguaje que había adquirido. En ese momento ya se le había diagnosticado autismo infantil, y se había dispuesto todo para que asistiera a Queensmill, una escuela especial para niños discapacitados. Lorraine Cole, la directora, observó que Stephen mantenía una actitud muy distante cuando comenzó a ir a esa escuela a los cuatro años. Parecía ignorar a los demás y no mostraba interés por lo que le rodeaba. Simplemente erraba sin rumbo y a veces salía corriendo del aula. Tal como escribe Cole:

Prácticamente no le interesaba ni comprendía el uso del lenguaje. Los demás no tenían significado aparente para él, excepto para satisfacer necesidades inmediatas y no expresadas; los utilizaba como objetos. No podía tolerar la frustración, ni los cambios en la rutina o el entorno, y cuando ocurrían reaccionaba con un rugido de enfado y desesperación. No tenía ni idea de jugar, ninguna sensación normal de peligro y poca motivación para emprender ninguna actividad que no fuera garabatear.

Más tarde me escribió: «Stephen a veces se subía a una bicicleta sin ruedas, pedaleaba furiosamente, a continuación saltaba de ella, rugía a carcajadas, y a veces gritaba.»

En este punto aparecía ya la primera evidencia de su talento y de su interés por lo visual. Parecía fascinado por las sombras, las formas, los ángulos, y a la edad de cinco años por las imágenes. A veces «se precipitaba repentinamente al interior de otras aulas, donde se quedaba mirando intensamente las imágenes que le interesaban», escribe Cole. «Encontraba papel y lápiz y comenzaba a garabatear, totalmente absorto durante largos ratos.»

En sus «garabatos» Stephen dibujaba sobre todo coches, y de vez cuando animales y personas. Lorraine Cole cuenta que hacía «caricaturas maliciosamente inteligentes» de algunos profesores. Pero su principal interés, su fijación, que desarrolló cuando tenía siete años, consistía en dibujar edificios: edificios de Londres que había visto en excursiones escolares, en televisión o en revistas. No está del todo claro por qué desarrolló este interés repentino y especial de una manera tan poderosa y exclusiva que ahora nada le impulsa a dibujar otra cosa. Tales fijaciones son sumamente comunes en los autistas. Jessy Park, un artista autista, está obsesionado con las anomalías del tiempo y con las constelaciones del cielo nocturno;
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Shyoichiro Yamamura, un artista autista del Japón, dibujaba casi exclusivamente insectos; y Jonny, un muchacho autista descrito por la pionera psicóloga Mira Rothenberg, durante una época sólo dibujó lámparas eléctricas, o edificios y personas formados por lámparas eléctricas. Stephen, desde muy temprana edad, había estado casi exclusivamente interesado por los edificios —edificios, preferentemente, de gran complejidad y tamaño— y también por las vistas aéreas y las perspectivas inusuales. A los siete años había algo más que llamaba su atención: le fascinaban las catástrofes naturales repentinas, y sobre todo los terremotos. Cada vez que Stephen los dibujaba o los veía por televisión o en revistas, se sobreexcitaba: nada más le perturbaba de ese modo. Uno se pregunta si su obsesión por los terremotos (como las fantasías apocalípticas de algunos psicóticos) no era un signo de su propia inestabilidad interior que intentaba dominar con la práctica del dibujo.

Cuando Chris Marris, un joven profesor, llegó a Queensmill en 1982, se quedó asombrado ante los dibujos de Stephen. Marris había enseñado a niños discapacitados durante nueve años, pero nada de lo que había visto le había preparado para el impacto que le causó Stephen. «Me dejó atónito ese muchacho, sentado solo en un rincón, dibujando», me dijo. «Stephen dibujaba, dibujaba, dibujaba y dibujaba: en la escuela le llamaban “el dibujante”. Y eran dibujos de lo menos infantil, de St. Paul’s o del Tower Bridge y otros lugares destacados de Londres, con un tremendo detalle, cuando otros niños de su edad simplemente dibujaban figuras rígidas. Era la sofisticación de sus dibujos, su dominio de la línea y la perspectiva, lo que me asombraba, y todo eso podía verse cuando tenía siete años.»

Stephen formaba parte del grupo de seis niños de la clase de Chris. «Sabia los nombres de todos los demás», me dijo Chris, «pero no había sensación de interacción ni amistad con ellos. Era un chaval aislado.» Pero su talento innato era tan grande, opinaba Chris, que no precisaba que le «enseñaran» de la manera normal. Aparentemente había resuelto por sí mismo, o los comprendía de una manera innata, los problemas técnicos y de perspectiva. Junto con esto, mostraba una prodigiosa memoria visual, que parecía capaz de captar los más complejos edificios, o paisajes urbanos, en pocos segundos, y retenerlos en la memoria, hasta el menor detalle, y al parecer indefinidamente y sin el menor esfuerzo aparente. Los detalles tampoco tenían por qué ser coherentes, estar integrados en una estructura convencional; entre los más sorprendentes de sus primeros dibujos, opinaba Chris, había algunos de zonas de demolición y escenas de terremotos, con vigas y escombros en todas direcciones, todo en un desorden completo y casi azaroso. Sin embargo, Stephen recordaba estas escenas y las dibujaba con la misma fidelidad con que dibujaba modelos clásicos. Parecía no haber diferencia alguna si lo dibujaba del natural o de las imágenes de su memoria. No precisaba ayuda de esbozos ni notas: una sola mirada de soslayo, que duraba unos segundos, era suficiente.

Stephen también mostraba habilidades en otras esferas distintas de la visual. Se le daba bien la imitación, incluso antes de ser capaz de hablar. Tenía una memoria excelente para las canciones y las reproducía con gran exactitud. Imitaba cualquier movimiento a la perfección. De este modo Stephen, a los ocho años, mostraba una capacidad para comprender, retener y reproducir las estructuras visuales, auditivas, motoras y verbales más complejas, aparentemente sin importarle su contexto, importancia o sentido.

Es característico de la memoria de los
idiots savants
(en cualquier esfera: visual, musical, léxica) que sean prodigiosamente retentivos con los detalles. Lo grande y lo pequeño, lo trivial y lo importante, pueden mezclarse indiscriminadamente, sin ningún criterio de orden, de diferencia entre lo que está en primer o segundo plano. Hay poca disposición a generalizar a partir de estos detalles ni a integrarlos entre sí, según criterios causales o históricos, o con el yo. En una memoria de este tipo (la considerada memoria concreta-situacional o episódica) tiende a existir una relación inamovible entre escena y tiempo, entre contenido y contexto, de ahí la asombrosa capacidad de evocación literal tan común entre los
idiots savants
autistas, así como sus dificultades a la hora de extraer los rasgos sobresalientes de estos recuerdos concretos, a fin de construir una idea o memoria general. De este modo, los gemelos
idiots savants
de quienes hablé en
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero,
habilísimos para calcular fechas lejanas del pasado o del futuro, eran capaces de especificar todos los sucesos de sus vidas desde los cuatro años en adelante, pero no tenían ninguna noción de sus vidas, del cambio histórico, como algo global. La estructura de esa memoria es profundamente distinta de la normal, y posee al mismo tiempo una fortaleza y una debilidad extraordinarias. Jane Taylor McDonnell, autora de
News from the Border: A Mother’s Memoir of Her Autistic Son,
dice de su hijo: «Paul no era capaz de generalizar a partir de los detalles de su experiencia de la manera habitual, como hace casi todo el mundo. Cada momento parece destacar en su mente de manera clara, casi sin conexión con los demás. De manera que nada parece perderse en el proceso.» Lo mismo ocurría, pensaba yo a menudo, con Stephen, cuya experiencia vital parecía estar formada por momentos vividos y aislados, sin relación entre sí ni con él, y vacíos de cualquier continuidad o desarrollo más profundo.

Aunque Stephen dibujaba incesantemente, no parecía tener interés en los dibujos acabados, y Chris a veces se los encontraba en la papelera o abandonados en el pupitre. Stephen ni siquiera parecía concentrarse en el tema mientras dibujaba. «En una ocasión», me contó Chris, «Stephen estaba sentado ante el Albert Memorial: estaba haciendo un dibujo fabuloso del edificio, pero al mismo tiempo miraba a su alrededor: a los autobuses, el Albert Hall, lo que fuera.»

Aunque no creía que Stephen precisara que le «enseñaran», Chris dedicó el mayor tiempo posible a Stephen y sus dibujos, suministrándole modelos y animándole. Esto no siempre era fácil, pues Stephen no mostraba sus sentimientos. «En cierto modo respondía a nuestra presencia, la de los adultos; decía: “Hola, Chris”, o “Hola, Jean”. Pero era difícil comunicarse con él, saber lo que tenía en la cabeza.» Parecía no comprender las distintas emociones, y reía si uno de los niños tenía una rabieta o gritaba. (El propio Stephen rara vez tenía rabietas en la escuela, pero cuando era pequeño a veces las tenía en casa.)

Chris fue fundamental en la vida de Stephen entre 1982 y 1986. A menudo llevaba a Stephen, junto con el resto de la clase, a dar una vuelta por Londres, a ver St. Paul’s, a dar de comer a las palomas en Trafalgar Square, a ver cómo levantaban y bajaban el Tower Bridge. Estas salidas hicieron que Stephen comenzara a hablar a los nueve años. Reconocía todos los edificios y lugares por los que pasaban cuando iba en el autobús de la escuela, y pronunciaba excitado los nombres en voz alta. (Cuando tenía seis años había aprendido a pedir «papel» cuando lo necesitaba; durante muchos años no había comprendido cómo había que pedir algo, ni siquiera por gestos o señalando. Ésa, por tanto, fue no sólo una de sus primeras palabras, sino la primera vez que comprendió cómo utilizar palabras para dirigirse a los demás: el uso social del lenguaje, algo que los niños normalmente alcanzan en su segundo año de vida.)

Existió el temor de que si Stephen comenzaba a adquirir el lenguaje pudiera perder su extraordinario talento visual, tal como había ocurrido, casualmente o por otro motivo, con Nadia. Pero tanto Chris como Lorraine Cole creían que debían hacer todo lo posible para enriquecer la vida de Stephen, para llevarle desde de su aislamiento sin palabras hasta un mundo de interacción y lenguaje. Se concentraron en hacer el lenguaje más interesante, más relevante, para Stephen, en vincularlo con los edificios y lugares que amaba, y le hicieron dibujar toda una serie de edificios basados en letras del alfabeto («A» para el Albert Hall, «B» para Buckingham Palace, «C» para el Country Hall, y así hasta la «Z» para el Zoo de Londres).

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