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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (30 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Chris se preguntaba si los demás encontrarían los dibujos de Stephen tan extraordinarios como él. A principios de 1986 llevó dos de ellos a la Exposición Nacional de Arte Infantil; los dos fueron expuestos y uno de ellos ganó un premio. En esa época, Chris también buscó la opinión experta de Beate Hermelin y Neil O’Connor, psicólogos reconocidos por su labor con
savants
autistas, respecto a las habilidades de Stephen. Reconocieron que Stephen era uno de los
savants
de más talento con que se habían encontrado, inmensamente diestro tanto en el reconocimiento visual como en el dibujo de memoria. Por otro lado, obtuvo unos resultados bastante pobres en las pruebas de inteligencia general, dando un cociente de inteligencia de 52.

La noticia del extraordinario talento de Stephen comenzó a extenderse, y participó en un programa de televisión de la BBC sobre los
savants
, titulado «The Foolish Wise Ones» [Los sabios necios]. Stephen se tomó la filmación con mucha calma, en absoluto desconcertado por las cámaras, posiblemente incluso disfrutando ligeramente. Le pidieron que dibujara St. Pancras Station («un edificio muy “de Stephen”», comentó Lorraine Cole, «elaborado, detallado e increíblemente complicado»). La exactitud de su dibujo viene certificada por una fotografía tomada en la misma época. (Existe, sin embargo, un curioso error. Stephen invierte, como si se reflejaran en un espejo, el reloj y toda la parte superior del edificio.) Su exactitud fue impresionante, al igual que la velocidad a que lo dibujó, la economía del trazo, el encanto y estilo de los dibujos: eso fue lo que ganó el corazón de los telespectadores. El programa de la BBC se emitió en febrero de 1987 y despertó un enorme interés: llovieron las cartas, preguntando dónde podían verse los dibujos de Stephen, y los editores comenzaron a ofrecerle contratos. Muy pronto se seleccionó una parte de su obra, que iba a llamarse simplemente
Drawings
[Dibujos], para su publicación; y ésas fueron las pruebas que recibí en junio de 1987.

Stephen, de sólo trece años, era ahora famoso en toda Inglaterra, aunque seguía tan autista y tan discapacitado como siempre. Era capaz de dibujar con la mayor facilidad cualquier calle que veía, pero no podía cruzar ninguna sin ayuda. Podía ver todo Londres en su imaginación, pero los aspectos humanos de la ciudad le resultaban incomprensibles. No podía mantener una verdadera conversación con nadie, aunque cada vez más mostraba una especie de conducta pseudosocial y hablaba con desconocidos de una manera extraña e indiscriminada.

Chris había pasado unos meses en Australia, y al regresar se encontró con que su alumno era famoso, aunque no había cambiado en absoluto. «Admitió haber salido por televisión y haber publicado un libro, pero no se pasó de la raya, como habrían hecho muchos niños. No estaba afectado; era todavía el Stephen que yo conocía.» Stephen no había dado muestras de echar de menos a Chris durante su ausencia, aunque pareció contento de verle regresar, dijo: «¡Hola, Chris!», con una gran sonrisa en la cara.

Nada de esto tenía sentido para mí. Ahí estaba Stephen, exhibido como un artista importante —el antiguo presidente de la Real Academia de las Artes, Sir Hugh Casson, le había calificado de «posiblemente el mejor artista infantil de Gran Bretaña»—, pero Chris y los demás, incluso los más compasivos, parecían verle como alguien que carecía en gran medida de intelecto e identidad. Las pruebas a que le habían sometido parecían confirmar la gravedad de su déficit emocional e intelectual. ¿Había en él, sin embargo, una profundidad y una sensibilidad que pudiera emerger, si no en otros ámbitos, por lo menos en su arte? ¿Acaso no era el arte, en su quintaesencia, la expresión de una visión personal, de un yo? ¿Podía ser uno artista sin tener un «yo»? Todas estas cuestiones me habían rondado por la cabeza desde que viera por primera vez los dibujos de Stephen, y estaba ansioso por conocerle.

La ocasión llegó en febrero de 1988, cuando Stephen vino a Nueva York acompañado de Chris para participar en otro documental de televisión. Stephen llevaba un par de días en Nueva York, mirando y dibujando las vistas de la ciudad, y —lo que más le había emocionado— sobrevolándola en helicóptero. Se me ocurrió que quizá le gustaría ver City Island, la pequeña isla delante de Nueva York donde yo vivo, y le invité a venir a mi casa. Él y Chris llegaron en mitad de una tormenta de nieve. Stephen era un muchacho de color, pequeño, comedido y serio, aunque claramente con un lado travieso. Me pareció pequeño, más cercano a los diez años que a los trece, con la cabeza menuda e inclinada a un lado. Me recordó un poco a otros niños autistas que había visto antes, con su tic para asentir con la cabeza y sus extraños movimientos de aleteo con las manos. No me miraba directamente, pero parecía lanzarme algún vistazo, brevemente y con el rabillo del ojo.

Le pregunté qué le parecía Nueva York, y dijo que «Muy bonito» con un fuerte acento cockney. No recuerdo que dijera gran cosa; permanecía muy callado, casi mudo. Pero su lenguaje se había desarrollado mucho desde sus primeros años, y Chris dijo que había veces en que se excitaba y casi balbuceaba. En el avión se había excitado mucho —nunca había volado antes—, y, me dijo Chris, «habló con la tripulación de la cabina y otros pasajeros, enseñándoles el libro a todos los que estaban en el avión».
[100]

Stephen quería mostrarme los dibujos que había hecho de Nueva York —estaban todos en una carpeta que llevaba Chris— y yo los admiré (especialmente las vistas aéreas que había dibujado desde el helicóptero) mientras me los enseñaba. Al hacerlo, Stephen asentía enfáticamente, calificando a algunos de «bueno» y «bonito». Parecía no tener ninguna noción ni de modestia ni de vanidad, sino que me mostró sus dibujos, los comentó, de una manera ingenua y desinhibida.

Después de haberme enseñado sus dibujos, le pregunté si dibujaría algo para mí, quizá mi casa. Asintió y salimos fuera. Estaba nevando, y el tiempo era frío y húmedo, no podíamos estar mucho rato a la intemperie. Stephen le concedió a mi casa una mirada rápida e indiferente —apenas puede decirse que hubiera ningún acto de atención—, le echó un vistazo al resto de la carretera y al mar que había al final de ésta, y a continuación pidió que entráramos. Cuando cogió su lápiz y comenzó a dibujar, contuve el aliento. «No se preocupe», intervino Chris, «puede hablar a voz en cuello si quiere. Le dará completamente igual. No puede interrumpirle. Stephen se concentraría igual aunque la casa se estuviera derrumbando.» Stephen no hizo ningún esbozo ni bosquejo, simplemente comenzó en un borde del papel (tuve la sensación de que podría haber comenzado en cualquier parte) y avanzó sin parar a través de él, como si transcribiera una tenaz imagen o visualización interior. Mientras Stephen añadía la barandilla del porche, Chris comentó:

—Yo no he visto nada de eso ahí fuera.

—No —dijo Stephen, dando a entender con su expresión: «No, ni has podido verlo.»

Stephen había estudiado la casa, no había hecho esbozo alguno, no la había dibujado del natural, sino que, tras un breve vistazo, la había captado entera, extraído su esencia, visto cada detalle, la había retenido toda en su memoria, y a continuación, en un solo y veloz trazo, la había dibujado. Y yo no dudaba que, de haberle dejado, habría dibujado toda la calle.

Stephen dibujó mi casa por primera vez de memoria, tras haberle echado un rápido vistazo durante su primera visita, en febrero de 1988.

El dibujo de Stephen era exacto en muchos aspectos, pero en otros se tomaba diversas libertades: le puso una chimenea a mi casa, cuando no hay ninguna, pero omitió tres abetos que hay delante de ella, la valla de estacas que la rodea y las casas vecinas. Se centró en la casa hasta el punto de excluir todo lo demás. A menudo se ha dicho que los
savants
poseen una memoria fotográfica o eidética, pero mientras fotocopiaba el dibujo de Stephen pensé que no se parecía a una fotocopia
en nada.
Sus dibujos no eran copias ni fotografías en ningún sentido, no tenían nada de mecánico e impersonal: siempre había añadidos, omisiones, correcciones y, naturalmente, el inconfundible estilo de Stephen. Eran imágenes que nos mostraban los procesos nerviosos inmensamente complejos que se necesitan para obtener una imagen visual y gráfica. Los dibujos de Stephen eran construcciones individuales, ¿pero podían considerarse, en un sentido más profundo, creaciones?

Sus dibujos (como los de mi paciente José) eran muy fieles al original, poseían realismo y cierta ingenuidad. Clara Park, la madre de un artista autista, lo había denominado «la inusual capacidad para transmitir el objeto tal como se percibe» (no como se concibe). Ella también habla de una «inusual capacidad para reproducir pasado un tiempo» como característica de los artistas
savants
; esto resultaba muy sorprendente en Stephen, quien, tras un solo vistazo a un edificio, lo retenía sin esfuerzo durante días o semanas, y a continuación lo dibujaba como si lo hiciera del natural.

Sir Hugh Casson escribió en su introducción a
Dibujos
:

Contrariamente a la mayoría de niños, que tienden a dibujar no tanto por observación directa como a partir de símbolos o imágenes de segunda mano, Stephen Wiltshire dibuja exactamente lo que ve, ni más ni menos.

Los artistas están impregnado de símbolos e imágenes de segunda mano e introducen en sus dibujos no sólo las convenciones figurativas que adquirieron de niños, sino toda la historia del arte occidental. Puede que sea necesario dejar atrás todo esto, o incluso dejar atrás la categoría originaria de la «esencia del objeto». Tal como lo expresó Monet:

Cuando salgas a pintar al exterior, intenta olvidar qué objetos tienes delante: un árbol, una casa, un campo, lo que sea … Simplemente piensa: Ahí hay unas gotas de azul, ahí una forma oblonga de color rosa, ahí una línea de amarillo, y píntalo tal como lo ves, con el color y la forma exactos, hasta que tengas ante ti tu propia impresión espontánea de la escena.

Pero Stephen (si Casson tiene razón) y José, y Nadia y otros
savants
, puede que no realicen tales «desconstrucciones», puede que no tengan que renunciar a dichas construcciones mentales, pues (a muchos niveles, desde el nervioso hasta el cultural) en primer lugar nunca las han elaborado, o en todo caso en un grado muy pequeño. De este modo su situación es radicalmente distinta de la del artista «normal», aunque eso no significa que no puedan ser también artistas.

Empecé también a reflexionar acerca de las relaciones personales en la vida de Stephen: de lo importantes que eran, hasta qué punto se habían desarrollado, a pesar de su autismo (y de la devastadora y precoz pérdida que conlleva). Su relación con Chris Marris, quizá la más importante que había tenido en los últimos cinco años en Queensmill, amenazó con acabar cuando, en julio de 1987, Stephen tuvo que dejar el centro para ir a una escuela secundaria. Durante un tiempo, Chris se las arregló para seguir viendo a Stephen los fines de semana, para llevarle de paseo por Londres para que pudiera dibujar, e incluso para acompañarle en sus primeros viajes a Nueva York y París. Pero en mayo de 1989 esas expediciones llegaron a su fin, y Stephen pareció carecer de la iniciativa para dibujar gran cosa solo. Daba la impresión de necesitar a otra persona para que le activara, para que «facilitara» su dibujo. Si echaba de menos o lamentaba la ausencia de Chris de una manera más personal, es algo que no está tan claro. Cuando posteriormente hablé con Stephen de Chris, éste se refería a él (siempre como «Chris Marris» o «el señor Marris») con frialdad, sin emoción ni sentimiento aparente. Un niño normal se habría sentido profundamente afligido ante la pérdida de alguien que ha estado tan próximo a él durante tantos años, pero tal aflicción no era observable en Stephen. Me pregunté si reprimía los sentimientos de dolor, o se distanciaba de ellos, pero no estaba seguro de que tuviera siquiera alguna emoción personal. Christopher Gillberg menciona a un chico autista cuya madre había muerto de cáncer. Al preguntarle cómo se sentía, el muchacho replicó: «Oh, muy bien. Sabe, padezco el síndrome de Asperger, que me hace menos vulnerable que la mayoría de personas a la pérdida de los seres queridos.» Stephen, naturalmente, jamás habría sido capaz de expresar su estado de ánimo de ese modo, y sin embargo había que preguntarse si se tomaba la pérdida de Chris con la misma frialdad que el joven paciente de Gillberg, y si dicha frialdad no podría caracterizar casi todas las relaciones humanas de su vida.

En ese vacío irrumpió Margaret Hewson. Margaret había sido la agente literaria de Stephen desde el programa de la BBC emitido dos años antes, y había desarrollado un creciente interés personal y artístico por él. La conocí en Londres en 1988, cuando, en compañía de Stephen, recorrimos la ciudad en una expedición de dibujo. Me resultó evidente que Margaret y Stephen se llevaban muy bien. Stephen, aunque quizá incapaz en ese momento de ningún sentimiento ni afecto profundo, mostraba fuertes reacciones instintivas hacia personas distintas. Le había tomado simpatía a Margaret desde el principio, y creo que lo que le atrajo de ella fue su enorme energía y su ímpetu, la atmósfera estimulante y vertiginosa que creaba a su alrededor, y el evidente afecto que ella sentía hacia él y su arte. Margaret parecía conocer a todo el mundo y haber estado en todas partes, y quizá eso le daba a Stephen la sensación de un mundo más grande, de unos horizontes más amplios que los que habían confinado su vida hasta entonces. Margaret, además, era una experta en arte, y sus conocimientos se extendían desde la historia del arte hasta los detalles técnicos del dibujo.

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