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Dentro de once minutos, Lylie tendría dieciochos años, oficialmente al menos. ¿Quién era? Todavía no tenía ninguna certeza. Una posibilidad entre dos, como el primer día. Cara o cruz.
¿Lyse-Rose o Émilie?.
Había fracasado. Mathilde de Carville se había gastado una fortuna, dieciocho años de salario, para nada…
Grand-Duc avanzó hacia el escritorio y se sirvió otro vaso de vino amarillo. De quince años de edad, la reserva especial de Monique Genevez, tal vez el único buen recuerdo de esa investigación. Sonrió llevándose el vaso a los labios. No tenía nada que ver con la caricatura del viejo detective alcohólico, era más bien la clase de persona que lo saca de su bodega con parsimonia, para las grandes ocasiones. Sin duda, el cumpleaños de Lylie lo era. Sus últimos minutos de vida, también.
El detective vació de un trago el vaso de vino amarillo.
Ésa era, con mucho, una de las escasas sensaciones que echaría en falta, el inimitable sabor del vino pasando por su garganta, abrasándolo con un delicioso dolor, haciéndole olvidar en el tiempo de una descarga esa obsesión, ese enigma sin respuesta al que había consagrado su vida.
Grand-Duc volvió a dejar el vaso sobre el escritorio y cambió de sitio el cuaderno verde pálido, dudando si abrirlo una última vez. Observó el post-it amarillo, PARA LYLIE.
Quedarían esas hojas, el centenar de páginas redactadas esos últimos días. Para Lylie, para Marc, para Mathilde de Carville, para Nicole Vitral, para los policías, para los abogados, para quien bien quisiera sumirse en ese juego de espejos…
Una lectura fascinante, sin ninguna duda. Una auténtica obra maestra, una investigación policial que quitaba el aliento. Todo estaba ahí…
Salvo el final…
Había redactado una novela policíaca con la última página arrancada, un thriller cuyas últimas líneas estuviesen borradas.
Un timo…
Sin duda, los futuros lectores se creerían más listos que él, se empecinarían., pensarían, por su parte, en encontrar la solución.
Después de todo, él también había creído. Siempre había tenido la certeza de que existía una prueba, de que era posible resolver la ecuación, de que había pasado algo por alto. Una impresión, sólo una impresión, pero tan tenaz. Esa certeza lo había hecho vivir hasta ese día, los dieciocho años de Lylie, en diez minutos. Quizá su inconsciente mantenía esa ilusión con tal de que no se desesperara del todo; habría sido demasiado cruel haber buscado durante todos esos años la clave de un problema sin solución…
«Lo he hecho lo mejor que he podido», releyó el detective. El resto ya no era de su incumbencia.
Grand-Duc echó una última mirada a la habitación. Se contuvo de ir a recoger la botella vacía y el vaso sucio, sonrió una vez más para sí. Los policías y los médicos forenses que estudiasen su cuerpo no se preocuparían por un vaso sin fregar. Su sangre y su cerebro iban a desparramarse en un charco viscoso sobre ese escritorio de caoba y ese parquet encerado. A ensuciarlo todo. A poco que no se descubriera su desaparición enseguida, lo que era lo más probable (¿quién podría echarlo en falta?), sería el hedor de su cadáver lo que atraería a los vecinos; un cuerpo en putrefacción bañado en los excrementos de insectos necrófagos que habrían empezado a deleitarse con él.
«Razón de más», pensó Grand-Duc.
Se agachó y echó a la chimenea un trocito de cartón que había escapado de las llamas.
Su último título de nobleza.
Poco a poco, Grand-Duc se dirigió hacia el secreter de caoba que ocupaba la esquina de la habitación opuesta a la chimenea. Abrió el cajón de en medio, sacó de su funda de cuero un revólver, un Mateba, como nuevo, cuyo metal gris brillaba con la luz. La mano del detective rebuscó más adentro en el cajón y sacó tres balas. Del calibre 38.
Grand-Duc sonrió. Con un gesto diestro sacó el tambor e introdujo poco a poco las balas en la cámara.
Una sola bastaba, aunque estuviese convenientemente borracho, aunque fuese a temblar y, con seguridad, a titubear. Pero sin ninguna duda lograría poner el cañón en su sien, sostenerlo con firmeza, apoyarlo en ella.
No podía fallar, ni siquiera con sesenta y dos centilitros de vino en la sangre.
Dejó el revólver sobre el escritorio, abrió el cajón de la izquierda, cogió un periódico, un ejemplar de
L’Est Républicain
muy antiguo, amarillento. Hacía meses que pensaba su puesta en escena macabra, ese ritual simbólico que lo ayudaría a acabar con todo, a esfumarse para siempre por encima del laberinto.
23.54
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Unas últimas hojas se retorcían bajo el ataque de las llamas en la chimenea. La mirada del detective pasó con rapidez hacia el vivero y el zumbido fúnebre de las libélulas. La alimentación eléctrica estaba cortada desde hacía treinta minutos. Privadas de oxígeno y de comida, las libélulas no sobrevivirían ni una semana. Sin embargo, se había gastado una suma desorbitada en comprar las especies más raras, las más antiguas; se había pasado horas, años, cuidando del vivero, se había preocupado de alimentarlas con toda clase de insectos minúsculos, de fortalecerlas, de acoplarlas, llegando incluso a dejarlas al cuidado, cuando tenía una misión, de una empresa especializada.
Todos esos esfuerzos para acabar dejándolas morir. A ellas también…
«Al fin y al cabo resulta agradable —pensó Grand-Duc— decidir así la vida y la muerte del prójimo, proteger para condenar mejor, dar esperanzas para sacrificar mejor. Jugar con el destino como un dios cruel e imprevisible.» Después de todo, él también había sido víctima de un dios igual de sádico…
Crédule Grand-Duc se sentó en la silla detrás del escritorio, apartó una vez más el cuaderno verde pálido hacia el borde, como si tuviese miedo de que las gotas de sangre lo mancharan.
Desplegó
L’Est Républicain
encima del escritorio, justo delante de él. La edición del 23 de diciembre de 1980. Releyó la portada del periódico, una vez más: EL MILAGRO DEL MONTE TERRIBLE.
El título cruzaba toda la primera página del periódico. Justo debajo, una fotografía bastante borrosa desvelaba la silueta de una carcasa de avión destrozada, de árboles arrancados, de nieve manchada por los pasos de los salvadores. Unas líneas detallaban la catástrofe bajo la fotografía: .
Accidente dramático del Airbus 5403 Estambul-París, en las laderas del monte Terrible, en la frontera franco-suiza, la noche del 22 al 23 de diciembre de 1980. Ciento sesenta y ocho de los ciento sesenta y nueve pasajeros y miembros de la tripulación han muerto en el acto o han fallecido atrapados en las llamas. El único superviviente del milagro, un bebé de tres meses expelido durante la colisión antes de que la carlinga prendiese en llamas.
Grand-Duc levantó los ojos. Iba a morir inclinándose un poco hacia adelante, disparándose una bala en la cabeza. Caería sobre la portada de ese periódico. Su sangre daría color a la fotografía del drama de hacía dieciocho años, se mezclaría con la de las ciento sesenta y ocho víctimas. Se lo encontrarían así, en días, en semanas. Nadie lo echaría en falta. En especial los Carville. A los Vitral, por su parte, tal vez les diese algo de pena. A Émilie, a Marc. A Nicole, sobre todo.
El colmo, la ironía suprema.
Encontrarían el cuaderno y se lo darían a Lylie, el libro de su breve vida. Su testamento.
Grand-Duc miró una última vez su reflejo en la placa de cobre, casi orgulloso. Era un bello final, al fin y al cabo, mucho mejor que lo demás.
Había tenido su oportunidad, era lo menos que se podía decir: dieciocho años de investigación…
23.57
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Era la hora.
Colocó
L’Est Républicain
con delicadeza justo delante de él, acercó su silla y cogió firmemente la empuñadura del revólver con su palma húmeda.
Su brazo se levantó, lento.
El contacto del cañón frío sobre su sien le hizo estremecerse, a su pesar. Pero estaba listo. El alcohol lo ayudaría.
Trató de aislarse de todo, de no pensar en esa bala a pocos centímetros de su cerebro que le iba a atravesar el cráneo…
No pensar, concentrarse en la nada.
Su índice se dobló sobre el gatillo. Sólo había que apretarlo y todo habría acabado.
¿Cerrar los ojos o mantenerlos abiertos?
Una gota de sudor resbaló por su frente y cayó sobre el periódico.
Abrirlos, y acabar con todo.
Su cuerpo se inclinó, sus ojos se clavaron en el periódico, a veinte centímetros delante de él. Miró una última vez la fotografía del avión calcinado, la del bombero delante del hospital de Montbéliard, sosteniendo delicadamente ese cuerpecito azul. El bebé del milagro.
El índice se tensó sobre el gatillo.
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La mirada del detective bajó todavía un poco, vacía desde ese momento, perdiéndose en la tinta negra de la primera página del antiguo diario. La bala iba a perforarle la sien, sin la más mínima resistencia. No tenía más que doblar el dedo, un poco más, sólo unos milímetros. Su mirada se quedó fija, para la eternidad; la tinta negra del periódico se hizo más clara, como el objetivo de una cámara que se ajusta, como una ventana postrera al mundo, antes de que todo se hunda en la niebla.
El índice. El gatillo.
Los ojos muy abiertos.
Lo inimaginable fulminó a Grand-Duc como si una descarga eléctrica, tan intensa como repentina, lo hubiera atravesado.
Lo que sus ojos miraban fijamente era imposible. ¡Lo sabía!
El dedo aflojó un poco la presión.
Grand-Duc creyó primero que era una ilusión, una alucinación provocada por la muerte inminente, un mecanismo de defensa inventado por su cerebro…
¡No!
Lo que veía, lo que leía en el periódico era muy real. Amarilleado por los años, un poco borrado, y, sin embargo, no había duda.
Todo estaba ahí.
La mente del detective se puso en marcha, había elucubrado con el paso de los años cientos de hipótesis, pero ahora había encontrado el punto partida, no tenía más que tirar del hilo y todo se resolvería con una sencillez desconcertante.
Todo era claro, evidente…
Bajó el arma y, a su pesar, dejó escapar una risa de loco.
Miró el reloj de pared.
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Todavía no lograba creer lo que veía. Sus manos temblaban. Un inmenso escalofrío le recorría de la nuca a los riñones.
¡Lo había conseguido!
La solución estaba ahí, en ese periódico, en la portada, desde el comienzo. Esperaba con paciencia: era imposible descubrir esa solución en la época, dieciocho años antes. Todo el mundo se había leído ese periódico, lo había escudriñado, analizado mil veces y, no obstante, nadie podía adivinarlo, ni en 1980, ni en todos los años que pasaron después.
La solución saltaba a la vista. con una condición.
Una única condición. Absolutamente alucinante.
¡Abrir ese periódico dieciocho años más tarde!
2 de octubre de 1998, 08.27
¿Son amantes o hermano y hermana?
La pregunta exasperaba desde hacía casi un mes a Mariam, la dueña del bar Lenin, en el cruce de la avenida Stalingrad y de la calle Liberté, a pocos metros del patio de la Universidad Paris 8-Vincennes-Saint-Denis. A esa hora de la mañana, el bar estaba en su mayor parte vacío y Mariam aprovechaba para poner en orden las mesas y las sillas.
Estaban sentados como de costumbre, al fondo, cerca de la ventana, una minúscula mesa para dos, se miraban a los ojos azules mientras se cogían la mano.
¿Amantes?
¿Amigos?
¿Hermanos?
Mariam suspiró. Esa incertidumbre la ponía nerviosa. Normalmente tenía un criterio más bien fiable tratándose de asuntos del corazón de sus estudiantes. Se espabiló, todavía tenía que pasar la bayeta por las mesas, a lo mejor un escobazo; en pocos minutos, al final de la línea 13 del metro, en la estación Saint-Denis-Université, habría una riada de miles de estudiantes con prisas, estresados, desbordados, ay. La estación no llevaba abierta más que cuatro meses y su inauguración había metamorfoseado ya el barrio. La facultad de Saint-Denis estaba desde entonces unida al corazón de París.
Mariam dispuso sin miramientos las sillas alrededor de las mesas, consciente de que entre los miles de estudiantes aplicados y ansiosos una proporción no desdeñable haría un alto más o menos largo en el Lenin, cosa de tomarse un café, fumarse un último cigarrillo tranquilo, retrasar el momento de ir a encerrarse en una aula., llegar tarde a clase., o al final no ir en absoluto. Mariam conocía la oleada de las ocho y cuarenta y cinco. Había visto la lenta transformación de la Universidad Paris 8-Vincennes-Saint-Denis, la gran universidad de las ciencias humanas, sociales y de la cultura; la rebelde en una recatada y banal universidad de la periferia. Desde entonces, la mayoría de los profesores se molestaban al ser destinados a Paris 8, apuntaban a la Sorbona, Jussieu en última instancia. Antes de la apertura de la estación de metro, los profesores debían cruzar la Plaine Saint-Denis y dar una gran vuelta. Ahora, con el metro, eso también se había terminado. Los profesores se precipitaban en el metro, línea 13, para correr hacia los lugares señalados de la cultura parisina, las bibliotecas, los laboratorios, los ministerios, las altas instancias…
Mariam se volvió hacia la barra para ir a buscar una bayeta y echó una discreta ojeada de soslayo a la pareja, que no dejaba de intrigarla, esa rubia guapa y ese mocetón transido.
Esa pareja la sacaba de quicio. El enigma empezaba a obsesionarle.
¿Quiénes eran?
Mariam nunca había comprendido nada sobre el funcionamiento de la enseñanza superior, de los parciales, de los módulos, de las huelgas, pero nadie sabía cuidar mejor que ella el recreo. Nunca había leído a Robert Castel, Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques Lacan, los profesores estrella de Paris 8; como mucho se había cruzado con ellos una vez o dos en su bar o en el patio, pero, no obstante, se consideraba una experta en psicoanálisis, sociología y filosofía de las penas y los amores estudiantiles. Hacía de madraza con sus protegidos, los asiduos de su café, se ocupaba del aspecto amoroso con una competencia profesional.
Una vez más, Mariam volvió la cabeza hacia la pareja junto al cristal. La relación entre esos dos individuos se resistía a su experiencia, a sus intuiciones.