Un avión sin ella (5 page)

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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

BOOK: Un avión sin ella
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Capítulo 5

2 de octubre de 1998, 09.10

La carcajada histérica de una mesa de cinco estudiantes apelotonados en torno a un velador, a diez metros de él, desconcentró a Marc. Parecía que los chicos hacían circular fotos por la mesa, sin duda las de su última fiesta de estudiantes, la clase de imágenes que conservarían toda la vida, casi a escondidas, medio orgullosos, medio avergonzados. Marc los conocía vagamente, todos formaban parte de una de las principales asociaciones que dirigían la vida extrauniversitaria. Cooperativa, libros de exámenes y fotocopias de clases para financiar las fiestas y las salidas.

Marc levantó los ojos.

09.11
, según el reloj de Martini.

Mariam, sin ni siquiera dirigirle una mirada, conversaba en la barra con una chica vestida de negro de la cabeza a los pies, hasta el tanga a juego que sobresalía de su falda oscura y floja de Morticia Addams de las aulas.

Marc suspiró y volvió a sumirse en la lectura. Resignado.

Diario de Crédule Grand-Duc

Ya está. Es justo entonces cuando se presenta el enigma del monte Terrible. ¿Les vienen ahora a la memoria algunos retazos de aquello? Todo parecía, no obstante, seguir un curso normal. El servicio de pediatría del centro hospitalario de Belfort-Montbéliard se hizo cargo de la lactante huérfana descubierta por el joven bombero, y era vigilada por un ejército de médicos.

He reconstruido la secuencia de acontecimientos con una precisión de metrónomo, pero les ahorraré las horas de grabaciones de testigos. Un resumen bastará, creo que será edificante.

Léonce de Carville se enteró de la doble noticia, del accidente y del bebé del milagro, por el
flash
de la radio de las seis de la mañana. Léonce de Carville se levantaba siempre al alba. Vació de un solo telefonazo su agenda del día, no obstante llena hasta el último minuto, y salió al instante para Montbéliard en avión privado. Léonce de Carville, cincuenta y cinco años en la época, pertenecía al círculo de los cien jefes de empresa más prominentes de Francia. Ingeniero de formación, había hecho una fortuna colocando sus conductos en todos los continentes. La empresa de Carville era subcontratada por las mayores multinacionales petroleras y gasistas. No era realmente la innovación tecnológica en los oleoductos o gaseoductos lo que había constituido el éxito de los Carville, sino su capacidad para hacer pasar tuberías por los rincones más peligrosos y complicados del planeta: bajo el agua, bajo las montañas, en zonas sísmicas. La empresa había despegado en los años sesenta, cuando inventó una tecnología revolucionaria para estabilizar oleoductos en los permafrosts, esos suelos helados casi todo el año. y que empezó a exportar en plena guerra fría tanto a Siberia como a Alaska…

Léonce de Carville, en el dédalo blanco del hospital Belfort-Montbéliard, conservó esa máscara de dignidad que impresionó a todo el personal atareado y perseguido por los periodistas.

—Síganos —indicó una enfermera solícita.

—¿Dónde está?

—En el nido. Puede estar tranquilo. Está bien…

—¿Quién la lleva?

La enfermera dudó, un poco sorprendida. Farfulló su respuesta: .

—El doctor Morange. Es el que está de guardia esta noche…

La mirada de Léonce de Carville se volvió inquisitiva, no tuvo que pronunciar ni una palabra para que la enfermera precisara: .

—Ha tenido suerte, señor Carville. Es uno de nuestros especialistas más reconocidos. Todavía está aquí. Podrá preguntárselo todo a él…

Léonce de Carville se dignó a poner un ligero rictus que podía significar tanto satisfacción como atención. Siguió andando con paso decidido, sin titubear. Se encargaron de despejar los pasillos atestados delante de él.

La noche anterior, el industrial había perdido en la tragedia del monte Terrible a su único hijo y a su nuera. Era él, sagaz jefe de empresa, quien había empujado a su hijo dos años antes a hacerse con la dirección de la filial turca de la empresa. Se trataba de un secreto a voces, el joven Alexandre de Carville tomaría las riendas de la multinacional tras su padre. La sucesión debía efectuarse sin estridencias. Alexandre de Carville adquiría práctica con brillantez en Turquía, donde, además de su sólida formación en la Politécnica, hacía valer su título en ciencias políticas. Debía tratar alternativamente, según los cambios de régimen, con la Turquía militar y la Turquía democrática. El objetivo final era la apuesta más importante de toda la empresa de Carville, el contrato decisivo para las décadas venideras: Alexandre de Carville se había exiliado con su familia a Turquía para negociar el oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan, el segundo más largo del mundo, de cerca de dos mil kilómetros, del mar Caspio al Mediterráneo, más de mil de los cuales recorrían Turquía hasta el pequeño puerto de Ceyhan, al sudeste de la costa mediterránea turca, casi en la frontera de Siria, donde la familia de Alexandre de Carville había instalado sus cuarteles de verano. Una negociación muy trabajosa: desde hacía dos años el asunto estaba estancado. Alexandre de Carville vivía la mayor parte del año en Turquía con su mujer Véronique, su hija Malvina, que tenía seis años en ese momento, dos de los cuales los había pasado en Turquía. Desde que Véronique se había quedado encinta no había regresado a Francia: su frágil salud complicaba el embarazo, le habían desaconsejado los desplazamientos, el avión simple y llanamente se lo habían prohibido. El parto, no obstante, se había desarrollado sin problemas en Bakırköy, la mayor maternidad privada de Estambul, y la pequeña Malvina pudo estrechar entre sus brazos con devoción a su hermana pequeña, Lyse-Rose. Léonce de Carville y su mujer, Mathilde, que se habían quedado en Francia, recibieron un bonito parte y una fotografía un poco difusa de su nieta. No había prisa. El encuentro de la familia estaba previsto para la Navidad de 1980. Malvina de Carville voló a Francia, como cada año, a comienzos de las vacaciones, una semana antes que sus padres. El resto de la familia, Alexandre, Véronique y la pequeña Lyse-Rose, debía reunirse con ellos unos días más tarde, con el vuelo Estambul-París de la tarde, el 23 de diciembre. La fiesta ya estaba programada en casa de los Carville, en la inmensa residencia familiar de Coupvray, a orillas del Marne. En honor de su hermana pequeña, Malvina, una adorable bolita morena de seis años, traviesa e irresistible, que mandaba como un general tanto en Turquía como en Francia a un ejército de criados, había hecho adornar con pompones rosas y blancos todo el camino del vestíbulo de la entrada hasta el cuarto de Lyse-Rose, incluida la gran escalera de cerezo silvestre.

Malvina de Carville…

Permítanme desviarme durante unas líneas de la larga caminata de Léonce de Carville por los pasillos del hospital de Montbéliard y presentarles a Malvina. Es importante. Ya lo entenderán.

Malvina de Carville, pues.

He aquí una a la que nunca le he gustado. Es lo menos que puedo decir. Curiosamente, el sentimiento es recíproco. Por mucho que me persuada de que la locura no es por su culpa, de que sin toda esta tragedia se habría convertido sin ninguna duda en una mujer brillante y deseable, una gran burguesa bien nacida y luego bien casada. Eso no impide que esa cría, al cabo de los años, con sus obsesiones crecientes, me haya dado siempre un miedo del demonio. Al contrario que su abuela, ella nunca confió en mí; debía de percibir con claridad que la consideraba una especie de monstruo. ¡Sí, de monstruo! Porque eso es en lo que esa adorable cría de seis años se ha convertido con el tiempo. Una criatura fea, amargada e incontrolable. Pero dejémoslo. No es el momento de hablar de esto todavía. Con un poco de mala suerte, esta libreta de notas podría llegar a las manos de esa arpía, ¡y quién sabe entonces qué reacción podría provocar en ella la lectura de estas líneas!

Volvamos más bien a lo que la enloqueció. El milagro. El simulacro de milagro, para ser más preciso.

En el centro hospitalario de Belfort-Montbéliard, Léonce de Carville conservó esa especie de distancia que por una vez nadie en su entorno se tomó como frialdad, sino como pudor. Permaneció estoico, incluso cuando le presentaron a su nieta, detrás de un cristal que impedía que se oyera su llanto.

—Es ella —dijo la enfermera—. La primera cuna, justo delante de usted.

—Gracias.

El tono era sobrio, tranquilo, controlado. La enfermera se alejó tres pasos. Le había informado, Lyse-Rose era todo lo que le quedaba a Léonce de Carville…

En ese instante, la fe del brillante jefe de empresa debió de tambalearse. Quedar mellada, al menos. Por supuesto, Léonce no era un católico tan ferviente como su mujer. No era creyente más que por conversión, por sociabilidad, para que el científico racional resultase apropiado en su familia política y la influyente sociedad de obras de caridad confesionales de Coupvray. Pero en tal instante debió de haber sido difícil, incluso para el más racional de los hombres, no pensar en el más allá. No estar dividido entre la ira contra un Dios cruel que te quita a tu único hijo y el reconocimiento, el perdón a un Dios mezquino que por remordimiento, por compensación tal vez, acepta salvar a tu nieta. Sólo a ella…

Lyse-Rose lloraba en silencio en su jaula de cristal.

—Es un milagro —dijo con disimulo a su espalda el doctor Morange, un médico en bata blanca con sonrisa de cura.

Tenía la misma expresión cuando lo conocí y me lo contó todo, años más tarde.

—Está milagrosamente bien. No tiene ninguna secuela, en absoluto. La mantenemos en observación por seguridad, pero ya se ha recuperado por completo. Se lo aseguro, esto parece un prodigio…

Gracias a ti, allí en lo alto, debió de pensar de todas formas Léonce de Carville.

Fue en ese momento cuando una enfermera acudió a preguntar por el jefe de servicio de guardia. Tenía una llamada telefónica urgente, sí, para él. Urgente y muy extraña. El doctor Morange dejó a Léonce de Carville delante de la jaula de cristal donde retozaba su nieta.

«Sólo podrá, por fin, derramar alguna lágrima», se dijo el médico, a quien, como a todo el mundo, le gustaban las tragedias que terminan bien, o al menos que terminan mejor de lo que han empezado. Todavía emocionado, cogió el auricular que le tendía la enfermera.

La voz en el aparato parecía llegar del otro lado del mundo, una mezcla de gravedad y apresuramiento.

—Buenos días, doctor, soy el abuelo del bebé del avión. Ya sabe, la catástrofe en el Jura, esta noche. En la centralita me han pasado con usted. ¿Cómo está?

—Bien. Muy bien, puede estar tranquilo, todo va a ir a mejor. Creo incluso que podrá salir en pocos días. Además, su abuelo paterno ya ha llegado. Si quiere que se lo pase…

Se hizo un silencio. El médico sintió desde ese momento que algo se descontrolaba.

—Doctor. Lo siento, debe de estar equivocado. Yo soy el abuelo paterno del bebé. Y mi nieta no tiene abuelo materno, mi nuera era huérfana…

Una comezón nerviosa agitaba los dedos del doctor Morange. El médico se imaginaba a toda velocidad explicaciones en su cerebro en ebullición. ¿Una broma? ¿El ardid de un periodista ávido de información? Le faltaban detalles.

—Me habla de la catástrofe del vuelo Estambul-París de esta noche, ¿verdad? ¿De la superviviente del milagro? ¿De la pequeña Lyse-Rose?

—No, doctor…

El médico percibió en la voz de su interlocutor que éste daba un inmenso suspiro de alivio.

—No, doctor —prosiguió la voz tranquilizada—, hay un malentendido. El bebé con vida no se llama Lyse-Rose. Se llama Émilie.

Las gotas de sudor perlaban la frente del médico; eso no le pasaba nunca, ni siquiera en el quirófano.

—Disculpe, caballero, es imposible. El abuelo de la niña está aquí, en el hospital. El señor de Carville, en este mismo instante, está con ella, la ha reconocido, afirma que su nombre es Lyse-Rose…

Siguió otro silencio incómodo a cada lado de la línea.

—¿Usted vive lejos de Montbéliard? —aventuró el médico.

—Dieppe, en Alta-Normandía.

—Ah. Pues… pues creo que lo mejor, ¿señor…?

El médico ganaba tiempo torpemente.

—Señor Vitral. Pierre Vitral…

—Pues bien, señor Vitral, creo que lo más sencillo es telefonear a la comisaría de Montbéliard. Creo que están comprobando la identidad de los pasajeros. No puedo decirle más. Le informarán. Le proporcionarán todas las respuestas…

El médico se odió en el acto por jugar a los funcionarios mandando a un pobre tipo angustiado a la ventanilla de enfrente. Percibía con claridad que al otro lado del hilo telefónico, en Dieppe, una vez colgase, ese hombre iba a desmoronarse, como si hubiesen matado por segunda vez a su nieta. Se tranquilizó. Al fin y al cabo él no tenía nada que ver con todo aquel asunto. Esa historia era ridícula. El tipo debía de estar equivocado.

Colgaron.

El médico se preguntó entonces si debía hablar de esa extraña llamada con Léonce de Carville.

Pierre Vitral volvió a colocar poco a poco el auricular. Su mujer, Nicole, estaba de pie a su lado, inquieta: .

—Entonces ¿Émilie está bien? ¿Qué te han dicho?

Su marido la miró con una infinita ternura, tal y como todavía sabía hacerlo. Habló con dulzura, como si fuese su culpa: .

—Me han dicho que el bebé que ha sobrevivido se llama Lyse-Rose, no Émilie…

Nicole y Pierre Vitral no dijeron nada durante largo rato. La vida no les había sonreído ni a uno ni a otro. Unir dos desgracias provoca algunas veces una ecuación positiva, como cuando se suman dos signos de resta. Entre los dos habían hecho frente a diario a la falta de dinero, a los golpes del destino, a las enfermedades. Sin quejarse nunca. Siempre es lo mismo, si no se protesta, no se consigue nada. Como los Vitral nunca se habían manifestado contra la vida, ésta no se había cortado en encasquetarles su excedente de desgracias. Pierre y Nicole Vitral se habían dejado la salud, Pierre la espalda y Nicole los pulmones, durante más de veinte años, vendiendo patatas fritas, salchichas y demás cosas a la parrilla en una furgoneta Citroën clase H naranja y roja acondicionada, en el paseo marítimo de Dieppe y en todas las playas del norte, según los acontecimientos, los festivales, el tiempo. pocas veces clemente. Les había dado tiempo de traer dos hijos al mundo para burlarse de la vida, y ésta les había vuelto a quitar uno: Nicolas, en un accidente de moto, en Criel-sur-Mer, una tarde de lluvia y ahora Pascal.

Tenían la mala suerte pegada a la piel y, no obstante, por primera vez, hacía apenas dos meses habían ganado algo: una estancia de quince días en Bodrum-Gumbet.

¿Bodrum-Gumbet? ¿Dónde se encontraba eso de Bodrum-Gumbet?

En Turquía, una península que se adentra en el Mediterráneo, bordeada de
resort
de cuatro estrellas, con las patas de la tumbona en el agua transparente. Todos los gastos pagados. ¡Un auténtico palacio! Lo habían ganado por casualidad en un concurso, por obra de una simple papeleta dejada en un bocal de cristal de la galería de Carrefour durante la quincena de los comerciantes. Sacaron el billete de su hijo, Pascal. No existía más que una única condición: había que irse antes de finales del año 1980. Eso no les iba muy bien. Pascal y Stéphanie, su mujer, eran padres desde hacía apenas dos meses de la adorable y pequeña Émilie. Marc, su hijo mayor, que ya tenía dos años, no suponía ningún problema, podía quedarse en casa de sus abuelos lo que durase el viaje. Pero con Émilie era más complicado, Stéphanie todavía le daba el pecho, y de todas formas no tenía ningunas ganas de alejarse quince días de su hija. Los billetes eran nominativos, no podían cambiarse. O perdían el viaje o iban con la pequeña.

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