Marc se quedó paralizado.
Tuvo un presentimiento siniestro. Todo en la actitud de Émilie parecía falso. Su apariencia jovial, sus gestos forzados para aparentar naturalidad.
—Pero no debes abrirlo inmediatamente —prosiguió Émilie de un tirón—, sólo cuando me haya ido. Dentro de una hora, ¿prometido? ¿Puedo confiar en ti? Es como en el escondite, debes dejarme tiempo para que desaparezca; cierras los ojos, cuentas, digamos, hasta mil…
Émilie parecía haber puesto toda la energía que le quedaba en ese intento de hacer pasar su recomendación por un juego amoroso intrascendente. Marc no era ningún pardillo.
—¿Prometido? —insistió Émilie.
Marc asintió resignado. Sus miradas se encontraron durante un largo rato. Los párpados de Émilie se agitaron primero.
—No, no lo harás. Eres un cabeza cuadrada, Marc, te conozco, vas a tirarte encima del regalo en cuanto haya vuelto la espalda…
Marc no la contradijo. Émilie levantó una mano con gracia.
Otra vez esa maldita sortija.
—¿Mariam?
La dueña del bar, como si acechase sus actos y gestos, reaccionó de inmediato y al instante se encontraba frente a la mesa de Marc y Émilie.
—Mariam, te confío una misión. Te dejo este paquete. Debes dárselo a Marc dentro de una hora, ¡ni un minuto antes! Aunque te suplique, te pague o te haga cantar. Y, ahora que lo pienso, dentro de una hora también me lo envías a clase, aula B318, ¡sin falta!
La mujer se encontró con el paquete en la mano.
—Confío en ti, Mariam.
No tenía elección. Émilie se levantó de un salto, metió el estuche que envolvía la cruz tuareg en su mochila y dio un beso casto en el rostro a Marc. Entre la comisura de los labios y la mejilla. Ambiguo, como para burlarse de Mariam…
Émilie empujó la puerta de cristal del Lenin y se esfumó en el patio, como un fantasma, arrollada por la riada de estudiantes.
La puerta se cerró.
Mariam apretó el paquete en el hueco de la palma de la mano. Iba a obedecer a Émilie, por supuesto, pero no le gustaba ese juego. Mariam tenía experiencia con parejas que se dejaban, las mujeres poseían en esos momentos una determinación y una imaginación sorprendentes.
Émilie era de ésas.
Toda esa puesta en escena apestaba a mentira. Émilie huía a todo correr y ese regalo en su mano era una bomba de efecto retardado. Marc no debería haberla dejado irse así. Ese buen chico era demasiado cándido, demasiado confiado. Mariam todavía no lograba decidir si la chica que huía de él era su hermana, su mujer, su amante o su amiga, no lograba determinar el vínculo que los unía, pero estaba segura de que Émilie sólo tenía un objetivo en mente.
Romper ese vínculo.
2 de octubre de 1998, 09.02
Marc miraba a Mariam, que se encontraba detrás de la barra. La dueña del bar, entre dos pedidos, había deslizado el pequeño paquete que le había confiado Émilie en la caja registradora mientras le echaba una ojeada inequívoca. Nada que esperar por ese lado antes de la hora fijada por Émilie. La solidaridad femenina. Como último recurso, sus ojos se detuvieron en el cuaderno verde de Crédule Grand-Duc. Émilie sabía lo que hacía. Esperar allí una hora antes de su primera clase, un trabajo dirigido soporífero sobre el derecho constitucional europeo animado por un joven profesor que se pasaba la mitad de las prácticas respondiendo al teléfono móvil. Émilie lo había engañado. Atrapado. Una hora por matar.
El Lenin estaba a rebosar. Un tipo alto le preguntó a Marc si podía prestarle la silla de enfrente, Él asintió distraído. El reloj rojo y blanco de Martini indicaba las 09.03. A Marc no le quedaba elección, pero de todas formas dudó si levantar la tapa del cuaderno. Su mano se deslizó por el cartón de acabado brillante, lentamente. Esperó, levantó de nuevo los ojos. Las agujas negras del reloj de Martini parecían pegadas con cinta adhesiva.
09.04.
Marc suspiró.
Todavía no se había bebido su café, no iba a hacerlo ahora, en realidad nunca le había gustado el café. Un profesor viejo de pie en la barra con una caña delante, inclinado sobre
Le Parisien
, miraba de reojo su sitio. En ese momento Marc sólo tenía ganas de una cosa, levantarse, huir, correr tras Émilie, tirar esa libreta a la papelera.
Miró por el cristal, como para buscar en la muchedumbre cada vez más densa la silueta familiar de Émilie, como si esa masa fuese a detener su carrera, a apartarse, a hacer un pasillo humano entre ella y él. Se le nublaron los ojos. Se aceleró la frecuencia de su corazón, sintió una especie de estrangulamiento en el cuello. Conocía bien los primeros síntomas, la taquicardia, las dificultades respiratorias. Apartó con prudencia la mirada del patio de la universidad.
Poco a poco empezó a respirar mejor.
Sus dedos se posaron de nuevo sobre la libreta verde pálido.
Émilie iba a ganar, como siempre. Él también debía afrontar su pasado.
Marc respiró y abrió el cuaderno. Grand-Duc poseía una letrita apretada, muy uniforme, un poco nerviosa. Totalmente legible.
Marc lo estudió. Se sumergió en las olas azules de letras, palabras y líneas como uno se sumerge sin respiración en un mar de dudas.
Diario de Crédule Grand-Duc
Todo comenzó con una catástrofe. Creo que nadie o casi, antes del 23 de diciembre de 1980, había oído hablar del monte Terrible. Yo el primero. El monte Terrible es una de esas pequeñas cimas del Jura, en la frontera entre Suiza y Francia, una cima atrapada en medio de un meandro del Doubs; una montaña de vacas, lejos de todo, de Montbéliard por la parte francesa, de Porrentruy por la parte suiza. Una cima no muy alta, 804 metros, pero, sin embargo, no siempre accesible, y menos en invierno, cuando la nieve lo cubre todo. El monte Terrible es sobre todo conocido por algunos historiadores por haber sido un departamento franco-suizo durante la Revolución. Desde entonces todo el mundo lo ha olvidado, salvo, tal vez, el centenar de habitantes del lugar, y el monte Terrible es llamado más a menudo «el monte Terri». Por supuesto, cuando el Airbus 5403 Estambul-París chocó contra él, la noche del 22 al 23 de diciembre, en la ladera sudoeste, parte francesa, los periodistas prefirieron el nombre de monte Terrible al de monte Terri. Han de ponerse en su lugar: ¡«La tragedia del monte Terrible», para los titulares, sonaba mucho mejor, a fin de cuentas, que «La tragedia del monte Terri»!
La gente tal vez se acuerde todavía. Tal vez no. Los accidentes se suceden y todos se parecen. Pocos meses antes, un Boeing 747 se había estrellado cerca de Tenerife, en las islas Canarias. Ciento cuarenta y seis muertos. Un año después del accidente del monte Terrible, el 1 de diciembre de 1981, el DC 9 Liubliana-Ajaccio cayó sobre el monte de San Pietro: ciento ochenta muertos. El único accidente de aviación en la historia de Córcega. Todo el mundo ha olvidado, desde entonces, el accidente del monte de San Pietro. Salvo los corsos, y puede que ni siquiera ellos lo recuerden. Todo el mundo se acuerda hoy del monte Sainte-Odile, a la espera de que otro tome el relevo.
En la época, en 1981, se habló de una serie de calamidades.
¡Tonterías! ¡Las estadísticas están ahí! Confíen en mí, he navegado horas en las páginas web de accidentes de aviones, <1001crash.com>, por citarles una. Consúltenlo, ya verán, alcanzan un nivel de precisión alucinante, el número de muertos y un montón de detalles sobre los pocos segundos que preceden a la caída final. Puede parecer increíble, pero han registrado más de mil quinientos accidentes de aviones desde hace cuarenta años y más de veinticinco mil víctimas. Si hacen el cálculo, suman cerca de cuarenta accidentes por año, uno a la semana en algún lugar del planeta, más o menos, y no sólo en China o en la Siberia profunda…
Así que piénsenlo, un accidente con fecha de 1980, la tragedia del monte Terrible, ¡todo el mundo lo ha olvidado desde entonces! Ciento sesenta y ocho muertos. Polvo. Polvo de estrellas.
En la época de la catástrofe del monte Terrible yo también pasaba de aquella historia. Aquella mañana apenas si había leído la noticia. Estaba haciendo una vigilancia cerca de Hendaya, un caso de malversación de fondos en torno al casino con un trasfondo de terrorismo vasco. Un rollo bastante apasionante. En aquel momento tenía unos planes más bien calentitos, era mi especialidad. Me había establecido por mi cuenta desde hacía menos de cinco años como detective privado, después de haber hecho durante veinte años de mercenario en los cuatro confines del globo. Me acercaba a los cincuenta. Tenía que apañármelas con una cadera engurruñada y una columna vertebral tan retorcida como la de una vara de Esculapio; ganaba casi un kilo a la semana vigilando a la gente, que tardaba luego un mes en perder, en el mejor de los casos. En resumen, era detective privado y aquello me sentaba bien.
Debí de oír la noticia del accidente por la mañana, como todo el mundo, en la radio, durante esa vigilancia en el aparcamiento frente al casino de Hendaya, sin prestarle mayor atención, sin saber que unos meses más tarde ese accidente iba a convertirse en el único sentido de mi vida. ¡Qué ironía! Si lo hubiese sabido…
El Airbus 5403 Estambul-París se estrelló en el monte Terrible el 23 de diciembre, en plena noche, a las doce y treinta y siete exactamente. Nadie supo en realidad lo que pasó aquella noche. El invierno había sido más bien templado hasta entonces, pero se había puesto a nevar sin cesar desde la mañana. Aquella noche, la tormenta era aún más violenta. El monte Terrible se presenta un poco como un umbral entre el Jura suizo y el Jura francés. El piloto debió de dar un traspié en él. Es lo que se dijo en la época, era tan simple como eso, echarlo todo sobre las espaldas de ese pobre piloto, carbonizado como los demás en la carlinga. ¿Y la caja negra?, me dirán. No reveló nada, aparte de que el avión volaba demasiado bajo y que el piloto acabó perdiendo el control. La asociación de víctimas y la familia del piloto trataron de saber más sobre el caso, sin éxito. Se culpó por tanto al piloto, a la nieve, a la tormenta, a la montaña, a la fatalidad, a la famosa ley de Murphy sobre las series de calamidades. Se dijo que no era culpa de nadie. Hubo un juicio, por supuesto. Las familias de las víctimas querían saber. Pero a nadie le importaba eso. No fue aquel juicio lo que apasionó al público.
La carlinga se estrelló a las doce y treinta y siente. Fueron los expertos quienes lo calcularon después, pues ningún testigo estaba presente, salvo los pasajeros, pero no se recuperó nada de ellos, ni siquiera un reloj roto que hubiese indicado la hora del accidente. Los ecologistas habían luchado antes de las Navidades por cada uno de los pequeños abetos jurásicos. En pocos segundos, el Airbus arrancó más árboles de raíz que un siglo de Nochebuenas. Los que no fueron arrancados ardieron, a pesar de la nieve. El avión trazó en el bosque una autopista de varios centenares de metros antes de hundirse, agotado. Estalló unos segundos más tarde y luego continuó consumiéndose toda la noche.
Los primeros auxilios no descubrieron la carlinga incandescente hasta una hora después. Se informó del desastre con mucho retraso. No había nadie en un radio de cinco kilómetros. La hoguera fue lo que alertó a los habitantes del valle. Luego, la nieve retrasó la asistencia médica, los helicópteros continuaron clavados al suelo, los primeros bomberos alcanzaron el claro ardiente a pie, siguiendo a duras penas la pista forestal en llamas. La tormenta se calmó de madrugada y el monte Terrible se convirtió por unas horas en el centro del mundo. Incluso hubo un proceso, o al menos una investigación, creo, para intentar saber por qué los primeros auxilios habían llegado tan tarde, pero eso tampoco le interesaba a la gente. No fue aquel proceso el que apasionó al público.
«De todas formas —debían de haber pensado los socorristas—, para qué darse prisa, no habrá ningún superviviente.» Es lo que constataron ante la hoguera de chapa aplastada. Pero los bomberos son tipos concienzudos, incluso a la una y media de la madrugada, incluso en el corazón del Jura, incluso bajo una tormenta de nieve. Así que buscaron de todos modos, sin saber muy bien el qué, seguramente para no haberse desplazado en vano, para no haber ido sólo a entrar en calor ante el inmenso fuego que lo había devorado todo en ese flanco de la montaña, el fuego que se había aliado con la nieve para convertir en cenizas y en vapor los cuerpos de ciento sesenta y ocho viajeros aterrados.
Buscaron, con los ojos irritados por el humo y la angustia. Fue un bombero muy joven, Thierry Mouchot, de la brigada de Sochaux, quien lo encontró. Esta cantidad de precisiones debe de sorprenderles, años más tarde, pero confíen en mí, todo es verdad. He pasado varias horas a solas con él, para hacerle estirar hasta la eternidad esos pocos segundos vividos con pánico, volver una y otra vez sobre cada detalle hasta el absurdo. Aquella noche no se percató en el acto. Primero pensó que no había descubierto más que un cadáver, el cuerpo de un bebé. Pero era de todas formas el único cuerpo de un pasajero del Airbus que no había ardido con el resto. Se trataba casi de un recién nacido, un niño de menos de tres meses en todo caso. Había sido expelido durante el accidente, por la puerta delantera izquierda de la carlinga del Airbus, que se había deformado con el impacto. Todo eso lo reconstruyeron los expertos, lo probaron con exactitud durante la instrucción, cuando trataron de encontrar qué sitio ocupaba el bebé en el avión, el bebé y sus padres. Tranquilícense, volveré sobre ello un poco más tarde. Sean pacientes…
Mouchot, el joven bombero, estaba convencido de que había descubierto un cuerpecito sin vida: el bebé había pasado más de una hora bajo la nieve. Y, sin embargo, cuando se inclinó hacia él, observó que el niño, su rostro, sus manos, sus dedos estaban apenas azulados. El cuerpo descansaba a una treintena de metros de la hoguera. El calor protector de la carlinga ardiente lo envolvía. El joven bombero de Sochaux practicó entonces, muy rápido, como le habían enseñado, el boca a boca, luego un masaje cardíaco, mientras tomaba infinitas precauciones. Nunca había pensado que podría salvar la vida de un recién nacido que además estuviera en tales condiciones…
El bebé respiraba débilmente. Los servicios de urgencia, en los minutos que siguieron, se encargaron del resto. Más tarde, los médicos confirmaron que era el incendio en el claro, el calor emanado por la carlinga fundida, lo que había salvado al recién nacido, una niñita de ojos azules, muy azules para tan corta edad, con toda probabilidad francesa a juzgar por su piel clara. Había sido arrojada a una distancia suficiente como para no ser quemada viva pero, sin embargo, pudo beneficiarse de la protección de las llamas en el frío de la noche. Terrible ironía, el holocausto de los pasajeros, de sus padres, es lo que le había salvado la vida. Es lo que dijeron los médicos para explicar el milagro.
¡Porque estaba claro que se trataba de un milagro!
La mayoría de los periódicos nacionales cerraron con una edición especial sobre la catástrofe, a última hora de la noche, pero no pudieron esperar el veredicto de la asistencia médica. Un solo diario,
L’Est Républicain
, corrió el riesgo de esperar más, de retrasar los rotativos, de mandar hacer guardia a todo el personal, de establecer un dispositivo de alerta excepcional. Sin duda el olfato de un redactor jefe.
L’Est Républicain
disponía de un ejército de
freelance
en cada rincón del Jura, plantados detrás de las sirenas, delante de los hospitales. La noticia del milagro saltó hacia las dos de la madrugada.
L’Est Républicain
pudo titular, en su edición del 23 de diciembre de 1980: EL MILAGRO DEL MONTE TERRIBLE. La expresión hizo fortuna. Los periodistas forzaron el hallazgo hasta publicar, al lado de una imagen de la carlinga calcinada en el claro, una fotografía de la recién nacida en brazos de un bombero ante el hospital de Belfort-Montbéliard, a color, en la que se había acentuado un poco de manera artificial el azul de su rostro, de sus miembros y de sus ojos. El breve comentario decía sin ambages: «Accidente dramático del Airbus 5403 Estambul-París, en las laderas del monte Terrible, en la frontera franco-suiza, la noche del 22 al 23 de diciembre de 1980. Ciento sesenta y ocho de los ciento sesenta y nueve pasajeros y miembros de la tripulación han muerto en el acto o han fallecido atrapados en las llamas. Único superviviente del milagro, un bebé de tres meses expelido durante la colisión antes de que la carlinga se incendiase.» .Francia se despertó con los acordes de esta tragedia. La huérfana de las nieves hizo llorar en todos los hogares. Durante la mañana, la exclusiva de
L’Est Républicain
fue retomada por las revistas de prensa de todas las radios y televisiones. ¿Se acuerdan de ello ahora, tal vez? Esos espumarajos de lágrima viva que invadieron el luto invernal de la nación…Quedaba un detalle. El diario del este había logrado publicar una imagen de la superviviente del milagro, pero no su nombre. Era complicado a las dos de la madrugada: había que contactar con los empleados de Airbus en Estambul. Eso es lo que debía de haberse dicho el redactor jefe. El nombre de la superviviente, después de todo, no era tan importante. Sin duda, colocar el nombre de la huérfana de ojos azules bajo la imagen, en la portada del periódico, le habría permitido cargar las tintas en el registro emocional; pero «el milagro del monte Terrible» tampoco estaba mal. Eso mantendría el misterio hasta la identificación del bebé, que se anunciaría al día siguiente por la mañana.
Como muy tarde…
¿Y qué más.?
Ese apellido, ese nombre. ¡Hace dieciocho años que los busco!