Un barco cargado de arroz (39 page)

Read Un barco cargado de arroz Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Un barco cargado de arroz
13.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Puede que sea un lugar común, pero debes reconocer que tiene algo de verdad.

—Poco. Ahora hasta las manzanas se roban por sistemas informáticos llenos de sofisticación.

—¡Ni que lo jures, mira el tal Arcadio con sus timos a cuenta de la caridad!

—Es un buen ejemplo. En tiempos pasados le hubiera quitado la recaudación a un ciego; hoy en día, tiene detrás una fundación. ¿Qué hago?, ¿sigo con la investigación?

—Nos hace falta algo rápido, pero sigue buscando. Tarde o temprano tu trabajo se utilizará. ¿Te ha puesto trabas el viejo Ayguals?

—Desde luego no le hace ni puta gracia que ande escarbando en su contabilidad, pero no tiene más pelotas que transigir.

—Está bien, Sangüesa, haz el informe.

Ya me había imaginado que por medio de los libros contables no íbamos a cazar a nuestra presa. Todo había sido ideado de modo cuidadoso, y si Flores no se hubiera montado su chiringuito paralelo, probablemente los líos de la fundación nunca hubieran quedado al descubierto.

Desde mi ordenador entré en el informe general del caso. Alguien había puesto interrogantes en los puntos más oscuros. Coronas, con toda seguridad. Pues, si lo que pretendía era comerme la moral, estaba fresco, llevaba más de una semana sin redactar ni una línea. Revisé el estilo del subinspector, tan florido dentro de la tradición genuinamente policial. No era ninguna mala idea que fuera Garzón el redactor de informes, utilizaba con naturalidad expresiones como: «día de autos», «individuo sin identificar» o «inspección ocular», todos ellos modismos que a mí siempre me causaban un cierto rubor.

De pronto, Domínguez llamó a la puerta y asomó su cabeza de guardia celoso de su deber por una rendija:

—Inspectora, el señor Ayguals quiere verla.

—¿Otra vez?

—Digo yo que en esta ocasión será el hijo, porque no es tan viejo como el Ayguals anterior.

—¡Pues dígalo todo de golpe, Domínguez, no le eche tanto suspense! Hágalo pasar.

¿Estaba dispuesto a confesar «el angelito»?, ¿ahí acababa nuestra investigación? Por el modo nervioso en que entró, estuve a punto de creerlo.

—Inspectora, necesito hablar con usted.

—Siéntese, Ayguals.

Empezó a largar aún antes de haberse acomodado del todo. Era como si trajera aprendida una lección.

—Mire, inspectora, la verdad es que he estado observando, enterándome a medias de cosas y...

Abrí bien los ojos cuando se calló.

—¿Y...?

—Me cuesta tener que decir esto, pero creo que es verdad que mi padre se ha metido en algo feo. No sé de qué se trata, pero tengo intuiciones. He visto cosas raras.

—¿Ve cosas raras y no sabe qué son?

—Sí, pero lo que quiero que sepa es que, sea lo que sea el asunto de mi padre, yo no tengo nada que ver. Todo el tiempo que pasé al frente de la empresa hice las cosas según la ley, sin concesiones, sin tapujos. Si hay algo sucio, a mí no me cuente entre los culpables.

Lo observé con intensidad.

—¡Vaya, su padre también ha estado hablando conmigo, pero sólo pretendía defenderle a usted! Es una actitud bien diferente.

—¿Defenderme, defenderme de qué? Yo no tengo ninguna necesidad de que nadie me defienda porque no he hecho nada.

—¿Por qué no se lo dice directamente a él?

—Le tengo respeto.

—O quizá teme que pueda enfadarse y echarlo de la empresa, ¿no?

—Todo esto no tiene nada que ver con el tema que me trae aquí. Yo no he hecho nada, inspectora, y si la empresa está implicada en algo, ese algo ha sido ejecutado a mis espaldas.

—Usted le hizo perder dinero a la empresa.

—Eso no es un delito.

—No, no lo es, pero si intentó remediarlo a la desesperada...

—Le juro que no es así, se lo juro. ¡Estoy harto de esa empresa, inspectora!, en el fondo sólo me ha servido para ganarme el desprecio de los demás. ¡Nunca era lo suficientemente bueno comparado con mi padre!

—Juan, escúcheme bien. Estamos esperando recibir de un momento a otro el informe de ADN, es su oportunidad de contarme qué pasó en realidad. ¿Sigue manteniendo que nunca pisó el despacho de la fundación?

—No he estado allí jamás, jamás.

—En ese caso, no creo que tengamos nada más que hablar.

Se levantó con un rictus de desesperación, los músculos de la cara contraídos, la frente sudorosa, los ojos cargados de nubes.

—Nunca van a creerme, está claro. Sólo espero que se demuestre la verdad.

Salió de mi despacho exhibiendo una mezcla de dignidad herida e indefensión. Cogí un cenicero de mi mesa y lo tiré con furia a la papelera. Su auténtico destino final debería haber sido la cabeza de aquel patético cuarentón. ¿Cómo era capaz de presentarse frente a mí exhibiendo estúpidos complejos familiares no resueltos, acusando indirectamente a su padre, pidiendo comprensión? ¿Por qué no había salido de la órbita familiar que tanto parecía incomodarle? ¡Joder!, lo que debería haber hecho era enfrentar al padre y al hijo en una especie de careo, contarle al viejo Ayguals cómo su retoño se desmarcaba de cualquier cosa que él hubiera podido hacer. En fin, ¡al carajo!, impartir justicia divina no me correspondía a mí. Saqué el cenicero de la papelera, lo recoloqué en su lugar y me dispuse a largarme. Tomaría una ducha y una copa, orden de actividades que suele funcionar cuando necesito cierta paz inducida.

De camino a mi casa, al volante del coche me dio por pensar en plan negativo. Todos los caminos de aquel juego dirigían en línea recta hacia Textiles Ayguals, de eso no cabía duda. Pero ¿y si la clave del asunto no estaba en el padre ni en el hijo, sino en alguien de su entorno: una de las dos secretarias fieles, la ex mujer de Juan? De ser así, no nos encontrábamos al final del caso, y cabía la posibilidad de que pasaran meses antes de aclararlo. Me horroricé. El orden de actividades sería el mismo al llegar, pero en vez de una copa me tomaría dos.

Aparqué cerca de la esquina y caminé apretando el paso. Entonces, desde las sombras, alguien me llamó:

—Inspectora Delicado, no se asuste, por favor.

Me volví y toqué la pistola en mi bolsillo. Tenía frente a mí a un joven con la cabeza muy rapada. ¿Volvía la pesadilla de los skin heads?

—¿Quién es usted? No se acerque ni un paso más.

—Inspectora, ¿no me reconoce?, ¡soy yo, Sergio!

—¿Y quién demonio...?

—¡Sergio, el novio de Yolanda!

—¡Por todos los demonios, ¿qué haces aquí?!

—No, inspectora, perdone, verá. Yo no tengo su teléfono, pero sabía dónde vive porque seguí a Yolanda cuando vino a su fiesta, por eso he esperado hasta que llegara, pero no quiero molestarla.

—¿Por qué no has ido a comisaría?

—Es que quería hablar con usted en privado.

Renegando por lo bajo, abrí la puerta y encendí la luz. Pude verlo con claridad. Sí, lo recordaba, más o menos lo recordaba: alto, fuerte, hombros anchos y jersey ajustado al torso sin un gramo de grasa, cara de no tener ni otro gramo de cerebro bajo el cráneo de tipo romano.

—Bueno, pasa. ¿Qué es lo que ocurre?

—¿No me deja que me siente, inspectora? No soy un delincuente.

Me quedé mirándolo y suspiré:

—Sergio, estoy cansada. He tenido un día muy malo hoy... Pero está bien, de acuerdo, te doy un cuarto de hora para decir lo que tengas que decir. Siéntate.

De sobra imaginaba de qué quería hablarme.

—Inspectora, no sé si lo sabe, pero Yolanda me ha dejado.

—No sabía nada —mentí.

—Se ha largado con otro, un tío que es médico.

—¿Médico?

—Un psiquiatra. Un tío viejo, bueno, quiero decir mucho mayor que ella.

Me pregunté hasta dónde llegaba su información. Lo observé en silencio, dejándolo hablar.

—Para mí que es un tío que sólo quiere aprovecharse de ella, ligar y luego dejarla tirada, pero ella está encoñada, con perdón. Dice que es un hombre muy culto y muy amable, y no un bruto como yo. Me dedico a colocar toldos en terrazas y balcones, no soy médico, pero me gano la vida muy bien.

—A lo mejor eso no tiene demasiada importancia para ella.

—¿Ah, no?, ¡pues bien que se pavonea ahora de que sale con un hombre que tiene pasta y estudios!

—A lo mejor ya no estaba a gusto contigo. Hoy en día, las mujeres nos hemos vuelto exigentes.

—Puede que yo tenga mucha boquilla, pero a la hora de la verdad, ella siempre hacía lo que le daba la gana.

—Siento lo que ha pasado, Sergio, pero en cualquier caso es algo en lo que no tengo nada que ver. De modo que no creo que nos conduzca a ninguna parte seguir hablando.

—Usted tiene mucha influencia sobre Yolanda, inspectora, se ha hecho policía por usted.

—Eso es absurdo.

—¡Es la pura verdad! Un día me dijo que usted era la mujer que más admiraba en el mundo.

—Se referiría a lo profesional.

—No. Ella dijo que usted tenía clase y cultura, y que era guapísima.

—Tampoco veo que nada de esto tenga nada que ver con...

—¡Sí tiene, desde luego que tiene!, porque lo que yo le quiero pedir, por favor, es que hable con Yolanda, que le haga pensar un poco para que se dé cuenta de que está equivocada yéndose con ese hombre que no la quiere ni nada. Es por su propio bien, para que nadie le haga daño, bueno, y también por mí. Dígale que vuelva conmigo, que yo... bueno, que yo soy capaz de una burrada si la pierdo, que...

Se interrumpió violentamente y miró al suelo, supuse que para evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. Observé sus tupidas pestañas negras, la nariz recta y bien formada, los labios carnosos. Se puso una mano en la cara, una mano fuerte surcada de venas marcadas.

—Nunca nada es tan terrible como puede parecer, ¿sabes?, eso es algo que he aprendido con la edad. A veces, la vida te reserva compensaciones imprevistas, o te demuestra que no hay mal que no venga por un bien. De todos modos, será mejor que te calmes un poco. Voy a buscar un par de cervezas, no nos sentarán mal.

A la mañana siguiente me despertó un timbrazo telefónico incisivo y helado como una daga:

—¿Inspectora Petra Delicado?

—Soy yo, ¿quién habla?

—Hola, Petra, soy Juan Sánchez, teniente médico de la policía científica. Me han dicho que tenías mucha prisa por conocer unos datos.

—Y la tengo, dime, ¿qué hay?

—Luego te paso el informe y lo comentamos, pero de momento quisiera que supieras que sí, que los pelos hallados en el supuesto lugar del crimen y la muestra que trajiste tienen el mismo ADN.

Musité un «gracias» y colgué sin dejar acabar a mi compañero. Empecé a vestirme y llamé a Garzón.

—Garzón, prepare inmediatamente un dispositivo policial para detener a Juan Ayguals. Dígales a los hombres que lo vigilan que le impidan cualquier movimiento.

—¿Coincide el ADN?

—¡Positivo! Le espero en comisaría.

No tomé una ducha ni me preparé café, aunque ambas cosas me hubieran hecho más falta de lo habitual. Llegué a comisaría y Garzón ya había preparado a un par de guardias y había pedido la orden del juez, que estaba en camino.

—¿Nos vamos? —pregunté sin darle ni los buenos días.

—Hay una dificultad —respondió con cara de apuro—. Los hombres que seguían a Juan Ayguals dicen que en su casa no está.

—¡¿Cómo?!

—Se pasaron toda la noche delante de su domicilio, esta mañana sólo vieron salir al viejo Ayguals, como todas las mañanas, pero el hijo no salió. Cuando usted me llamó les pedí que entraran en su casa y la chacha les dijo que no estaba allí.

—¿Y dónde cojones está?

—Debió de salir subrepticiamente durante la noche, o aprovechando el paso del camión de la basura... algo así.

—¡Que lo han perdido, vamos, en una palabra! ¡Esto es la hostia, Garzón, la hostia en verso! ¿Cómo se puede ser tan inepto? No sé quiénes llevaban el tema, pero le aseguro que a ese par de mamones les va a caer un expediente de los de joderse vivos.

—No se ponga así, inspectora, que estas cosas pasan hasta en Scotland Yard.

—¡Ni a un guardia jurado de sucursal bancaria le pasa una cosa así! ¿Cómo se puede trabajar con gente tan burra?

—Ya se sabe, a veces hay fallos que...

—¿Por qué coño los defiende?, ¿es que los escogió usted?

—¿Yo?, a mí no me meta, inspectora, fue Coronas personalmente el que les asignó este servicio.

—¡Pues se lució, el muy cabrón!

—La van a oír, inspectora.

—¡Que me oigan, a ver si alguien se entera de una puta vez de que los buenos policías no crecen en los árboles!

—Vale, inspectora; aparte de decir todos los tacos que sabe, ¿se le ocurre qué podemos hacer?

—¡Pues ir a Textiles Ayguals, naturalmente! El jodido viejo sabe con toda seguridad dónde está su hijo.

—¡Creí que no iba a decirlo nunca, vamos allá!

—Oiga, Garzón, y no me subestime.

—¿Cómo?

—Conozco muchos más tacos de los que acaba de oír. No descarte que suelte todo el repertorio antes de que acabe el día.

Cabeceó aparentando paciencia, soltó una carcajada a la que puso sordina la tensión del momento.

La arribada que hicimos a Textiles Ayguals fue propia del Séptimo de Caballería. Dejamos soldados y caballos en la recepción, y entramos en las oficinas de la empresa sólo mi subordinado directo y yo. Por descontado, Adolfo Ayguals nos recibió sin tardanza alguna, la cosa no estaba para bromas.

Yo iba lanzada y estaba hecha una furia, entramos en su despacho y ataqué:

—Señor Ayguals, venimos a por su hijo. Va a ser acusado de la muerte de Arcadio Flores. Ha desaparecido de su domicilio y no vaya a decirme que no sabe dónde está porque no voy a creerle.

Su venerable cara acusó un impacto notable. Balbuceó:

—Cuando me desperté esta mañana mi hijo ya se había marchado, pensé que estaría en la empresa, y cuando llegué...

—¡Basta ya, basta!, ¿no ve que está cogido por los cuatro costados?, ¿no se da cuenta de que las pruebas científicas están señalando a su hijo con el dedo? Si se niega a decirnos dónde está, me veré obligada a implicarlo como cómplice.

Garzón intervino oportunamente haciendo de policía bueno. Reconocí su voz impostada de comprensión:

—Señor Ayguals, sea razonable, sabemos perfectamente qué tipo de sentimientos unen a un padre y a un hijo, pero, de verdad, si nos dice dónde está, le hará un gran servicio. Puede que sea el único modo de ayudarlo. La muerte de Flores pudo ser accidental después de todo, o incluso en propia defensa, pero si su hijo es declarado prófugo, no existirá ninguna circunstancia atenuante que pueda hablar a su favor.

Other books

The King in Reserve by Michael Pryor
Pagewalker by C. Mahood
Raveled by McAneny, Anne
Random Acts by J. A. Jance
The Lobster Kings by Alexi Zentner
Buried Dreams by Brendan DuBois