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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz

BOOK: Un barco cargado de arroz
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El cadáver de un mendigo aparece una mañana en el banco de un parque. En apariencia, es uno más de los crímenes cometidos por las bandas de cabezas rapadas. Pero ni Petra Delicado ni su ayudante Fermín Garzón se conforman con esta versión de los hechos, y empiezan a tirar de los hilos de una sorprendente trama con implicaciones imprevisibles. Partiendo de los que viven al margen de la sociedad -soñando tan sólo en ilusorios barcos cargados de arroz- y apuntando a insospechadas instancias sociales, Giménez Bartlett nos vuelve a sumergir en un caso trepidante, a cuya resolución no es ajena ni la agitada vida sentimental de Petra ni las contradicciones familiares de Garzón.

Esta novela fue galardonada con el premio «Grinzane Cavour (Noir) a la Mejor Novela Extranjera» el año 2006.

Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz

Petra Delicado - 6

ePUB v1.0

RufusFire
13.02.12

AGRADECIMIENTOS

A Esther Bartlett y Comic, educadores sociales pertenecientes a la Asociación para la Acción Crítica, que me han brindado importante información sobre fenómenos sociales tan cercanos como desconocidos.

A José M.ª Rodríguez-Ponga, abogado, quien me dio datos tan inquietantes sobre el mundo de las leyes que llegaron a inquietarlo a él mismo.

A Agustín Febrer Bosch, experto en armas de fuego, quien, como siempre, me apabulló con sus conocimientos regalándome su sabiduría.

A todos ellos, la constatación pública de su generosidad y ayuda inestimable.

Para Selley Godsland, Stewart King,

Jackie Collins, Nancy Vosburg, David Knutson,

Gianna Martella y Kate Quinn, también conocidos

todos ellos como «el grupo de Holloway»,

un montón de adorables profesores locos.

Con mi amistad

1

Garzón no comprendía por qué aquel cadáver me impresionaba especialmente; tampoco lograba hacerse una idea de cuál era la índole de mi emoción. Según él, a aquellas alturas, ya habíamos visto más muertos que Napoleón y Nelson juntos, y tampoco el parque de la Ciudadela era precisamente el campo de Waterloo. Un simple mendigo tumbado en un banco, ése era todo el hallazgo. Casi parecía que el hombre estuviera dormido y aquella mañana no hubiera podido despertar. Pero no era así, lo habían apaleado hasta matarlo, si bien nadie había logrado borrar de su cara una serena dignidad. Manos largas, barba florida... era como el rey Lear dejado a su suerte en la tormenta, abatido por un injusto rayo, solo, inmóvil, recordando con su magnificencia que, incluso después de abandonado, seguía siendo un rey.

—Bobadas, inspectora... —me devolvió a la realidad mi subalterno—, un rey de la mugre quizá. ¿Quiere que le quitemos las botas y echa usted una ojeada a sus pies? Seguro que ningún rey apesta de esa manera.

¿Por qué todos consideramos que es más real lo feo que lo hermoso, lo visto que lo escrito, lo vivido que lo pensado? Un absurdo convencionalismo. Me esforcé por expresarme frente a Garzón; le tenía demasiado respeto como para no intentarlo al menos.

—Verá, subinspector, un vagabundo tiene una cierta grandeza, es como un santón, como alguien que hubiera alcanzado la sabiduría, o un nivel superior de conocimiento. Puede no dar importancia a las miserias que nos atormentan a los demás, vive libre, es superior. Por ejemplo, no paga hipotecas, ni ve programas de televisión, ni compra billetes de autobús... está por encima, carece de servidumbres, ¿me explico?

Garzón miraba con intensidad la cara del hombre, se hacía eco de mis palabras, las analizaba. Animada por esa reacción, proseguí:

—Es algo de tipo místico, ¿comprende? Como contemplar una gran catedral.

—La comprendo, sí. Me hubiera gustado verla hablando como abogada ante un tribunal, Petra, ¡lo hace tan bien!

—En un tribunal nunca podría haber dicho esas cosas, Fermín, me hubieran tomado por loca.

—Pues anda que aquí... ¡menos mal que se acababa de marchar el juez, que si no...! Porque todo eso de la mística y los billetes de autobús es muy bonito, pero a nosotros bien poco nos va a ayudar. Mire, a este santón le han dado una manta de hostias de mucho cuidado, los hechos son los hechos, y para catedrales, la de Burgos, de modo que...

¿Era necesario que intentara ser gracioso además de realista, que exhibiera aquel gracejo castizo tan típicamente español? No se le podía hacer otro reproche, porque en el fondo llevaba mucha razón. Una manta de hostias y la muerte. Después, el bullicio acostumbrado: acordonamiento, guardias preguntando en la vecindad, el juez, el forense y nosotros dos a cargo del caso. Un triste cortejo para un rey muerto.

—Para tantos golpes lleva muy poca sangre seca sobre la piel —dijo la forense, acercándose al cadáver de nuevo. Lo observó en silencio. Era una mujer joven y elegante, había dejado su bolso de fino tafilete sobre la acera.

—¿Hace mucho que murió? —pregunté.

—No me atrevo a decir nada. Está muy rígido, pero los golpes... En cuanto haga la autopsia se lo digo, inspectora, prefiero no arriesgar.

Garzón la miró alejarse mientras se acercaban los camilleros a levantar el cadáver.

—Hay que ver cómo son estos jóvenes, ¿eh, inspectora?, todo ha de ser exacto y oficial. Nosotros somos un poquito más flexibles, ¿no?

—Eso mismo decían los dinosaurios sobre las gacelas y ya ve.

No le hizo ninguna gracia mi comparación. Para él, los jóvenes parecían ser un hatajo de competidores desleales que venían al mundo con la única misión de desplazarlo de su lugar ganado en buena lid gracias al esfuerzo personal y las virtudes únicas de su generación.

Miré alrededor. Estábamos en una de las calles que limitaban el parque. En el parterre lateral había más bancos paralelos al nuestro, sobre los que fotógrafos de la policía habían almacenado su material. Levanté la vista hacia el antiguo edificio que había enfrente. Eran apenas las siete de la mañana, pero varios vecinos atisbaban desde sus ventanas cada uno de nuestros movimientos. Los guardias terminaban ya su ronda de preguntas en busca de testigos. Uno de ellos me dijo que sería difícil encontrarlos entre los habitantes de las casas. Se trataba de construcciones bastante antiguas en las que los dormitorios eran interiores. Todo el mundo debía de estar durmiendo cuando el mendigo fue atacado. Cada uno de mis enviados que regresaba me daba una nueva decepción. Nadie había oído nada. Me volví hacia uno de nuestros policías, que estaba quieto como un centinela junto a un hombre silencioso. Le pregunté a Garzón en voz baja quién era, y él me sopló con cierto estupor:

—El basurero que encontró el cadáver.

Volví a mirarlo y comprendí la sorpresa del subinspector. El basurero iba uniformado con un aparatoso traje fluorescente que lo acreditaba en su profesión sin ningún género de dudas.

Me acerqué a él. Parecía cansado, compungido, tieso de frío.

—Usted lo encontró.

—Sí, señora. Pasábamos en el camión y lo vi tumbado ahí.

—¿No pensó que estaba durmiendo?

—Yo soy de los que va colgado detrás, poniendo los containers en su sitio, ya sabe. Ese hombre tenía el brazo caído hacia el suelo y la cabeza colgando. Me extrañó. Le dije al compañero: «¿Qué te juegas que a ese tío le ha dado un arrechucho y se ha quedado frito ahí?» Entonces el compañero me contestó: «Sí, una buena cogorza de vino es lo que le ha dado.» Total, que yo me acerqué, y en seguida me di cuenta de que no era normal porque estaba muy señalado y no respiraba. Entonces pensé...

Cada ciudadano de este país, por muy bajo que sea su nivel cultural, lleva dentro de sí a un gran narrador que, al hablar, utiliza comparaciones, recrea diálogos, incluye pensamientos... un despliegue de estilo que para los interrogatorios resulta fatal. Sin embargo, antes de que pudiera impacientarme, un guardia nos interrumpió. Venía contento, casi sonriente, como un cazador que acaba la jornada con una ristra de perdices colgada del morral. Sus perdices en esta ocasión eran un joven que caminaba junto a él, la cabeza tapada por una capucha de chándal.

—Inspectora, es un testigo, dice que ha visto lo que pasó. Estaba escondido en un portal.

No conseguía verle la cara, se replegaba sobre sí mismo como un caracol.

—Acérquese y descúbrase la cabeza —le ordené.

—Ni hablar. Si me ven hablar con ustedes, uno de esos tipos vendrá a por mí. Quiero que me declaren «testigo protegido» y que me lleven a un hotel mientras los cogen.

Garzón intervino con una risotada llena de potencia y causticidad.

—¿Dónde has visto eso, tío, en una película?

Dio un paso al frente y se disponía a arrancarle la capucha de la cara, cuando se lo impedí tomándolo del brazo.

—Vamos a ver. No te vamos a llevar a un hotel, pero si quieres nos metemos en un bar y me cuentas lo que sepas, ¿de acuerdo?

Se quedó quieto, pensando si aquél era un adecuado nivel de protección, y su silencio me dio a entender que había captado cuál era la distancia entre las películas americanas y la realidad nacional.

—Está bien —accedió.

El policía que lo había encontrado estaba dispuesto a venir con nosotros, pero Garzón lo mandó seguir con su tarea sin muchas contemplaciones. No fue nada difícil dar con un bar. Era pequeño, cutre, lleno de botellas pringosas en exposición. Debíamos de ser los primeros clientes de la mañana. Pedimos café y nos instalamos en la mesa más lejana a la barra para no ser oídos por el dueño. Al fin, el monje misterioso se deshizo de la parte superior de su hábito. Ante nuestros ojos apareció un joven enclenque, de cara demacrada, con el pelo cortado a cepillo y teñido de blanco. El pabellón de una de sus orejas estaba adornado por al menos diez aros de plata. Me pareció un ser desarraigado y triste, un pobre perro mestizo débil y abandonado.

—Empecemos por el principio, ¿qué hacías tú en el lugar de los hechos?

—Yo, pues, yo me había sentado en los porches de la calle a descansar y, más o menos, me dormí porque eran casi las tres de la mañana.

Garzón sacó a toda prisa el bigote de su taza de café para decir:

—Te habías metido algo y estabas tan colocado que no podías ni andar, de modo que por eso te quedaste en los porches. Vamos mejor así, ¿no?

No tenía ánimos ni para protestar. Su mirada huyó del subinspector y erró por encima de la mesa.

—¿Tienen un cigarrillo? Se me han acabado.

Saqué mi paquete del bolso, lentamente, quería darle tiempo para reaccionar. Si Garzón iniciaba un acoso en contra suya, quizá se cerrara como un mejillón ante una alarma. Le encendí el cigarrillo. Mi ayudante continuó, implacable:

—¿Y por qué te has quedado metido en un portal toda la noche, tan colocado estabas? Porque si llevabas un ciego de impresión no sé si nos valdrá tu testimonio.

Tomé la palabra con suavidad:

—Se quedó toda la noche porque quería contar lo que ha visto, ¿me equivoco?

El pequeño ratón de ciudad me miró con la admiración que se experimenta frente a un sabio.

—Eso es, inspectora, usted lo ha dicho. Yo, ir a buscar a la poli, pues no, la verdad, no va conmigo. Y no sólo por seguridad, no crean, sino porque, en fin, no sé...

—Una cuestión de principios.

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