Un barco cargado de arroz (40 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Un barco cargado de arroz
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El rostro del anciano, cansado, surcado de arrugas y dolor, perdió tensión de pronto, se aflojó.

—Mi hijo es un desgraciado, ésa es la única verdad. No ha tenido suerte en la vida, no ha sabido hacerlo o quizá fuimos su madre y yo los que no supimos educarlo convenientemente.

—Díganos dónde está, se lo ruego —insistió Garzón con voz dulce.

—Está en las afueras, en Vallvidrera. Tenemos una casa allí.

—Escríbanos la dirección.

La mano le temblaba cuando tomó la pluma. Viendo su caligrafía, me di cuenta de lo viejo que era. Cuando acabó se quitó las gafas y se tapó la cara con ambas manos. Garzón tuvo tiempo para decir:

—Gracias, ha hecho usted lo mejor para su hijo, lo mejor para todos.

Añadió «pobre viejo» a mi oído cuando bajábamos la escalera rumbo a la calle.

—¿Nos acompaña a Vallvidrera, inspectora?

—No. Tráiganlo a mi despacho en cuanto lleguen, iré preparando el interrogatorio y haciendo las diligencias judiciales.

—Será rápido, estamos cerca.

Al abrir la puerta de mi despacho todo me pareció vagamente desconocido. Estaba desorientada, sentía mareos. Recordé que no había desayunado. Demasiadas emociones para no haber tomado café. Descolgué la gabardina que acababa de colgar. Irme un cuarto de hora a La Jarra de Oro no entorpecería los trámites finales. Pero justo cuando iba a salir un joven de unos treinta y tantos, aspecto agradable y gafas de intelectual entró como Pedro por su casa.

—¿Petra Delicado?

—Sí, ¿quién es usted?, ¿quién le ha autorizado a entrar?

—Soy Sánchez, Petra, de la policía científica. Hemos hablado antes por teléfono o, mejor dicho, antes me colgaste el teléfono.

—¡Ah, bueno, lo siento!, iba a tomar un café, ¿me acompañas?

—No puedo, si casi me he escaqueado para venir, me espera un mogollón de trabajo. Lo que pasa es que ya sabes que tenemos órdenes expresas de no anticipar datos sin antes entregar el informe y comentarlo con quien lo solicitó. Me salté las normas por hacerte una gracia, y luego me cuelgas el teléfono.

—Sí, es que lo que me dijiste tenía mucha importancia para el caso.

—¡Pero no puedes hacer nada sin antes hablar conmigo!

—Eres bastante nuevo en la policía, ¿no? Te quedarías acojonado de saber la cantidad de cosas que se hacen sin cumplir estrictamente las ordenanzas.

—Eso no impide que siga estando mal hecho.

—De acuerdo, llevas razón. Pero no me sueltes sermones, por favor, está siendo una mañana horrorosa. ¿Para qué has venido?

—Te traigo el informe.

Me alargó unos papeles, los tomé.

—Perfecto, y si ahora no te importa...

—Léelo. Tienes que leerlo delante de mí, puedes necesitar aclaraciones.

—¡Joder, cómo sois los de la científica! Vale, vamos a ver...

Empecé a leerlo sin sentarme ni pedirle que se sentara.

—¿Sabes, Petra? Había algo curioso en los primeros pelos que nos diste.

—¿Los que se encontraron en el lugar del crimen?

—Sí. Resulta que me costó prepararlos para el análisis porque estaban llenos de una sustancia pegajosa por fuera, completamente sucios. Miré de qué se trataba y justamente era lo contrario.

—¿Lo contrario?

—¡Sí, no estaban completamente sucios, sino completamente limpios porque la sustancia era jabón.

Me quedé mirándolo a la cara con perplejidad. Seguía hablando pero yo ya no oía lo que me decía. De pronto busqué mi bolso con la mirada, lo cogí y me marché a toda prisa.

—Lo siento, pero tengo que irme. Ya te llamaré.

—¡Eh, Petra, un momento!, ¿pero adónde vas?, ¿será posible?

Lo oí decir mientras me alejaba:

—Puede que los de la científica seamos especiales, pero los maderos estáis de atar, en serio.

Don Adolfo ya no estaba en Textiles Ayguals cuando volví. Su secretaria me dijo que se había marchado a las oficinas de la fundación. Estaba tan nerviosa que dejé mi coche y tomé un taxi para llegar. No descartaba tener un accidente.

Las dos secretarias ancestrales me recibieron locas de contento, como si mi visita tuviera un carácter social. Procuré quitármelas de encima.

—He venido a ver al señor Ayguals, tengo mucha prisa en hablar con él. Luego charlamos un rato, ¿de acuerdo?

—¡Por supuesto! Voy a decirle a don Adolfo que está aquí.

Un instante después Adolfo Ayguals me recibía sentado en su imponente mesa de la fundación. Parecía relajado. Sonrió:

—¡Petra!, ahora nos vemos con mucha asiduidad, ¿no es cierto? Siéntese, por favor. ¿Quiere tomar un café?

—Me apetece un café, señor Ayguals, pero no sé si procede que lo pida.

—¿Por qué?

—Porque he venido a detenerle por el asesinato de Arcadio Flores.

—¿Sola o ha traído más policías con usted?

—Sola.

—Claro, no hace falta mucha gente para detener a un viejo como yo.

—Eso espero.

—No se preocupe lo más mínimo, me portaré bien. De todos modos, insisto en que tomemos ese café. Me apetece muchísimo y a mi edad no es bueno privarse de nada.

Pidió café por el interfono. Me observó con sonrisa beatífica.

—¿Puedo saber por qué se me detiene?, ¿cuáles son las pruebas que hay contra mí?

—Alterar los indicios de un asesinato es algo difícil de hacer. Usted intentó inculpar a su hijo, señor Ayguals. Los cabellos que se encontraron en este mismo despacho tras el crimen estaban cubiertos de jabón. Alguien los puso ahí, nadie se pasea por el mundo con la cabeza llena de jabón, de modo que ese alguien debía de estar en el entorno de Juan, debía de ser alguien que tuviera la facilidad de coger los pelos del lavabo de su casa y trasladarlos aquí, alguien, en definitiva, que viviera con él.

—¡Muy bien, Petra, muy bien, sobresaliente! ¡O mejor: matrícula de honor! Les ha costado, pero al final han dado con la solución, y todo por un fallo tonto, la verdad.

Entró la secretaria con una bandeja. Me guiñó un ojo y salió. Ayguals se puso a servir el café como si tal cosa.

—¿Le pongo un poquito de leche? ¡Mire, hasta nos han traído unos croissants! ¡Esas chicas piensan en todo! Llevan un montón de años conmigo y nunca he tenido que llamarles la atención por hacer algo mal. Son de oro puro, créame.

Me bebí el café de un trago. Le dirigí una sonrisa forzada:

—Señor Ayguals, creo que deberíamos marcharnos.

—¿Adónde?

—A comisaría.

—¡Ah, no, inspectora!, antes tengo que hablar con usted, contárselo todo, darle nombres y fechas...

—Si va a hacer alguna confesión, debo advertirle que tiene derecho a que esté presente su abogado y...

—No, Petra, escúcheme. Más tarde declararé ante el juez, ante el papa, ante el mismísimo Dios, si es necesario, Él se apiadará de mí. Pero primero insisto en hablar con usted aquí y ahora.

—Está bien, adelante.

—Todo empezó por culpa de mi hijo, como usted bien debe de suponer. Ese chico es un desastre, engendrarlo sí es algo que no me perdonará Dios. Hace dos años creí llegado el momento de que se pusiera al frente de la empresa y pasar yo a un lugar secundario, ocuparme de nuevas ideas, echarle una mano si era necesario... pero él no me pidió ayuda en ningún momento, ¡ah, no, se creía muy listo, muy suficiente! El caso es que su gestión fue absolutamente ruinosa. Para que yo no me enterara, fue ocultando las cuentas y no dio a nadie ninguna información. No piense que hizo nada ilegal, ¡no!, él para arruinar una empresa no necesita de ningún artificio, le sale de modo natural. Para cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde. Había un agujero fastuoso en la contabilidad, como uno de esos agujeros que están en la estratosfera. ¡Toda una vida de esfuerzo a punto de ser tirada por la ventana! Terrible, ¿no? Para saber lo terrible de la situación, debería saber lo que significa la empresa para mí. La empresa es más que un hijo, más que una familia, más que mi propia vida. Puede parecerle exagerado, incluso monstruoso, pero es así, ¿qué voy a hacerle yo?

»Bien, pues no tuve más remedio que volver a coger las riendas de la situación y relevar a ese bastardo, que por desgracia no lo es. Si anunciaba públicamente la circunstancia financiera en la que nos encontrábamos, era el final: créditos bancarios que se suspenden, clientes que dejan de serlo... el final. Entonces pensé en la fundación. Una fundación bien administrada era un buen sistema para superar un bache. No soy un hombre de chanchullos, se lo crea o no, pensaba en dar a la fundación un carácter fraudulento sólo hasta que fuera necesario, después continuaría de modo absolutamente legal. Para eso necesitaba un hombre de paja para que fingiera estar llevando a cabo unas acciones benéficas que no se producían en la realidad y para que diera la cara. La ley no exige mucho más. Ahí estaba el punto flaco del plan. Tenía secretarias, local, abogados que me asesoraban, pero ¿cómo confiar en alguien completamente honrado para semejante trabajo sucio? La casualidad me dio la solución. Conocí a Arcadio Flores en Anticart, una tienda de antigüedades. Era un tipo curioso: hablador, bastante chalán, con una mezcla extraña de hombre de mundo y hortera. Le encantaban las antigüedades, fíjese usted, pero sólo podía permitirse comprar baratijas. Entablé conversación con él, tomamos café... no tardó en salir la circunstancia, que él no ocultaba, de que había estado en la cárcel una vez. Pensé que había encontrado a mi hombre. Lo invité a cenar y le expuse el plan. Le encantó, trabajaba a salto de mata, y tener un buen sueldo, ser director de una fundación eran palabras mayores para él.

»Todo funcionaba bien. Parecía dispuesto, espabilado y absolutamente de fiar. Nunca se me hubiera ocurrido, nunca, se lo aseguro, jamás, que pensara montarse una organización paralela basada en el timo. No tuvo bastante con las ventajas que le ofrecí, su lado cutre y timador era más fuerte de lo previsto. Para colmo, buscó su propio hombre de confianza en un mendigo que, al parecer, era economista y le llevaba las cuentas y la organización. ¿Puede usted creerse algo semejante, inspectora?, ¿cómo se puede ser tan torpe cuando uno parece normal? Pero así resultó la verdadera naturaleza de Arcadio Flores, con ese nombre ya debería habérmelo barruntado, pero no lo hice, no. De hecho, no me enteré de ninguna de sus maniobras hasta que un día se presentó en mi despacho y me pidió una reunión especial. Empezó a contarme cosas que no tenían sentido aparente hasta que las comprendí y comprendí que nunca me las hubiera contado a no ser que hubiera ocurrido lo que ocurrió: el mendigo, que estaba como una chota, se había rebelado por alguna razón, y se disponía a hablar con la policía para destapar el pastel. En ese mismo momento acabé de captar en qué consistía el pastel. Me puse como una furia, pero Flores permaneció absolutamente tranquilo. Necesitaba dinero extra para contratar a un par de matones, inmigrantes ilegales del Este sin escrúpulos ni permiso de residencia, y para comprar una pistola. Pensaba darle un susto al mendigo que lo disuadiera de su propósito. Por supuesto le dije que no, me subí por las paredes, le aseguré que lo denunciaría. En ese punto me miró con suficiencia y me soltó la verdad: yo me encontraba implicado en el asunto y, si se me ocurría denunciarlo, quien hablaría sería él.

Me sirvió más café. Yo estaba tan abstraída en sus palabras, tan pendiente de sus más mínimos gestos que no dije ni una palabra.

—¿Por qué no se come un croissant, inspectora? Mis secretarias se van a sentir ofendidas si ni siquiera los tocamos. Y yo le aseguro que, en las presentes circunstancias, no voy a probar bocado.

Más por permitir que siguiera contando que por sentir hambre, cogí la pasta y empecé a dar cuenta de ella como si estuviera famélica. Ayguals sonrió al verme.

—Bien, ¿por dónde íbamos? ¡Ah, sí, la pistola y los matones! Le di el dinero, inspectora, ¿qué otra cosa podía hacer? Me aferré a la idea absurda de que no iba a utilizarlos para matar. Yo mismo compré la pistola en Anticart, una Astra de la guerra civil. Por cierto, venden las armas sin licencia, empapélelos. No existía munición del nueve corto, pero los matones del Este sabían a la perfección que recortando el nueve largo la cosa se podía arreglar. Antes de que se me olvide, inspectora, voy a escribirle aquí los nombres de esos malhechores, soldados de fortuna los dos, y la dirección donde puede encontrarlos. Están en uno de mis apartamentos en Alella, esperando a que las cosas se calmen para huir.

Tomó un papel y escribió con su letra titubeante, me alargó la nota manuscrita.

—Déjeme hacer una llamada —le dije dejando a un lado el croissant—. Será mejor que pase estas señas a comisaría para que vayan ya a detenerlos. No podemos arriesgarnos a que desaparezcan.

—¡Muy buena idea, es verdad!

Tomé mi móvil y di las instrucciones para que saliera una patrulla inmediatamente. Adolfo Ayguals esperó con una sonrisa de calma y satisfacción.

—Bien, prosigamos. Ahora viene la parte peor, porque obviamente el susto que le dio Flores a su mendigo fue letal. Cuando lo leí en los periódicos se me cayó el alma a los pies. Un hombre asesinado con el arma que yo mismo compré y por los sicarios que yo había pagado. Aquel cretino de Flores tenía aires de grandeza, no quería ser un simple timador, sino un jefe de la mafia. Necesitaba por supuesto a los sicarios, ya que él era incapaz de matar directamente. Pero en todo aquello prevalecía su estilo cutre por encima de todo: ¡aquella estúpida historia de los skin heads disfrazados, el bate de béisbol...!, ¡qué horror, tenía más ambición que talento! Me equivoqué con él, un fallo lo tiene cualquiera. Empezó a darme miedo la dimensión que todo aquello estaba tomando, pero nada podía hacer. Pensé que la cosa acabaría allí, pero Flores ya estaba desmadrado. Creyó que ustedes le pisaban los talones y que otro mendigo, llamado Anselmo, se disponía de un momento a otro a soplarles cosas que Tomás
el Sabio
le pudo contar. Volvió a pedirme dinero para que los matones le dieran un nuevo «susto». Esta vez yo no podía argumentar ante mi propia conciencia que no sabía en qué consistía el «susto». Era el momento de tomar una decisión y levantar las cartas del juego, acudir a ustedes y confesar la verdad. Sólo que ya había dos asesinatos en aquella lista enloquecida, ¿cómo admitir algo tan terrible si al fin y al cabo yo no había apretado el gatillo? Sin embargo, no podía dejar a Flores suelto por más tiempo, matando gente, paseándose con aquellos dos quinquis por todas partes y sangrándome económicamente a la menor oportunidad. Si continuaba en este plan, era cuestión de días que nos atraparan. Entonces sí tomé una decisión. Cité a Flores en este despacho de madrugada y le pedí que trajera a sus dos «guardaespaldas». No sospechó nada. Se sentó ahí, justo donde usted está. Le pedí que me dejara ver la pistola. Me la dio, ajeno a cualquier sospecha. Entonces, sin mediar ni una sola palabra, disparé contra él. Si le digo que no lo tenía planeado, no me creerá. Entraron atropelladamente los sicarios que esperaban fuera y les ordené que sacaran el muerto de aquí y lo abandonaran en un descampado. A partir de ese momento, las órdenes las dictaba yo. No tuvieron el más mínimo inconveniente, les daba exactamente igual, su jefe era quien pagara. Les di dinero y las llaves de mi apartamento. Cuando las cosas estuvieran tranquilas, los haría salir y les daría más dinero para que pudieran escapar del país.

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