Y empezó a correr de verdad. Parecía que no tocaba el suelo con las patas. Avanzaba a tal velocidad que semejaba una mancha pardo-dorada que volase dando elegantes saltos sobre las piedras, los arroyos y los troncos caídos en el suelo…
Rayas intentó alcanzarle, pero en cuanto trató de saltar la primera piedra tropezó y se cayó de bruces…
Y se encontró tirado en el suelo sobre la hojarasca, sangrando por la nariz y completamente enfurecido.
Dio dos puñetazos contra un montoncito de tierra que se alzaba a su lado y que resultó ser el pasadizo subterráneo de la morada de un topo.
—¡Es una fiera rabiosa! —dijo el topo, aterrorizado. Y se mudó con toda su familia a una galería excavada un poco más lejos y a mayor profundidad.
Rayas sacó su pañuelo para limpiarse la nariz y, al hacerlo, saltaron fuera de su bolsillo unas cuantas palomitas de maíz que se le habían quedado allí olvidadas la tarde anterior.
Dos cuervos voraces pasaron en vuelo rasante y las atraparon.
—¡Qué tipo más encantador! —comentaron antes de remontarse a la altura de las nubes.
Rayas quiso apuntar en su cuaderno lo que acababa de oír y no pudo.
El cuaderno estaba en el zurrón que se había llevado el ciervo.
Así que se quedó sentado donde estaba y procuró apaciguar su ánimo. Se puso a observar el lugar en que se encontraba.
Un poco más allá empezaba el bosque a ser muy espeso, y desde allí le llegaban unos bramidos bastante apremiantes.
—Está visto que nadie va a venir a echarme una mano para recuperar mi zurrón. Tendré que arreglármelas yo solo; pero antes creo que voy a ir a ver qué le ocurre a ése que grita tanto. A lo mejor es alguien que necesita ayuda.
Y se levantó y se encaminó hacia lo más espeso del bosque.
Encontró al ciervo atrapado y bramando con todas sus fuerzas.
La correa del zurrón se había enredado en las ramas bajas de un arce y por más que el animal cabeceaba y forcejeaba no conseguía liberarse. La correa era resistente y la rama muy gruesa.
—Así que tú sólito te has amarrado, ¿eh? —se burló ahora Rayas.
—Ayúdame a desengancharme —pidió el ciervo.
—Aguarda un ratito. Antes tengo que hacer algo importante —le contestó Rayas.
Y se encaramó en las ramas del arce para rebuscar en su zurrón y sacar su cuaderno de tomar notas y su lápiz. Luego se acomodó sobre el árbol con la espalda bien apoyada en el tronco y se puso a escribir.
—¡Eres un tipo cruel! —bramaba el ciervo allá abajo.
Y Rayas seguía escribiendo en su cuaderno sin hacerle ni pizca de caso, aunque el ciervo embestía y pateaba con tanta fuerza que retemblaban las ramas del árbol. A Rayas le estaban saliendo las letras completamente torcidas.
Una palomita que estaba aprendiendo a dar los primeros saltos de rama en rama, perdió el equilibrio y se fue al suelo. No le pasó gran cosa porque las palomas son animales fuertes y resistentes, pero se quedó bastante mareada por el golpe.
Rayas se apresuró a saltar al suelo y colocó al pobre pichoncillo en sus manos:
—¿Te has hecho daño? ¿No? ¿Seguro que estás bien? No te asustes, pequeñita. No hagas caso de los bramidos de ese bárbaro. ¡No puede hacerte nada! ¡Está bien atrapado!
Rayas volvió a trepar a las ramas del arce y depositó a la paloma con todo cuidado en su nido.
—Será mejor que no te aventures a intentar pruebas mientras tus padres no estén cerca de ti, amiguita.
—¡Con qué delicada ternura ha sabido consolar a la chiquilla! —comentaron dos viejos chorlitos que se columpiaban en las ramas más altas de un pino.
Y Rayas volvió a sentarse y continuó escribiendo en su cuaderno.
Cuando terminó, desenganchó la correa del zurrón de los cuernos del ciervo y esperó a que el animal se alejase dando saltos hasta desaparecer en la espesura. Luego, se echó el zurrón al hombro y descendió del árbol.
Le pareció que ya había viajado bastante y que había oído suficientes opiniones. Así que emprendió el camino de vuelta a casa.
UE ALEGRÍA le dio volver a su pueblo y atravesar las calles de su barrio!
Todo eran caras conocidas, y miradas curiosas en esas caras conocidas.
Y todavía no le había dado casi tiempo a cambiarse de zapatos y a lavarse las manos, cuando ya tenía la casa llena de amigos que venían a saber:
—Cuenta…
—Di…
—Explícanos…
—¿Qué has hecho?
—¿Dónde has estado?
—¿Qué has aprendido?
—¿Qué vas a hacer?
Y Rayas estuvo, de repente, seguro de que todos estaban realmente interesados por él y por su aventura, y se le puso el corazón calentito.
«Les importo, les importo de verdad», sé dijo. Y abrió su cuaderno para leerles las notas que había tomado durante el viaje:
—He atravesado el bosque, he cruzado el río, he caminado por el prado… Y he aprendido que soy pequeño, que soy un gigantón; que soy un perezoso, que soy muy trabajador; que soy muy veloz, que soy muy lento; que soy muy pesado, que soy muy ligero; que soy muy aburrido, que soy muy divertido; que estoy muy gordo, que estoy muy flacucho; que soy cortísimo, que soy muy largo; que soy muy blando, que soy muy duro; que soy una fiera rabiosa, que soy un tipo encantador; que soy muy cruel, que soy delicadamente tierno…
Todos los reunidos le miraban maravillados.
—¡Has aprendido cosas extraordinarias, muchacho! —dijo el abuelo Añil—. ¿Y ahora qué vas a hacer?
—Pues… ¿qué harías tú en mi lugar, tía Púrpura? —preguntó Rayas con un tonillo burlón y un poquito impertinente.
Y todos los ojos se volvieron interrogantes a tía Púrpura, que se puso toda ella del mismísimo color de su vestido.
—Bueno… quizás… la… la abuela Arco Iris… no… no… estaba… tan llena… de ideas… raras… raras como yo… como… yo… como nosotros… creíamos…
—Sí, seguramente la abuela Arco Iris tenía bastante razón —dijo ahora el abuelo Añil. Y volvió a preguntar—: ¿Qué vas a hacer, Rayas?
Y Rayas sonrió abiertamente:
—¡Creo que añadiré tres rayas más a mi traje!
AY DUENDES NEGROS, ¡vaya si los hay! Todos hemos tenido en ocasiones cerca de nosotros a alguno de estos duendes, y sabemos por experiencia que su compañía no resulta agradable ni mucho menos.
Un Duende Negro en las proximidades, y ¡brrr…!, seguro que sufrimos un mal rato: pasamos miedo, nos sentimos solos, estamos inquietos y tristes…
Claro que ya sabemos que ese mal rato no durará mucho, porque los Duendes Negros, como casi todos los demás duendes, no suelen detenerse mucho tiempo en el mismo sitio.
Nos visitan. Se divierten jugándonos una maliciosa mala pasada y, casi en seguida, se van lejos a seguir intranquilizando a otras gentes. Son así y lo mejor que se puede hacer es aceptarlos como son; soportarlos con paciencia y desear con toda el alma que se larguen lo más pronto posible.
Por supuesto que hay Duendes Negros y Duendes Negros. Unos son más desagradables y más pelmazos que otros, pero todos son igual de inquietos y se van pronto, especialmente si nos ven capaces de aguantar sus pesadas bromas con buen humor.
Y luego están los Duendes Negros Arrugados. Y éstos sí que son algo verdaderamente malo. Por fortuna hay muy pocos…
Un Duende Negro Arrugado es la más espantosa de las calamidades. ¡Traen la más terrible de las malas suertes…!
En realidad, ellos mismos son la pura mala suerte hecha duende.
¡Un verdadero desastre!
Ciertamente es estupendo que haya tan pocos Duendes Negros Arrugados…
Esta es la historia de uno de esos pocos.
Todo empezó una noche de primavera en que lucía en el cielo una espléndida luna llena.
La bruja Vitriopirola atravesaba el bosque en su escoba voladora camino de una reunión con otras brujas tan especialmente malvadas como ella. Llevaba puestas, por pura casualidad, sus gafas mágicas de fisgonear y descubrió el envoltorio en que se estaba formando un nuevo duende.
Se hallaba escondido, como todos los duendes en formación, en un lugar bien abrigado del bosque. Protegido del viento norte y de la lluvia bajo una enorme roca, y rodeado de helechos y de hongos que debían ocultarlo a las miradas indiscretas y curiosas.
Pero la bruja Vitriopirola miró hacia aquel lugar y, gracias a los cristales mágicos de sus gafas, lo vio. Su maligno corazón se regocijó al pensar en la malísima maldad que podía cometer allí mismo. Y decidió cometerla sin más tardar.
Descendió hasta el suelo. Detuvo su escoba junto a la enorme roca y se apeó de su vehículo volador.
—¡Je, je, je…! —se rió malignamente.
Se acercó al tierno embrión de duende y, llena de crueldad, le arrancó el suave envoltorio que le protegía.
Este envoltorio es como un edredón en forma de saco de dormir que protege a todos los pequeños duendes mientras se van desarrollando. Es un envoltorio suave y calentito, mullido y perfumado. Está hecho de cariño, de sonrisas, de caricias, de amistad, de ternura, de picardía, de curiosidad, de cosquillas, de olor a pan tostado, de aroma de bollos calientes, de perfume de cáscara de limón, de color de rayos de sol en primavera, del suave vaho de la tierra húmeda de lluvia, de la fragancia de la hierba recién cortada, de ricos sabores dulces y ricos sabores salados, de rumor de agua de fuente, de burbujas de naranjada y de otras mil cosas agradables por el estilo.
Ya se comprenderá que crecer dentro de una envoltura así es algo extraordinariamente estupendo, y muy necesario para que un duende pueda llegar a ser la criatura maravillosa que todo el mundo espera que sea.
La perversa bruja Vitriopirola no se contentó con desnudar el cuerpecillo, quitándole su envoltura; además, sacó de su faltriquera un frasquito de vidrio verde y derramó una pócima negra y maloliente sobre el duendecillo, y, al mismo tiempo, palabra tras palabra, recitó toda una horrible retahíla de horrendos conjuros.
El pequeño cuerpo desnudo tembló de frío y de miedo. Se encogió y se acurrucó sobre sí mismo. Luego, poco a poco, se fue volviendo de un color más y más oscuro, y se le marcaron profundas estrías allí donde la pócima de la bruja había resbalado sobre su tierna piel.
La bruja contempló satisfechísima el resultado de su obra.
—Esta noche sí que tengo una formidable historia que contar en nuestra reunión de aquelarre. Las otras se recomerán de envidia y se van a llevar un disgusto de muerte.