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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (32 page)

BOOK: Un hombre que promete
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—Madeleine… —comenzó a decir, atrapado en una oleada de turbulentas emociones que se entremezclaban con las cosas que no había dicho.

—Baila conmigo —volvió a pedirle con más determinación al tiempo que extendía las manos hacia él con las palmas hacia arriba.

Thomas sabía que aquel sería uno de los recuerdos más intensos de su vida, y a buen seguro el único momento de su existencia en el que había estado tan cerca de echarse a llorar delante de una mujer.

Y aunque no podía expresar verbalmente sus pensamientos, ella pareció entenderlos. Sin más vacilaciones, le quitó el abrigo y los guantes de la mano y los arrojó hacia su silla. A continuación le rodeó el cuello con los brazos y, mirándolo con una sonrisa perspicaz a los ojos, lo estrechó con fuerza y escondió la cabeza en su cuello.

Como mecida por una suave marea invisible, Madeleine comenzó a balancearse con la música, y su cuerpo parecía palpitar con cada compás de la envolvente melodía. Thomas la abrazó con cuidado y colocó una mano sobre su espalda y la otra sobre la sedosa frescura de su nuca. Ella lo sujetaba con firmeza mientras le acariciaba con dedos suaves como plumas los rizos del cuello. Cuando apoyó la mejilla sobre su cabeza e inhaló el perfume floral de su cabello, sintió sus pechos apretados contra el corazón y sus femeninas curvas amoldadas a su cuerpo.

—Eres magnífica —dijo, y las palabras se mezclaron con la hechizante música.

Ella se acercó aún más y se estrechó contra él todo lo que el vestido se lo permitía.

—Yo iba a decir lo mismo de ti.

—No quiero que te marches, Madeleine.

Thomas no sabía de dónde habían salido esas palabras; lo único que sabía era que las había pronunciado en voz alta. Pero la incertidumbre le aceleró el pulso cuando pasaron los segundos sin que ella le diera una respuesta, y sintió unos aguijonazos de miedo en el corazón al pensar que nunca llegaría.

—Hazme el amor, Thomas —susurró con la vista clavada en el fuego y sin dejar de mecerse al son de los suaves y melódicos tonos de la caja de música.

Había llegado el momento, y él lo sabía. No podía esperar más para revelarle todo. Negarle eso no solo generaría un montón de problemas, sino que también podría provocarle algunos recelos.

Se irguió un poco y respiró hondo.

—Hay algunas cosas que debo decirte…

—Chist… —lo interrumpió ella, que alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.

Los suyos se habían convertido en brillantes estanques de hielo fundido que insinuaban de manera insolente todos los pensamientos que Thomas por fin se había decidido a expresar. La pasión que ella le comunicaba sin palabras hizo que la sangre comenzara a hervirle en las venas y le provocó un hormigueo de euforia y anticipación ante todo lo desconocido que estaba a punto de explorar con un hambre insaciable.

Madeleine se apartó un poco y se llevó las manos a la espalda para desabrocharse el vestido. Sin esperar a que le diera permiso, Thomas la ayudó con dedos temblorosos y los quitó uno a uno, hasta que la parte superior del vestido se desprendió de sus hombros.

Ella dejó que el corpiño cayera hacia delante, exponiendo la camisola de seda transparente que se amoldaba a sus pechos. Instantes después, el hermoso vestido blanco cayó sobre la alfombra marrón en un montón a sus pies y Madeleine se irguió ante él ataviada con las medias de seda, los zapatos, las enaguas y el corsé blanco que le ceñía la cintura.

—Dios… —se oyó susurrar a sí mismo. Le colocó las manos sobre los hombros y deslizó los pulgares por su cuello con un súbito y gigantesco nudo en la garganta.

—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad, Thomas? —preguntó ella con una asombrosa sonrisa de alegría—. Estás temblando.

—Es… —Tragó con fuerza y lo intentó de nuevo—. Es algo más que eso. No te imaginas lo que siento al verte así, lo que significa para mí hacerte el amor.

—Sé lo que significa para mí —Levantó las manos para quitarse las horquillas del pelo y las dejó sobre la repisa de la chimenea—. Quiero que disfrutes esta noche muy despacio, Thomas; que recuerdes cada instante de pasión. Te daré todo aquello que desees.

Se quedó inmóvil y la miró a los ojos con una expresión ardiente.

—Tú eres todo lo que deseo —susurró—. Lo único que he deseado siempre.

Percibió el cambio sutil que se produjo en la expresión femenina cuando pronunció las palabras, la confusa mezcla de emociones que asomó a su mirada; unas emociones que lo conmovieron, que penetraron en su alma y la dejaron expuesta para que ella viera cuánto la deseaba.

Te amo, Madeleine. ¿Todavía no te has dado cuenta? ¿No lo sientes?, quiso decirle.

Ella le sujetó las manos y se llevó sus dedos a la boca para besarlos uno por uno, arrancándole otro estremecimiento con su cálido aliento y la humedad de sus labios.

Acto seguido, se las colocó sobre los pechos cubiertos de seda y le frotó las palmas contra sus grandes y marcados pezones, que cobraron vida con las caricias y le abrasaron la piel.

—Quítame el corsé, Thomas —le rogó en un ronco susurro. Sacudió la cabeza para que el cabello cayera sobre la piel pálida de su espalda mientras comenzaba a desatarle la corbata.

Thomas se vio inundado por la necesidad sexual, que arrastró las emociones más tiernas, y la fascinante idea de verla desnuda por primera vez acabó con todas sus dudas.

En silencio, hizo lo que ella le había pedido y tiró de broches, uno a uno, en un esfuerzo por liberar la belleza que sus ojos anhelaban ver y sus manos se morían por tocar. Ella hizo lo mismo y bajó las manos para desabrocharle los botones de la camisa a fin de dejar su torso expuesto a las caricias. Habían pasado muchos años desde la última vez que acariciara la ropa interior de una mujer y le temblaron los dedos en varias ocasiones, aunque ella no pareció notar su torpeza.

El ambiente que los rodeaba se volvió denso de repente. El silencio invadió su intimidad cuando la música cesó de sonar finalmente. La nieve caía sin hacer ruido en el mundo exterior, aislándolos en una atmósfera de calor y sueños hermosos e instándolos a una unión que borraría la larga y angustiosa espera de su mundo, aislado y solitario. Quería entregárselo todo, dárselo todo, pero sabía que había llegado el momento de entregarse él mismo.

El corsé cayó al suelo, a sus pies. Madeleine se quitó los zapatos mientras él le apoyaba las manos en los hombros una vez más y comenzaba a trazar pequeños círculos en los omóplatos con el pulgar. Acto seguido, los introdujo bajo los finos tirantes de seda de la camisola y los bajó para poder admirar sus pechos por primera vez.

Tenía unos pezones grandes y perfectos del color de las cerezas maduras que parecían suplicarle que los devorara y que se erguían sobre la piel más suave y traslúcida que hubiera visto jamás.

—Son preciosos —dijo con voz anhelante y fascinaba al tiempo que estiraba la mano para tocarlos. Los acarició con el pulgar una vez, y luego otra; después, soltó un gemido y le cubrió los pechos con las palmas antes de comenzar a masajearlos y acariciarlos en círculos, a rozar los pezones, que se endurecieron bajo la piel sensible de sus manos.

—Bésalos —susurró Madeleine, que se echó hacia delante para ofrecérselos al tiempo que cerraba los ojos y dejaba caer los brazos a los costados.

Ella aspiró el aire entre dientes cuando los labios de Thomas rozaron uno de ellos y después el otro. Cuando se metió uno en la boca y lo rodeó con la lengua, notó que a ella se le doblaban las rodillas.

Le rodeó la cintura con el brazo para sujetarla mientras le hacía el amor a sus senos y los succionaba, los besaba y los saboreaba allí de pie en la alfombra, frente al fuego.

Gimió a la par que ella cuando le dedicó el mismo tiempo al otro pezón.

—Te gusta esto, ¿verdad? —consiguió susurrar.

Ella le rodeó el cuello con los brazos.

—Es el paraíso, Thomas.

Su camisa cayó al suelo y Madeleine se frotó contra su cuerpo, rozando su erección con el abdomen de forma intencionada. Ese movimiento avivó el fuego, y el autocontrol de Thomas se vino abajo al tiempo que el deseo remontaba el vuelo.

De pronto, Madeleine se apartó de él y entrecerró los ojos antes de comenzar a quitarse las medias y el resto de las prendas con deliberada lentitud, obligándolo a contemplar el lento y angustioso proceso. Momentos más tarde se irguió desnuda ante él y Thomas clavó la mirada en la elegancia y el extraordinario encanto de la mujer que durante tanto tiempo había deseado.

De belleza sin igual, su piel pálida y suave tenía el tenue resplandor dorado del fuego; sus pechos, grandes y ligeramente curvados hacia arriba, suplicaban toda su atención. Muy despacio, la recorrió de arriba abajo con la mirada: la estrecha cintura y la diminuta protuberancia del ombligo; las piernas largas y curvilíneas; y las caderas, que se extendían a partir de los suaves rizos negros que guardaban su…

Se puso de rodillas, torpemente y con esfuerzo, para colocar la cara frente a ese glorioso lugar que la convertía en mujer.

—¿Thomas? —murmuró ella jadeante, sin tener muy claras sus intenciones.

Tampoco él las tenías muy claras. Aunque solo durante un instante. Un segundo después, la esencia femenina enardeció sus sentidos y Thomas levantó un dedo para introducirlo a través de los pliegues que había bajo los rizos.

Ella gimió de nuevo y le agarró la cabeza con ambas manos.

—Estás empapada, Maddie —dijo con un estremecimiento provocado por la impaciencia, el anhelo y el asombro.

La acarició de delante atrás unos momentos antes de indagar a un nivel más profundo, en busca de la entrada oculta de su cuerpo.

—¡Dios…! —exclamó con voz hambrienta cuando sintió que el dedo se deslizaba en el interior de Madeleine. Luego aplastó la cara contra la suavidad del vello femenino e inhaló con fuerza antes de introducir la lengua entre los pliegues y empezar a lamer la sensible protuberancia que la llevaría a la cúspide del placer.

Tras separar un poco las rodillas, Madeleine empujó las caderas contra su rostro y comenzó a jadear cuando él aumentó la velocidad de los movimientos. Thomas mantuvo la cabeza firme y siguió el ritmo de las embestidas de la lengua al tiempo que le aferraba el trasero con la mano libre para sujetarla. Siguió estimulándola y excitándola sin cesar hasta que ella empezó a respirar con rapidez y a mecer suavemente las caderas para frotarse contra él.

—Llegaré al orgasmo demasiado rápido, Thomas —dijo con una voz entrecortada y llena de preocupación.

Thomas la sujetó con más fuerza, sin cejar en su empeño de proporcionarle placer.

—No… —susurró ella en un intento por impedir el clímax, pero ya era demasiado tarde—. Ay, Thomas… —susurró instantes después al tiempo que le aferraba la cabeza—. Thomas, Thomas…

Y un segundo más tarde, él sintió su orgasmo con el dedo y con la lengua; lo escuchó de sus labios mientras ella se mecía contra él gritando, cuando cerró los dedos para aferrarse a su cabello.

La humedad que emanaba de ella en trémulas oleadas tenía un sabor más embriagador que el mejor champán francés y él lo devoró como si fuera un hambriento en un banquete, como si de la ambrosía de su alma se tratara. A la postre, cuando Madeleine se calmó, le besó los muslos rápida y apasionadamente antes de volver a enterrar la cara en sus rizos.

—Qué me has hecho, Maddie… —gruñó.

Madeleine respiraba de manera violenta y, tras un fugaz instante, tiró con dulzura de su cabeza para apartarlo un poco. Se arrodilló frente a él y, sin mirarlo, colocó las manos sobre el lugar donde el pulso latía en su cuello y lo besó con frenesí, saboreando sin duda su propia esencia en sus labios.

—Thomas… —murmuró contra su boca—. Thomas, Thomas, Thomas, Thomas…

Él le rodeó la cintura con los brazos y le acarició la espalda con la yema de los dedos sin dejar de sentir sus pechos desnudos contra el torso.

—Lo sé, Maddie… —masculló con determinación mientras deslizaba los labios por su mejilla, su mentón y su cuello—. Lo sé.

Madeleine se dio cuenta de que jamás había sentido algo así en toda su vida, de que nadie salvo ese hombre la había llevado hasta las más altas cumbres del placer. Ese hombre maravilloso que la hacía suspirar con una mirada de sus ojos oscuros y peligrosos, que la hacía temblar con el mero timbre de su voz y que la llevaba al orgasmo con semejante maestría y abandono. Nunca había sentido algo así con otro, y estaba casi segura de que nunca lo haría. Thomas lograba que se sintiera hermosa sin decírselo; que se sintiera deseada con solo estar a su lado.

Presa de un súbito nerviosismo que no podía explicar, Madeleine extendió las manos y buscó a tientas los botones de sus pantalones hasta que sintió que unos dedos le aferraban las muñecas.

—Primero debemos hablar, Madeleine —murmuró él con voz ronca antes de besarla de nuevo. ¿Hablar? ¿Cómo que hablar?

—Maddie —probó de nuevo antes de separarse un poco y alzar las manos para enredar los dedos en su cabello—. Hay algo que quiero enseñarte, algunas cosas que me gustaría decirte.

El deseo aún ardía en su interior como una gigantesca hoguera, pero Madeleine se obligó a esperar, tal y como él le pedía.

Thomas la miró con calidez y con una pizca de inquietud que ella no solo vio, sino que también percibió en su interior. Cada vez más intrigada, levantó la mano y deslizó el pulgar por su barbilla.

—Dime, pues.

Él respiró hondo. Se giró a un lado, arrojó el vestido y la ropa interior bajo la mesita de té y se sentó sobre la suave alfombra con las largas y musculosas piernas a ambos lados de ella. Con todo el decoro posible teniendo en cuenta que estaba entre sus muslos, también ella tomó asiento. Arropada por el calor del fuego que tenían al lado, Madeleine contempló los pronunciados músculos de su torso desnudo y se deleitó con la reconfortante proximidad del único hombre que siempre se había entregado a ella de manera incondicional.

Indeciso, Thomas se frotó la cara con una mano antes de comenzar.

—Ya te dije en su día que me hirieron en la guerra —dijo en voz baja.

—Sí —replicó ella, mirándolo a los ojos.

Él apretó la mandíbula y clavó su mirada en la de ella.

—Me hirieron de gravedad, Madeleine.

Ella no supo muy bien cómo tomárselo ni qué reacción esperaba él, así que se limitó a decir.

—¿De gravedad?

Thomas bajó la mirada desde sus pechos hasta el abdomen y la zona púbica antes de concentrar su atención en el fuego. Atascado.

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