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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (28 page)

BOOK: Un hombre que promete
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—Pero ¿dónde están sus libros? —inquirió ella con cierta confusión.

La pregunta no lo sorprendió; de hecho, la esperaba. Después de todo era una biblioteca, y su colección de libros era más bien escasa.

—Los pocos libros que tienen valor están aquí, por supuesto, en los estantes superiores —contestó al tiempo que se desataba la máscara—, pero tengo otros, libros que solo consulto de vez en cuando, en mis aposentos privados de arriba —Hizo una pausa cuando se situó delante de ella, lanzó el antifaz hacia uno de los sofás y después extendió las manos detrás de la cabeza femenina para quitarle el suyo—. Quizá quiera verlos en alguna otra ocasión, Madeleine.

Lo había dejado caer como una posibilidad mientras le retiraba la máscara de satén de la cara, pero ella no replicó de inmediato. Tampoco reaccionó ante su atrevimiento, cosa que lo satisfizo enormemente.

Tras arrojar el antifaz junto al suyo, Richard alzó la mano para acariciarle la mejilla con la palma. Su piel estaba caliente y sonrojada, pero sus ojos, de un color algo más claro que el cielo de verano, parecían tranquilos mientras le devolvían la mirada.

—¿Dónde guarda los libros que le compra a lady Claire? —preguntó ella en voz baja.

Eso lo desconcertó un poco. Lo había llevado hasta allí con miradas apasionadas y sonrisas desvergonzadas, había demandado sus avances con roncos susurros y le había formulado una pregunta que nada tenía que ver con los preliminares sexuales. De hecho, estaba tan alejada del sendero de seducción que habían seguido hasta el momento que lo había dejado perplejo. Aunque solo durante un momento.

Esbozó una sonrisa irónica y le acarició el pómulo con el pulgar antes de acercarse para decir.

—Soy comerciante de libros, Madeleine, ¿no lo recuerda? Compro todo aquello que a ella le interesa vender y después se lo entrego a un distribuidor que se encarga de ofrecérselos a alguien dispuesto a pagar aún más. No es más que un pasatiempo que me proporciona los ingresos necesarios para pagar cosas tan hermosas como las que ve en las estanterías. Como podrá suponer, prefiero los inestimables y exóticos objetos a los libros.

—Ah, ya veo —dijo ella con cierta indiferencia.

Richard esbozó una sonrisa burlona y se inclinó un poco más hacia delante.

—Por favor, no se lo mencione a nadie —susurró—. Todo el mundo en Winter Garden me considera un intelectual extraordinariamente rico.

Ella soltó una carcajada al escuchar la broma.

—Le guardaré el secreto, Richard. Pero ¿tiene más de un distribuidor? ¿Y cómo le envía los libros, en cajas?

Era obvio que le interesaba de verdad y, puesto que las preguntas no eran de carácter personal, Richard decidió contestarlas.

—Como ya le he dicho antes, trabajo con un distribuidor en Londres a quien le envío los libros, en cajas de embalaje, cada pocas semanas. Él se encarga de recopilar los nombres de ciertos individuos de todo el país que necesitan algún libro en especial o que buscan un autor específico y después los vende cuando se los envío. Él obtiene una parte de los beneficios y me envía el resto a mí; yo, a mi vez, le entrego parte de ese dinero a lady Claire cuando deseo comprar más libros.

La frente femenina se arrugó mientras ella reflexionaba.

—¿Qué hacía antes de empezar a comprar los libros de lady Claire? ¿Se los compraba a otra persona o tenía una colección propia para vender?

Richard meneó la cabeza y rió entre dientes.

—Ambas cosas. Es usted una dama bastante curiosa, Madeleine. ¿O la pone nerviosa estar conmigo?

Ella parpadeó con perplejidad y sus adorables cejas se arquearon un poco.

—¿Nerviosa? ¡No, por Dios! —protestó con demasiada rapidez.

Estaba nerviosa. Y a Richard le pareció de lo más excitante. Dio un nuevo paso hacia delante.

—Lo que ocurre es que he conocido a un distribuidor de libros hace poco y me parece un negocio interesantísimo. ¿Lleva haciéndolo usted muchos años?

Richard respiró hondo a fin de mantener una expresión amable y sus buenos modales. Colocó la palma de la mano sobre el cuello femenino y sintió su pulso regular bajo la piel.

—Muchos, muchos años —dijo en voz queda con una sonrisa; se negaba a dar más explicaciones, de modo que se preparó para el encuentro íntimo. No quería hablar más de libros.

Ella movió la cabeza en un gesto maravillado y admiró la librería de nuevo.

—Me parece increíble que comercie con algo que ni siquiera colecciona. Si yo me dedicara al comercio de libros, los conseguiría en las miles de…

Se detuvo a media frase porque él le había colocado la mano sobre el pecho y lo había cubierto con la palma. Giró la cabeza de inmediato para volver a mirarlo a los ojos. Era un momento decisivo, uno que le permitiría averiguar hasta dónde estaba dispuesta a llegar en ese encuentro a solas y que, a su vez, le daría la oportunidad a la dama de entender lo mucho que él deseaba avanzar en la relación.

Madeleine no se movió, pero su sonrisa se había desvanecido. Había sido sustituida por una curiosa expresión de inseguridad. Quizá estuviera nerviosa, pero no pensaba huir. Justo lo que Richard había esperado.

Sin dejar de observar los rasgos de su cara, comenzó a acariciarla con mucha suavidad por encima del vestido y sintió que la delicada punta cobraba vida casi de inmediato bajo los dedos. Debía de tener unos pezones grandes y gruesos para que se notaran bajo las capas de seda y satén, y ese simple pensamiento le provocó una incómoda erección.

—Eres muy hermosa, Madeleine, pero creo que eso ya lo sabes —susurró con voz ronca.

Ella levantó las manos para apoyar las palmas contra su pecho.

—No deberíamos hacer esto aquí.

Había sido un comentario práctico, pero lo había pronunciado con un tono seductor y provocativo. Había protestado, que era lo que se suponía que debía hacer en semejantes circunstancias; sin embargo, no lo había apartado ni abofeteado. Alentado de esa manera, Richard le rodeó la espalda con el brazo libre y la acercó a él.

Con una mirada que indicaba cuáles eran sus intenciones, bajó la cabeza y la besó.

Lo primero que pensó Madeleine fue que el barón o bien deseaba eludir las respuestas, o bien intentaba impedir que siguiera en esa línea de interrogatorio. Besarla era una manera excelente de conseguir cualquiera de las dos cosas, y en esos momentos le quedó claro que aquel hombre tenía algo que ocultar. El beso en sí no tuvo el menor efecto en ella, ya que había besado a numerosos hombres que, tras asumir que se sentía atraída por ellos, habían dado el primer paso. Para ser sincera, sabía que Rothebury haría algo así, sobre todo después de ver que había echado el pestillo a la puerta. Sin embargo, la suave caricia en el pecho la había sorprendido; no por la caricia en sí, sino por la reacción que había experimentado su cuerpo ante ese contacto no deseado.

Tenía los pezones duros, y se endurecían más con cada apretón de su mano; comenzaba a sentir el típico y cálido cosquilleo entre las piernas. Su respiración no se alteró mucho cuando él se volvió un poco más atrevido y le metió la lengua en la boca; sin embargo, cuando empezó a rozarle una y otra vez los pezones con el pulgar, Madeleine comenzó a jadear, cada vez más excitada. Por primera vez en toda su vida y por razones que no podía explicar, se sentía completamente avergonzada.

Con todo, una nueva y extraña sensación la recorría por dentro mientras intentaba comprender la reacción que estaba experimentando ante las caricias de ese hombre. Richard Sharon no la atraía en lo más mínimo; a decir verdad, lo detestaba en todos los aspectos. Pero su cuerpo se comportaba como debía comportarse, como se comportaría bajo las manos y las caricias de cualquier hombre. Lo que de verdad importaba era que el único hombre a quien deseaba más allá de toda duda era el único al que no había tenido por completo, el único al que deseaba con desesperación, el único hombre de los que había conocido que no le decía lo hermosa que era antes de besarla y que, sin embargo, comentaba lo bien que jugaba al ajedrez. El único hombre al que le importaban más las experiencias de su infancia (y que además pasaba por alto las malas y se quedaba con las buenas) que su experiencia en la cama. El único hombre de cuantos había conocido que, antes de hacerle el amor, quería conocerla como una persona con un pasado que no podía cambiar, con sueños y esperanzas. En muchas ocasiones a lo largo de los años había estado con hombres que no la atraían mucho, pero nunca antes se había sentido culpable por ello. Y en ese momento supo por qué.

Richard abandonó sus labios y se apartó un poco para dejar un sendero de besos húmedos en su cuello al tiempo que bajaba las manos para cubrirle las nalgas y apretarla contra él. Como si una súbita ráfaga de viento la hubiese recorrido por dentro para aclararle la mente, Madeleine lo entendió todo por fin. Ese nuevo conocimiento le dibujó una sonrisa en la boca que el barón acababa de besar, pero no se atrevió a abrir los ojos todavía ni a apartar con demasiada rapidez al molesto sabueso pegado a su cuello por miedo a despertar sus sospechas. Sí, solo deseaba a Thomas, tanto por dentro como por fuera, y el hecho de excitarse con las caricias de barón no había hecho más que confirmar sus sentimientos, aclararlos y liberarla. Le costó un enorme esfuerzo contener una carcajada de auténtica alegría.

—Richard, no podemos hacer esto aquí —repitió en un susurro; colocó las palmas en sus hombros al sentir que él deslizaba los labios hasta su pecho y comenzaba a subirle las faldas.

—Sí que podemos, si nos damos prisa —murmuró él antes de darle un empujón en dirección al sofá—. Nos necesitamos el uno al otro, Madeleine.

—Lo sé, pero aquí no —recalcó al tiempo que intentaba poner un poco de distancia entre ellos—. Tenemos que encontrar otro lugar. En otro momento. Un sitio más seguro.

Madeleine le dio las gracias a Dios cuando escuchó una aguda carcajada en el pasillo que había justo detrás de la puerta de la biblioteca; una carcajada que sirvió para recordarles la delicada posición en la que se encontraban. El momento no podría haber sido más oportuno.

Con un gruñido, Richard dejó lo que estaba haciendo y levantó la cabeza antes de apoyarla sobre su hombro para recuperar el aliento. Segundos más tarde, se irguió por completo y la miró a los ojos mientras la pasión se desvanecía. Tenía una mirada ardiente y vidriosa, su rostro aún estaba sonrojado por el deseo y todavía no había apartado la mano de su pecho.

—Tendrás que venir esta noche —dijo con tono urgente mientras le acariciaba el trasero a través de las enaguas—, cuando nadie te vea.

Se escucharon más voces en el exterior de la biblioteca que después se apagaron. Madeleine miró en dirección a la puerta y, tal y como se esperaba de ella, se acercó a él para apoyar las manos sobre su pecho y se lamió los labios como si estuviera nerviosa.

—No sé, Richard. Alguien podría verme: un criado, un invitado… Y tu reputación…

—Nadie se enterará —le aseguró él con mucha lentitud; al ver la sonrisa que esbozaba, Madeleine sintió un cosquilleo en la piel, como si una araña la recorriera de arriba abajo—. Hay otras formas de entrar en esta casa además de la puerta principal, Madeleine —dijo en voz baja una vez recuperada la compostura.

De repente, le sujetó la mano y la obligó a tocarlo, a recorrer su erección por encima de los pantalones. Madeleine jamás se había sentido tan asqueada por un gesto agresivo. Necesitaba salir de allí.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuvo con un hombre, señora DuMais? —preguntó entre dientes mientras se restregaba la mano femenina con impudicia entre las piernas.

En contra de todos sus instintos, Madeleine le rodeó el cuello con el brazo libre y se inclinó hacia delante para besarlo de nuevo, aunque no el tiempo suficiente para excitarlo más.

—Demasiado —susurró contra sus labios. El barón soltó una risilla ahogada.

—Yo sé muy bien cómo complacer a una mujer. No lo olvides.

—No pensaré en otra cosa hasta la próxima vez que nos veamos —dijo ella con voz trémula al tiempo que enterraba los dedos de la mano libre en su cabello—. Pero tenemos que regresar al salón de baile antes de que nos echen de menos.

Rothebury le besó la mejilla y el mentón una vez más antes de apartarse con un suspiro.

—Supongo que no le dirás al tullido lo que ha pasado entre nosotros —declaró con arrogancia antes de recuperar su sonrisa ladina.

Madeleine respiró hondo a fin de controlar el impulso de darle un fuerte puñetazo en la cara. Una idea terrible, impropia de una dama. No obstante, el comentario le hizo preguntarse si el barón temía a Thomas. Si no lo temía, decidió para sus adentros, debería hacerlo.

—Jamás le contaría nada de esto a nadie, Richard —replicó con fingido desconcierto al tiempo que abría los ojos de par en par.

Rothebury le acarició los pechos lenta y deliberadamente una última vez antes de bajar el brazo.

—Bien. Lamentaría muchísimo que te enviaran de nuevo a Francia.

—También yo —aseguró ella antes de pasarse el dorso de la mano por la frente. El calor de la estancia la había afectado y comenzaba a sudar. Necesitaba aire.

—Quiero verte pronto —ordenó en voz baja.

—Veré qué puedo hacer —Madeleine se agachó para recoger las máscaras del sofá, le ofreció la suya al barón y después volvió a colocarse la que le correspondía—. No hago ninguna promesa, pero trataré de reunirme contigo en el sendero del bosque, si consigo escapar.

—Entraremos en la mansión de noche, Madeleine, siempre que puedas salir de casa sin que él se dé cuenta.

Tras curvar los labios en algo parecido a una sonrisa, ella deslizó el dedo índice de arriba abajo por el brazo masculino.

—Lo intentaré.

—Pronto —repitió él.

Madeleine asintió.

El barón le dio la mano y caminaron juntos hasta la puerta, donde agudizaron el oído en busca de algún posible sonido al otro lado. Dado que todo estaba en silencio, Rothebury quitó el pestillo, abrió la puerta muy despacio y después la condujo hacia el fresco y oscuro pasillo que había al otro lado.

Desde el extremo del oscuro corredor al que había escapado para beberse su «medicina» sin la necesidad de soportar las miradas curiosas ni las palabras de reproche procedentes de aquellos que desconocían su enfermedad y sus necesidades, lady Claire los vio salir de la biblioteca con cierto apresuramiento en dirección al vestíbulo.

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