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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (35 page)

BOOK: Un hombre que promete
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Un solitario jinete pasó a su lado y les aconsejó con brusquedad no conversaran en mitad de la calle, pero ni Desdémona ni ella le prestaron atención, y tampoco se movieron mientras se miraban a los ojos.

—Eso es una calumnia, señora DuMais —contestó la dama con voz gélida—. Le recomiendo que se lleve sus abominables comentarios de vuelta a Francia.

Madeleine no se sintió en lo más mínimo intimidada ni desconcertada por la amenazadora réplica de Desdémona. De hecho, esperaba algo así. Bajó la mirada al suelo con una leve sonrisa y comenzó a revolver la nieve con la punta del pie, que ya tenía congelada.

—Pero es cierto, ¿verdad? Se reunió con el barón en numerosas ocasiones para sus citas nocturnas, en las cuales él la introducía en su hogar como su amante a través de un túnel que conduce hasta su dormitorio —Levantó los párpados lo justo para observar la mezcla de ansiedad e indignación que lucía el rostro ceniciento de la joven.

De repente, Desdémona se irguió cuanto pudo, apretó los labios y se alzó las faldas en un arrebato de dignidad antes de pasar a su lado.

Madeleine permaneció impertérrita.

—Tengo una proposición que hacerle, Desdémona —dijo mientras observaba cómo se alejaba.

La muchacha no se detuvo.

—Guardaré su secreto si usted guarda el mío.

Con eso consiguió lo que quería. Desdémona aminoró el paso hasta detenerse, aunque no se dio la vuelta.

Madeleine caminó muy despacio hacia ella sin dejar de contemplar los perfectos tirabuzones que aparecían bajo el sombrero, los hombros tensos y la espalda erguida de la joven.

Desdémona se negó a mediar palabra y a mirarla, y clavó los ojos en algo que tenía delante.

Madeleine bajó la voz, aunque era del todo innecesario, ya que la calle estaba desierta.

—Es muy probable que el barón de Rothebury sea arrestado por contrabando de opio robado, y puede que eso ocurra en pocos días.

La compostura de la dama se vino ligeramente abajo. Miró de reojo a Madeleine durante un segundo y después volvió a concentrarse en la plaza del pueblo.

Al ver que no decía nada, Madeleine le preguntó con ironía.

—¿Le alegraría que sucediera eso?

Desdémona tragó con fuerza y se llevó una mano enguantada al vientre para cubrirlo con timidez.

—¿Cómo lo sabe? —susurró, todavía sin mirarla.

Ella se encogió de hombros.

—Dígame la verdad sobre su embarazo y yo le contaré la verdad sobre Rothebury.

Una ráfaga de viento helado revolvió la nieve suelta del suelo frente a ellas y Madeleine se protegió la cara con el manguito, aunque se percató al instante de que Desdémona no lo había hecho.

—Nunca ha estado enamorada, ¿verdad, señora DuMais? —susurró.

Madeleine jamás se había sentido tan desconcertada ante una pregunta y temió que eso se revelara de inmediato en su expresión, si bien era posible que la joven no lo notara, ya que se negaba a mirarla.

—¿Usted sí, Desdémona? —preguntó en respuesta, contenta por poder dejar sus confusos e irrelevantes sentimientos a un lado—. ¿Está enamorada de Rothebury?

Desdémona sonrió y se volvió para mirarla por fin, con las mejillas sonrojadas.

—Eso creí, al menos durante un tiempo —admitió con sinceridad—. Pero no fui más que una ingenua; me dejé seducir por una serpiente que se aprovechó de mi inocencia y me dejó embarazada de un hijo que jamás reconocerá como suyo.

No era exactamente una confesión, pero le había dicho la verdad, tal y como Madeleine esperaba. Y puesto que ella misma había experimentado las encantadoras artimañas seductoras del barón, lo creía a pie juntillas. Sin embargo, lo único importante en esos momentos era que esa información les daría ventaja, siempre que consiguieran encontrar una forma de utilizarla.

—¿Quiere que testifique ante las autoridades sobre la operación ilegal que presencié?

Madeleine parpadeó con incredulidad; no estaba segura de haber escuchado bien, ni de si esa mujer sabía a qué se exponía. Nunca lo habría esperado de ella y a decir verdad, no tenía muy claro qué responder.

Desdémona adivinó su desconcierto y esbozó una sonrisa burlona.

—Ésa es la razón por la que quería hablar conmigo, ¿no es así?

Madeleine se recuperó lo bastante para pronunciar.

—¿Estaría dispuesta a hacerlo?

Las finas cejas rubias de la inglesa se enarcaron al tiempo que su frente se arrugaba.

—¿Y arriesgarme a la ruina social y a la deshonra familiar?

A Madeleine se le cayó el alma a los pies. Se había hecho muchas esperanzas, pero estaba claro que una dama de buena cuna como ella jamás mancharía su reputación a propósito de una manera tan ostensible. Si Desdémona le proporcionaba esa información a las autoridades, aun en la más estricta confidencialidad, los rumores acerca de su conducta llegarían con el tiempo al pueblo y arruinarían su reputación y la de su familia para siempre. De forma irreversible.

La joven soltó una carcajada amarga y sacudió la cabeza con tanta fuerza que los tirabuzones que le enmarcaban el rostro le rozaron las mejillas. En ese instante pareció doce años mayor y Madeleine no solo se compadeció de ella, sino que también sintió un aguijonazo de resentimiento en su nombre.

—Me alegraría poder ayudarla, señora DuMais. Con una condición.

Esa última frase la dejó estupefacta.

—¿Qué condición?

—Dígame quién es usted.

Por primera vez, Madeleine titubeó antes de responder y echó un vistazo a su alrededor. Estaban solas a efectos prácticos y nadie oiría lo que decían. En realidad, lo que la preocupaba no era contarle a Desdémona una versión resumida de su misión en Inglaterra. Lo que la inquietaba de verdad era la posibilidad de poner en peligro la tapadera de Thomas, ya que él vivía allí, al menos por el momento. Sin embargo, podía correr ese riesgo para encerrar a una asquerosa serpiente en prisión durante mucho tiempo. Merecía la pena intentarlo.

Respiró hondo y volvió a mirar a los ojos a Desdémona.

—No se lo revelará a nadie —Fue una declaración, no una pregunta.

—Creo —le recordó Desdémona con elocuencia— que fue usted la que dijo que nos guardaríamos mutuamente los secretos.

—Es cierto —convino antes de añadir—. Nací en Francia y vine a Winter Garden a petición de su gobierno para averiguar cuanto me fuera posible sobre una operación ilegal de contrabando de opio en los alrededores. Pronto sospeché del barón, y creo que he descubierto cómo y por qué lo hace —Hizo una pequeña pausa—. ¿Me contará lo que sabe ahora?

Los rasgos de Desdémona se tensaron en una expresión pensativa mientras la muchacha asimilaba la información.

—¿Por qué usted? —preguntó, perpleja.

Ésa era la pregunta que se había temido Madeleine.

—Trabajo para el gobierno británico en el extranjero —contestó con la esperanza de que fuera suficiente.

—Lo mismo que hace el señor Blackwood en Inglaterra —señaló Desdémona, que empezaba a entenderlo todo.

—Así es.

La joven se mordió los labios y agachó un poco la cabeza con una leve sonrisa antes de enderezarse y contemplar la nieve que había junto a sus pies.

—Solo vi el opio en una ocasión, oculto en dos cajas que el barón llevaba a través del túnel una noche que no me esperaba —murmuró—. Al principio no tenía ni idea de lo que era, pero él me lo dijo con su habitual arrogancia cuando se lo pregunté. Estoy segura de que se creyó a salvo al confesármelo, dado que yo no podría desenmascarar su operación sin revelar que me encontraba en su propiedad de noche, o al menos que lo conocía demasiado íntimamente —Se echó a reír de nuevo, nerviosa—. Cuando lo sorprendí, se puso furioso por el hecho de que hubiera entrado sin permiso en el túnel con la intención de seducirlo. Por supuesto, se aprovechó de mí a pesar de todo, a sabiendas de que sería la última vez que estaríamos juntos. Yo ya sabía que estaba embarazada de su hijo, pero no quería decírselo hasta que estuviera segura de que me amaba y de que quería casarse conmigo. Después de todo, provengo de una buena familia y debía convertirme en una esposa respetable. Él se acostaba conmigo sabiendo que podía dejarme embarazada, así que, ingenua de mí, supuse que me quería —Levantó los párpados y dejó al descubierto unos ojos límpidos y cargados de lágrimas—. Se rió de mí cuando le confesé mi amor, señora DuMais. Le dije que lo amaba y que quería casarme con él, pero en lugar de mostrarse encantado ante la perspectiva o aparentar al menos cierta preocupación por mis sentimientos, se rió de mí y me llamó «mujerzuela» mientras se ponía los pantalones.

La muchacha se rodeó con los brazos y apretó la mandíbula con fuerza para controlar la ira.

—Jamás le dije lo del bebé, y jamás lo haré —declaró, llena de coraje—. Solo conseguiría que él negara que es suyo, y no pienso soportar que me humille de nuevo. El barón de Rothebury no es un caballero. Es una víbora, y haré todo lo que sea posible para conseguir que se pudra en prisión, ya que no podré ver cómo arde en el infierno.

Madeleine luchó contra el impulso de rodear con los brazos los abatidos hombros de la dama para reconfortarla. El decoro exigía que se contuviera. Al menos por el momento.

—¿Qué hará? —añadió con dulzura.

Desdémona sabía que se refería al momento en que se desataran los rumores, cuando su familia sufriera una deshonra pública después de que ella revelara ante las autoridades competentes la relación íntima que había mantenido con un respetable barón en su hogar. En ese instante, Madeleine se compadeció de la mujer.

—Deje que le diga una cosa acerca de mi marido, señora DuMais —comenzó Desdémona en un tono claro y decidido—. Es un viejo conocido de la familia, alguien que ha sido un excelente amigo para mí durante años. A mi madre nunca le gustó porque es un poco amanerado, y de niño siempre prefirió la compañía de las niñas a la de los niños. A mí nunca me importó, porque es un alma tierna que siempre escuchó mis quejas sin juzgarme y me secó las lágrimas cuando lloraba sobre su hombro. Él y yo éramos muy parecidos de niños: las típicas ovejas negras de la familia, los descarriados, los que, aunque por diferentes razones, jamás conseguimos complacer a nuestros padres ni cumplir las expectativas que tenían para nosotros —Respiró hondo y se llevó las manos a la cara como si estuviera rezando antes de decir—. Estoy segura de que entenderá que le pida que no diga una palabra acerca de esto.

—Por supuesto —replicó de inmediato Madeleine.

—Mi marido es… —Cerró los ojos con fuerza durante un segundo antes de abrirlos de nuevo—. Mi marido prefiere la compañía de los hombres. ¿Comprende?

Madeleine se preguntó si Desdémona esperaba que eso la impresionara, o quizá que se quedara atónita al escucharlo. En lugar de cuestionarlo, se limitó a asentir.

—Entiendo.

Eso pareció satisfacer a la mujer, ya que no tendría que explicarse. Comenzó a darse golpecitos con los dedos en los labios.

—La última noche que pasé con Richard —continuó—, después de que se mofara de mi amor con semejante desfachatez, corrí en busca de Randolph de inmediato. Todos los días le agradezco a Dios que todavía estuviera en Winter Garden para consolarme. Estaba desolada y… —Se estremeció—. Pensé en quitarme la vida. Él, el mejor amigo que he tenido, sugirió que nos casáramos para proteger el buen nombre de nuestras familias. A él dejarían de ridiculizarlo aquellos que sospechaban de sus tendencias pecaminosas y yo tendría un padre para mi hijo. No tardé más que un par de horas en aceptar su proposición.

Madeleine sintió admiración por esos dos jóvenes, pero no se le ocurrió cómo expresarlo. No obstante, Desdémona continuó sin aguardar su respuesta.

—Me marcharé de Winter Garden en menos de una semana, señora DuMais. Mi marido me ha invitado a vivir con su familia en el norte del país, dado que hace poco han sido trasladados a Belford, cerca de la costa de Northumberland. Son bastante ricos, ya que el padre de mi esposo acaba de retirarse de la industria textil, y parecen interesados en que vivamos con ellos. Puede que Randolph pase años fuera sirviendo en el ejército, así que es mejor que me quede con su familia, que me acogerá de buen grado y me ayudará a cuidar de mi hijo. Mi madre, como bien sabe, no me tiene mucho cariño, y llegará a despreciarme cuando se entere de lo que he hecho. Es probable, y eso espero, que la familia de Randolph jamás llegue a descubrirlo, dado que viven muy lejos de este pueblo. Ésa es la única razón por la que aceptaré hablar con el magistrado.

Madeleine no comentó el hecho de que el arresto de un barón era un tema muy serio ni que las noticias del escándalo se extenderían como la pólvora. Con un poco de suerte, Desdémona permanecería en el anonimato cuando se destapara el asunto, y quizá solo unos pocos conocieran su implicación.

Extendió los brazos por fin para tomar las manos de Desdémona, aunque suponía que la dama desdeñaría de inmediato el abrazo de consuelo. No lo hizo. El mero contacto pareció tranquilizarla y se hundió aún más bajo la pelliza con el asomo de una auténtica sonrisa de gratitud en sus pálidos labios.

—¿Qué dirá su madre acerca de su partida, Desdémona?

La joven meneó la cabeza y cerró los ojos durante un par de segundos, como si deseara protegerse de las discrepancias que estaban por llegar.

—Todavía no lo sabe, pero no tardaré mucho en decírselo. No obstante, ya no tiene demasiada importancia. Mi hermana jamás encontrará marido, el nombre de mi padre se verá mancillado y la venerable Penélope Bennington-Jones se arruinará junto a la perdida de su hija, que los deshonró a todos ellos acostándose con Richard Sharon, el gran barón de Rothebury…

—El hombre que sedujo a una muchacha inocente mientras robaba opio y lo pasaba de contrabando ilegalmente por todo el país —la interrumpió Madeleine con la intención de suavizar un poco la tormenta que se descargaría sobre los habitantes de Winter Garden—. No es ningún santo, Desdémona, no lo olvide. Su familia sobrevivirá, y usted estará bien. Es una mujer fuerte y contará con su marido, quien está dispuesto a mantenerla y a cuidar de su seguridad y de su bienestar. Pocas damas son tan afortunadas.

Como si evocara un dulce recuerdo, Desdémona sonrió y le apretó la mano.

—Jamás volveré a conocer la intimidad física, jamás sentiré la pasión…

—Eso no lo sabe —intervino Madeleine.

Desdémona realizó un triste movimiento negativo con la cabeza y apartó la mano antes de volverse de nuevo hacia la plaza del pueblo.

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