Un mundo feliz (21 page)

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Authors: Aldous Huxley

Tags: #distopía

BOOK: Un mundo feliz
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Veintidós años, ocho meses y cuatro días más tarde, un joven y prometedor administrador Alfa-Menos, en Muanza-Muanza, moriría de tripanosomiasis, el primer caso en más de medio siglo. Suspirando, Lenina siguió con su tarea.

Una hora después, en el vestuario, Fanny protestaba enérgicamente:

—Es absurdo que te abandones a este estado. Sencillamente absurdo —repitió—. Y todo, ¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo hombre!

—Pero es el único que quiero.

—Como si no hubiese millones de otros hombres en el mundo.

—Pero yo no los quiero.

—¿Cómo lo sabes si no lo has intentado?

—Lo he intentado.

—Pero, ¿con cuántos? —preguntó Fanny, encogiéndose despectivamente de hombros—. ¿Con uno? ¿Con dos?

—Con docenas de ellos. Y fue inútil —dijo Lenina, moviendo la cabeza.

—Pues debes perseverar —le aconsejó Fanny, sentenciosamente. Pero era evidente que su confianza en sus propias prescripciones había sido un tanto socavada—. Sin perseverancia no se consigue nada.

—Pero entretanto…

—No pienses en él.

—No puedo evitarlo.

—Pues toma un poco de soma.

—Ya lo tomo.

—Pues sigue haciéndolo.

—Pero en los intervalos sigo queriéndole. Siempre le querré.

—Bueno, pues si es así —dijo Fanny con decisión—, ¿por qué no vas y te haces con él? Tanto si quiere como si no.

—¡Si supieras cuán terriblemente raro estuvo!

—Razón de más para adoptar una línea de conducta firme.

—Es muy fácil decirlo.

—No te quedes pensando tonterías. Actúa. —La voz de Fanny sonaba como una trompeta; parecía una conferenciante de la A.M.F. dando una charla nocturna a un grupo de Beta-Menos adolescente—. Sí, actúa, inmediatamente. Hazlo ahora mismo.

—Me daría vergüenza —dijo Lenina.

—Basta que tomes medio gramo de soma antes de hacerlo. Y ahora voy a darme un baño.

El timbre sonó, y el Salvaje, que esperaba con impaciencia que Helmholtz fuese a verle aquella tarde (porque, habiendo decidido por fin hablarle a Helmholtz de Lenina, no podía aplazar ni un momento más sus confidencias), saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta.

—Presentía que eras tú, Helmholtz —gritó, al tiempo que abría.

En el umbral, con un vestido de marinera blanco, de satén al acetato, y un gorrito redondo, blanco también, ladeado picaronamente hacia la izquierda, se hallaba Lenina.

—¡Oh! —exclamó el Salvaje, como si alguien acabara de asestarle un fuerte porrazo.

Medio gramo había bastado para que Lenina olvidara sus temores y su turbación.

—Hola, John —dijo, sonriendo.

Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró la puerta y la siguió. Lenina se sentó. Sobrevino un largo silencio.

—Tengo la impresión de que no te alegras mucho de verme, John —dijo Lenina al fin.

—¿Que no me alegro?

El Salvaje la miró con expresión de reproche; después, súbitamente, cayó de rodillas ante ella y, cogiendo la mano de Lenina, la besó reverentemente.

—¿Que no me alegro? ¡Oh, si tú supieras! —susurró; y arriesgándose a levantar los ojos hasta su rostro, prosiguió—: Admirada Lenina, ciertamente la cumbre de lo admirable, digna de lo mejor que hay en el mundo.

Lenina le sonrió con almibarada ternura.

—¡Oh, tú, tan perfecta —Lenina se inclinaba hacia él con los labios entreabiertos—, tan perfecta y sin par fuiste creada —Lenina se acercaba más y más a él— con lo mejor de cada una de las criaturas! —Más cerca todavía. Pero el Salvaje se levantó bruscamente—. Por eso —dijo, hablando sin mirarla—, quisiera hacer algo primero… Quiero decir, demostrarte que soy digno de ti. Ya sé que no puedo serlo, en realidad. Pero, al menos, demostrarte que no soy completamente indigno. Quisiera hacer alguna cosa.

—Pero, ¿por qué consideras necesario…? —empezó Lenina.

Mas no acabó la frase. En su voz había sonado cierto matiz de irritación. Cuando una mujer se ha inclinado hacia delante, acercándose más y más, con los labios entreabiertos, para encontrarse de pronto, porque un zoquete se pone de pie, inclinada sobre la nada… bueno, tiene todos los motivos para sentirse molesta, aun con medio gramo de soma en la sangre.

—En Malpaís —murmuraba incoherentemente el Salvaje—, había que llevar a la novia la piel de un león de las montañas… Quiero decir cuando uno desea casarse. O de un lobo.

—En Inglaterra no hay leones —dijo Lenina en tono casi ofensivo.

—Y aunque los hubiera —agregó el Salvaje con súbito resentimiento y despecho—, supongo que los matarían desde los helicópteros o con gas venenoso. Y esto no es lo que yo quiero, Lenina. —Se cuadró, se aventuró a mirarla y descubrió en el rostro de ella una expresión de incomprensión irritada. Turbado, siguió, cada vez con menos coherencia—. Haré algo. Lo que tú quieras. Hay deportes que son penosos, ya lo sabes. Pero el placer que proporcionan compensa sobradamente. Esto es lo que me pasa. Barrería los suelos por ti, si lo desearas.

—¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras! —dijo Lenina, asombrada—. No es necesario.

—Ya, ya sé que no es necesario. Pero se puede ejecutar ciertas bajezas con nobleza. Me gustaría soportar algo con nobleza. ¿Me entiendes?

—Pero si hay aspiradoras…

—No, no es esto.

—… y semienanos Epsilones que las manejan —prosiguió Lenina—, ¿por qué…?

—¿Por qué? Pues… ¡por ti! ¡Por ti! Sólo para demostrarte que yo…

—¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con los leones…?

—Para demostrarte cuánto…

—… o con el hecho de que los leones se alegren de verme?

Lenina se exasperaba progresivamente.

—… para demostrarte cuánto te quiero, Lenina —estalló John, casi desesperadamente.

Como símbolo de la marea ascendente de exaltación interior, la sangre subió a las mejillas de Lenina.

—¿Lo dices de veras, John?

—Pero no quería decirlo —exclamó el Salvaje, uniendo con fuerza las manos en una especie de agonía—. No quería decirlo hasta que… Escucha, Lenina; en Malpaís la gente se casa.

—¿Se qué?

De nuevo la irritación se había deslizado en el tono de su voz. ¿Con qué le salía ahora?

—Se unen para siempre. Prometen vivir juntos para siempre.

—¡Qué horrible idea!

Lenina se sentía sinceramente disgustada.

—Sobreviviendo a la belleza exterior, con un alma que se renueva más rápidamente de lo que la sangre decae…

—¿Cómo?

—También así lo dice Shakespeare. «Si rompes su nudo virginal antes de que todas las ceremonias santificadoras puedan con pleno y solemne rito…»

—¡Por el amor de Ford, John, no digas cosas raras! No entiendo una palabra de lo que dices. Primero me hablas de aspiradoras; ahora de nudos. Me volverás loca. —Lenina saltó sobre sus pies, y, como temiendo que John huyera de ella físicamente, como le huía mentalmente, lo cogió por la muñeca—. Contéstame a esta pregunta: ¿me quieres realmente? ¿Sí o no?

Se hizo un breve silencio; después, en voz muy baja, John dijo:

—Te quiero más que a nada en el mundo.

—Entonces, ¿por qué demonios no me lo decías —exclamó Lenina; y su exasperación era tan intensa que clavó las uñas en la muñeca de John— en lugar de divagar acerca de nudos, aspiradoras y leones y de hacerme desdichada durante semanas enteras?

Le soltó la mano y lo apartó de sí violentamente.

—Si no te quisiera tanto —dijo—, estaría furiosa contigo.

Y, de pronto, le rodeó el cuello con los brazos; John sintió sus labios suaves contra los suyos. Tan deliciosamente suaves, cálidos y eléctricos que inevitablemente recordó los besos de Tres semanas en helicóptero. «¡Oooh! ¡Oooh!», la estereoscópica rubia, y «¡Aaah!, ¡aaah!», el negro super-real. Horror, horror, horror… John intentó zafarse del abrazo, pero Lenina lo estrechó con más fuerza.

—¿Por qué no me lo decías? —susurró, apartando la cara para poder verle.

Sus ojos aparecían llenos de tiernos reproches.

«Ni la mazmorra más lóbrega, ni el lugar más adecuado —tronaba poéticamente la voz de la conciencia—, ni la más poderosa sugestión de nuestro deseo. ¡Jamás, jamás!», decidió John.

—¡Tontuelo! —decía Lenina—. ¡Con lo que yo te deseaba! Y si tú me deseabas también, ¿por qué no…?

—Pero, Lenina… —empezó a protestar John.

Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo y se apartó de él, John pensó por un momento que había comprendido su muda alusión.

Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera de charol blanco y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla, John empezó a sospechar que se había equivocado.

—¡Lenina! —repitió, con aprensión.

Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa de marino se abrió por la costura; la sospecha se transformó en certidumbre.

—Lenina, ¿qué haces?

¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda. Emergió de sus pantalones acampanados. Su ropa interior, de una sola pieza, era como una leve cáscara rosada. La T de oro del Archichantre Comunal brillaba en su pecho.

«Por esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos de los hombres…» Las palabras cantarinas, tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente peligrosa, doblemente seductora. ¡Suaves, suaves, pero cuán penetrantes! Horadando la razón, abriendo túneles en las más firmes decisiones… «Los juramentos más poderosos son como paja ante el fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario…»

¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como una manzana limpiamente partida. Unos brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el izquierdo, y la sutil prenda queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.

Con los zapatos y las medias puestas y el gorrito ladeado en la cabeza, Lenina se acercó a él:

—¡Amor mío, si lo hubieses dicho antes!

Lenina abrió los brazos.

Pero en lugar de decir también: ¡Amor mío! y de abrir los brazos, el Salvaje retrocedió horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como para ahuyentar a un animal intruso y peligroso.

Cuatro pasos hacia atrás, y se encontró acorralado contra la pared.

—¡Cariño! —dijo Lenina; y, apoyando las manos en sus hombros, se arrimó a él—. Rodéame con tus brazos —le ordenó—. Abrázame hasta drogarme, amor mío. —También ella tenía poesía a su disposición, conocía palabras que cantaban, que eran como fórmulas mágicas y batir de tambores—. Bésame. —Lenina cerró los ojos, y dejó que su voz se convirtiera en un murmullo soñoliento—. Bésame hasta que caiga en coma. Abrázame, amor mío…

El Salvaje la cogió por las muñecas, le arrancó las manos de sus hombros y la apartó de sí a la distancia de un brazo.

—¡Uy, me haces daño, me… oh!

Lenina calló súbitamente. El terror le había hecho olvidar el dolor. Al abrir los ojos, había visto el rostro de John; no, no el suyo, sino el de un feroz desconocido, pálido, contraído, retorcido por un furor demente.

—Pero, ¿qué te pasa, John? —susurró Lenina.

El Salvaje no contestó. Se limitó a seguir mirándola a la cara con sus ojos de loco. Las manos que sujetaban las muñecas de Lenina temblaban. John respiraba afanosamente, de manera irregular. Débil, casi imperceptiblemente, pero aterrador, Lenina oyó de pronto su crujir de dientes.

—¿Qué te pasa? —dijo casi en un chillido.

Y, como si su grito lo hubiese despertado, John la cogió por los hombros y empezó a sacudirla.

—¡Ramera! —gritó—. ¡Ramera! ¡Impúdica buscona!

—¡Oh, no, no…! —protestó Lenina, con la voz grotescamente entrecortada por las sacudidas.

—¡Ramera!

—¡Por favooor!

—¡Maldita ramera!

—Un graamo es meejor… —empezó Lenina.

El Salvaje la arrojó lejos de sí con tal fuerza que Lenina vaciló y cayó.

—Vete —gritó John, de pie a su lado, amenazadoramente—. Fuera de aquí, si no quieres que te mate.

Y cerró los puños. Lenina levantó un brazo para protegerse la cara.

—No, por favor, no, John…

—¡Deprisa! ¡Rápido!

Con un brazo levantado todavía y siguiendo todos los movimientos de John con ojos de terror, Lenina se puso en pie, y semiagachada y protegiéndose la cabeza echó a correr hacia el cuarto de baño.

El ruido de la prodigiosa palmada con que John aceleró su marcha sonó como un disparo de pistola.

—¡Oh! —exclamó Lenina, pegando un salto hacia delante.

Encerrada con llave en el cuarto de baño, y a salvo, Lenina pudo hacer inventario de sus contusiones. De pie, y de espaldas al espejo, volvió la cabeza. Mirando por encima del hombro pudo ver la huella de una mano abierta que destacaba muy clara, en tono escarlata, sobre su piel nacarada. Se frotó cuidadosamente la parte dolorida.

Fuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la estancia a grandes pasos, de un lado para otro, al compás de los tambores y la música de las palabras mágicas. «El reyezuelo se lanza a ella, y la dorada mosquita se comporta impúdicamente ante mis ojos». Enloquecedoramente, las palabras resonaban en sus oídos. «Ni el vaso ni el sucio caballo se lanzan a ello con apetito más desordenado. De cintura para abajo son centauros, aunque sean mujeres de cintura para arriba. Hasta el ceñidor, son herederas de los dioses. Más abajo, todo es de los diablos. Todo: infierno, tinieblas, abismo sulfuroso, ardiente, hirviente, corrompido, consumido»; ¡uf! «Dame una onza de algalia, buen boticario, para endulzar mi imaginación».

—¡John! —osó decir una vocecilla que quería congraciarse al Salvaje, desde el baño—. ¡John!

«¡Oh, tú, cizaña, que eres tan bella y hueles tan bien que los sentidos se perecen por ti! ¿Para escribir en él "ramera" fue hecho tan bello libro? El cielo se tapa la nariz ante ella…»

Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su alrededor, y la chaqueta de John aparecía blanca de los polvos que habían perfumado su aterciopelado cuerpo.

«Impúdica zorra, impúdica zorra, impúdica zorra». El ritmo inexorable seguía martilleando por su cuenta. «Impúdica…»

—John, ¿no podrías darme mis ropas?

El Salvaje recogió del suelo los pantalones acampanados, la blusa y la prenda interior.

—¡Abre! —ordenó, pegando un puntapié a la puerta.

—No, no quiero.

La voz sonaba asustada y desconfiada.

—Bueno, pues, ¿cómo podré darte la ropa?

—Pásala por el ventilador que está en lo alto de la puerta.

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