—No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro mucho de haber tenido esta oportunidad de ver un caso de senilidad del ser humano —concluyó el doctor Shaw—. Gracias por haberme llamado.
Y estrechó calurosamente la mano de Bernard.
Por consiguiente, era John a quien todos buscaban. Y como a John sólo cabía verle a través de Bernard, su guardián oficial, Bernard se vio tratado por primera vez en su vida no sólo normalmente, sino como una persona de importancia sobresaliente.
Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de la sangre, ni se lanzaban pullas a propósito de su aspecto físico.
—Bernard me ha invitado a ir a ver al Salvaje el próximo miércoles —anunció Fanny triunfalmente.
—Lo celebro —dijo Lenina—. Y ahora, reconoce que estabas equivocada en cuanto a Bernard. ¿No lo encuentras simpatiquísimo?
Fanny asintió con la cabeza.
—Y debo confesar —agregó— que me llevé una sorpresa muy agradable.
El Envasador Jefe, el director de Predestinación, tres Delegados Auxiliares de Fecundación, el Profesor de Sensoramas del Colegio de Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal de Westminster, el Supervisor de Bokanovskificación… La lista de personajes que frecuentaba a Bernard era interminable.
—Y la semana pasada fui con seis chicas —confió Bernard a Helmholtz Watson—. Una el lunes, dos el martes, otras dos el viernes y una el sábado. Y si hubiese tenido tiempo o ganas, había al menos una docena más de ellas que sólo estaban deseando…
Helmholtz escuchaba sus jactancias en un silencio tan sombrío y desaprobador, que Bernard se sintió ofendido.
—Me envidias —dijo.
Helmholtz negó con la cabeza.
—No, pero estoy muy triste; esto es todo —contestó.
Bernard se marchó irritado, y se dijo que no volvería a dirigir la palabra a Helmholtz.
Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la cabeza y le reconcilió casi completamente (como lo hubiese conseguido cualquier otro intoxicante) con un mundo que, hasta entonces, había juzgado poco satisfactorio. Desde el momento en que le reconocía a él como un ser importante, el orden de cosas era bueno. Pero, aun reconciliado con él por el éxito, Bernard se negaba a renunciar al privilegio de criticar este orden. Porque el hecho de ejercer la crítica aumentaba la sensación de su propia importancia, le hacía sentirse más grande. Además, creía de verdad que había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su éxito y del hecho de poder conseguir todas las chicas que deseaba.) En presencia de quienes, con vistas al Salvaje, le hacían la corte, Bernard hacía una asquerosa exhibición de heterodoxia. Todos le escuchaban cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente movía la cabeza. Este joven acabará mal, decían, y formulaban esta profecía confiadamente porque se proponían poner todo de su parte para que se cumpliera. La próxima vez no encontrará otro Salvaje que lo salve por los pelos, decían. Pero, por el momento, había el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses con Bernard.
—Más liviano que el aire —dijo Bernard, señalando hacia arriba.
Como una perla en el cielo, alto, muy alto por encima de ellos, el globo cautivo del Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a la luz del sol.
«… es preciso mostrar a dicho Salvaje la vida civilizada en todos sus aspectos», decían las instrucciones de Bernard.
En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la misma, desde la plataforma de la Torre de Charing-T. El Jefe de la Estación y el Meteorólogo Residente actuaban en calidad de guías. Pero Bernard llevaba casi todo el peso de la conversación. Embriagado, se comportaba exactamente igual que si hubiese sido, como mínimo, un Interventor Mundial en visita. Más liviano que el aire.
El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se apearon. Ocho mellizos dravídicos idénticos, vestidos de color caqui, asomaron por las ocho portillas de la cabina: los camareros.
—Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora —dijo solemnemente el Jefe de la Estación—. ¿Qué le parece, Mr. Salvaje?
John lo encontró magnífico.
—Sin embargo —dijo— Ariel podía poner un cinturón a la tierra en cuarenta minutos.
«El Salvaje —escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond— muestra, sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los inventos de la civilización. Ello se debe en parte, sin duda, al hecho de que había oído hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su m…»
Mustafá frunció el ceño. «¿Creerá ese imbécil que soy demasiado ñoño para no poder ver escrita la palabra entera?».
«En parte porque su interés se halla concentrado en lo que él llama “el alma”, que insiste en considerar como algo enteramente independiente del ambiente físico; por consiguiente, cuando intenté señalarle que…».
El Interventor se saltó las frases siguientes, y cuando se disponía a volver la hoja en busca de algo más interesante y concreto, sus miradas fueron atraídas por una serie de frases completamente extraordinarias.
«… aunque debo reconocer —leyó— que estoy de acuerdo con el Salvaje en juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice él, no lo bastante costoso; y quisiera aprovechar esta oportunidad para llamar la atención de Su Fordería hacia…».
La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi inmediatamente al buen humor. La idea de que aquel individuo pretendiera solemnemente darle lecciones a él —a él— sobre el orden social, era realmente demasiado grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco. «Tengo que darle una buena lección», se dijo; después echó la cabeza hacia atrás y soltó una fuerte carcajada. Por el momento, en todo caso, la lección podía esperar.
Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado para helicópteros, filial de la Sociedad de Equipos Eléctricos. Les recibieron en la misma azotea (porque los efectos de la circular de recomendación del Interventor eran mágicos) el Jefe Técnico y el Director de Elementos Humanos bajaron a la fábrica.
—Cada proceso de fabricación —explicó el director de Elementos Humanos— es confiado, dentro de lo posible, a miembros de un mismo Grupo de Bokanovsky.
Y, en efecto, ochenta y tres Deltas braquicéfalos, negros y casi desprovistos de nariz, se hallaban trabajando en el estampado en frío. Los cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro brocas eran manejados por cincuenta y seis Gammas aguileños, color de jengibre. En la fundición trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses especialmente condicionados para soportar el calor. Treinta y tres Deltas hembras, de cabeza alargada, rubias, de pelvis estrecha, y todas ellas de un metro sesenta y nueve centímetros de estatura, con diferencias máximas de veinte milímetros, cortaban tornillos. En la sala de montajes las dínamos eran acopladas por dos grupos de enanos Gamma-Más. Los dos bancos de trabajo, alargados, estaban situados uno frente al otro; entre ambos reptaba la cinta sin fin con su carga de piezas sueltas; cuarenta y siete cabezas rubias se alineaban frente a cuarenta y siete cabezas morenas. Cuarenta y siete machos frente a cuarenta y siete narigudos; cuarenta y siete mentones escurridos frente a cuarenta y siete mentones salientes. Los aparatos, una vez acoplados, eran inspeccionados por dieciocho muchachas idénticas, de pelo castaño rizado, vestidas del color verde de los Gammas, embalados en canastas por cuarenta y cuatro Delta-Menos pernicortos y zurdos, y cargados en los camiones y carros por sesenta y tres Epsilones semienanos, de ojos azules, pelirrojos y pecosos.
—¡Oh maravilloso nuevo mundo…!
Por una especie de broma de su memoria, el Salvaje se encontró repitiendo las palabras de Miranda:
—¡Oh maravilloso nuevo mundo que alberga a tales seres!
—Y le aseguro —concluyó el director de Elementos Humanos, cuando salían de los talleres— que apenas tenemos problema alguno con nuestros obreros. Siempre encontramos…
Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus acompañantes y, oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo violentas arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un helicóptero con una bolsa de aire.
En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela Superior. Al otro lado del Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la Torre de Lupton destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la Cantoría Comunal de la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento armado y «vita-cristal». En el centro del espacio cuadrangular se erguía la antigua estatua de acero cromado de Nuestro Ford.
El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate, la Maestra Jefe, les recibieron al bajar del aparato.
—¿Tienen aquí muchos mellizos? —preguntó el Salvaje, con aprensión, en cuanto empezaron la vuelta de inspección.
—¡Oh, no! —contestó el Preboste—. Eton está reservado exclusivamente para los muchachos y muchachas de las clases más altas. Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil la instrucción. Pero como los alumnos están destinados a tomar sobre sí graves responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay más remedio.
Y suspiró.
Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.
—Si está usted libre algún lunes, miércoles o viernes por la noche —le decía—, puede venir a mi casa. —Y, señalando con el pulgar al Salvaje, añadió—: Es un tipo curioso, ¿sabe usted? Estrafalario.
Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente encantadora).
—Gracias —dijo—. Me encantará asistir a una de sus fiestas.
El Preboste abrió la puerta.
Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble-Más dejaron a John un tanto confuso.
—¿Qué es la relatividad elemental? —susurró a Bernard.
Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió que pasaran a otra aula.
Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía de los Beta-Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:
—Uno, dos, tres, cuatro. —Y después, con irritación fatigada—: Como antes.
—Ejercicios malthusianos —explicó la Maestra Jefe—. La mayoría de nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy también. —Sonrió a Bernard—. Pero tenemos a unas ochocientas alumnas no esterilizadas que necesitan ejercicios constantes.
En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que «una Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o geológicas desfavorables, o por su pobreza en recursos naturales, no ha merecido la pena civilizar». Un breve chasquido, y de pronto el aula quedó a oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del profesor, aparecieron los Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John les había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes etonianos reían estruendosamente. Sin dejar de gemir, los Penitentes se levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos, empezaron a azotarse. Las carcajadas, más sonoras todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los Penitentes.
—Pero ¿por qué se ríen? —preguntó el Salvaje, dolido y asombrado a un tiempo.
—¿Por qué? —El Preboste volvió hacia él el rostro, en el que todavía retozaba una ancha sonrisa—. ¿Por qué? Pues… porque resulta extraordinariamente gracioso.
En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que, en el pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese osado intentar. Fortalecido por su nueva sensación de importancia, pasó un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo, doblándose como un junco. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco, cuando se hizo de nuevo la luz.
—Tal vez será mejor que sigamos —dijo Miss Keatte.
Y se dirigió hacia la puerta.
Un momento más tarde, el Preboste dijo:
—Ésta es la sala de Control Hipnopédico.
Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada dormitorio, aparecían alineados en estantes colocados en tres de los lados de la sala; en la cuarta pared se hallaban los agujeros donde debían colocarse los rollos de pista sonora en los que se imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.
—Basta colocar el rollo aquí —explicó Bernard, interrumpiendo al doctor Gaffney—, pulsar este botón…
—No, este otro —le corrigió el Preboste, irritado.
—O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de selenio transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y…
—Y ya está —concluyó el doctor Gaffney.
—¿Leen a Shakespeare? —preguntó el Salvaje mientras se dirigían hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante de la Biblioteca de la Escuela.
—Claro que no —dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.
—Nuestra Biblioteca —explicó el doctor Gaffney— contiene sólo libros de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción pueden ir al sensorama. Por principio, no los animamos a dedicarse a diversiones solitarias.
Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas que cantaban o permanecían silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por la pista vitrificada.
—Vuelven del Crematorio de Slough —explicó el doctor Gaffney, mientras Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe para aquella misma noche—. El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada semana en un Hospital de Moribundos. En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo completamente corriente.
—Como cualquier otro proceso fisiológico —exclamó la Maestra Jefe, profesionalmente.
Ya estaba decidido: a las ocho en el «Savoy».
De vuelta a Londres, se detuvieron en la fábrica de la Sociedad de Televisión de Brentford.
—¿Te importa esperarme aquí mientras voy a telefonear? —preguntó Bernard.
El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros de casta inferior formaban cola ante la estación del monorraíl: setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y mujeres, entre los cuales sólo había una docena de rostros y de estaturas diferentes. A cada uno de ellos, junto con el billete, el cobrador le entregaba una cajita de píldoras. El largo ciempiés humano avanzaba lentamente.