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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

Un mundo para Julius (4 page)

BOOK: Un mundo para Julius
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Cinthia y Julius estuvieron largo rato inspeccionando las armaduras; primero se fijaban bien que no hubiese nadie escondido detrás de ellas o adentro, y entonces sí ya las inspeccionaban detenidamente. Cinthia le iba explicando todo lo que había aprendido sobre armas, armaduras y escudos en el colegio, y Julius, a su lado, la escuchaba con gran atención, asintiendo con la cabeza a medida que ella contaba. Minutos después ya estaban en otra sala, la del billar y en otra, el escritorio, aquí mejor no entremos, y todavía en otra, la del piano. «Es Beethoven», le dijo Cinthia, señalándole el busto de bronce que había sobre una columna de mármol y que miraba furioso hacia el piano. «¿Sabes que el tío abuelo que está en el escritorio de la casa tuvo otra mujer antes que nuestra tía abuela?» Julius hizo no, con la cabeza, y ubicó inmediatamente al tío abuelo entre todos los cuadros de antepasados que había en el escritorio del palacio. «Sí», agregó Cinthia, y le contó la larga historia del tío abuelo, el tío abuelo romántico, así lo llamaban cuando hablaban de él, mamita le había contado íntegra la historia.

Y era (Julius escuchaba atentísimo) porque quería mucho pero mucho a una señorita que no era de su condición y que era pianista, que tocaba lindo el piano. Mamita dice que pobre, que humilde, en fin, ya parecía que Julius iba entendiendo y no debería preguntar a todo ¿por qué?, sino más bien escuchar y dejar que ella termine la historia. Le prohibieron que la viera, a la muchacha que no era de su condición, pero el tío abuelo la siguió viendo y entonces hubo presión, así dice mamita, ¿qué quieres que haga?, hubo presión y a ella la metieron a un convento; así hacían en esa época con las chicas que se portaban mal: todas terminaban de monjitas. Pero ésta no, Julius, ésta tuvo que salir porque estaba muy enferma, pero siempre seguía tocando lindo el piano. Y el tío abuelo romántico, por eso está así en el cuadro con esa barba y el pelo así de largo, papá decía que hizo turumba con los negocios de la familia, felizmente que tuvo hermanos, bueno, el tío abuelo no se quiso casar con otra, ni siquiera con la tía abuela que ya estaba enamorada de él. Esperó y esperó hasta que la señorita salió enferma del convento y mamita dice que ya estaba condenada pero que él se casó con ella porque se sentía responsable y era un caballero, a pesar de todo. ¿Tú no crees que era bien bueno? Julius hizo sí, con la cabeza, y con los ojos pedía el resto de la historia.

Y Cinthia le siguió contando: le dijo que se casaron y que se fueron a vivir a San Miguel, una casa que todavía existe, en San Miguel, linda, blanquita, como si fuera de muñecas. Ahí vivían pero ella siempre en cama; ella no podía levantarse, tenía mucha tos, mucha tos, no paraba de toser. Y el tío abuelo no cuidaba los negocios, siempre estaba a su lado y siempre le pedía que le tocara el piano, le había regalado un piano lindo cuando se casaron. Tres meses sólo vivió, Julius. Una mañana él le pidió que le tocara piano, todos los días le pedía pero ella no podía levantarse, sólo ese día se levantó y empezó a tocar lindo y entonces fue que empezó a toser y que se quedó muerta tocando piano. «Ahí se acaba la historia», le dijo Cinthia, pero Julius le hizo todavía algunas preguntas y ella le contó que después él se casó con nuestra tía abuela y que no vivió mucho tiempo porque su primera esposa, la pianista, lo había contagiado. Fue el hijo mayor del Presidente y tío carnal de papi, pero murió mucho antes de que papi naciera. Por eso es que papi se asustaba tanto cuando alguno de nosotros tenía tos. Se quedaron pensativos: los dos se habían sentado sobre el banquito del piano y habían abierto la tapa. Sus cuatro manitas ligeras y finas descansaban dudosas sobre las teclas de marfil que los Lastarria, por supuesto, ni tocaban.

En la cocina, veintitrés amas llegadas a Lima de todas las regiones del Perú habían logrado espantar a Cirilo, el segundo mayordomo, pero no a Víctor, señor en sus dominios, que ahora hacía funcionar todos los aparatos eléctricos para impresionarlas. Secaba los vasos a presión, afilaba cuchillos apretando un botoncito que ponía en movimiento una medita como de piedra, y se comunicaba con la señora por teléfono interno, «voy con la Coca-Cola», le decía. Por lo menos diez amas se llenaron de disfuerzos cuando colocó dos tajadas de pan en la tostadora, esperó unos minutos, les dijo escuchen, y en ese instante sonó una campanita tin tin y saltaron las tostadas. Por lo menos cinco sintieron cosquilleos pecaminosos cuando se las ofreció a Vilma, ¿por qué no?, después de todo era la reina. Las demás seguían la escena, pero no la veían: bien chunchas todavía, habían fijado los ojos en el fondo de sus tazas de donde ya no los sacarían tal vez más. Pero Vilma no; Vilma aceptó el reto o lo que fuera eso de darle las primeras tostadas, tremenda ciriada, en realidad. «¿No tendría mantequilla?», preguntó, coquetona. Entonces sí que todas las cholas bajaron la mirada, era atrevida Vilma, pero era hermosa y en el fondo ellas la admiraban. Y Víctor, por un instante, casi pierde los papeles; pero no: se sobrepuso y corrió por la mantequillera. «Aquí tiene, la señorita», dijo, todo él, alcanzándosela. «Gracias», le replicó Vilma, y empezó a untar mantequilla en una tostada, sonriente, tranquila, toda ella, pero entró la señora: que ya los niños estaban pasando al comedor, que ya debían ir; Vilma, que Julius y Cinthia habían desaparecido.

Por ahí ya habían buscado, por ahí también, en realidad habían buscado por todos los bajos de la casa y había que probar los altos porque en el jardín no quedaba nadie. «Víctor —ordenó la tía Susana—: acompañe a Vilma a los altos y avíseme en cuanto los encuentren.» Y por eso los dos subieron juntos y anduvieron silenciosos por austeros dormitorios, por baños en cuyas tinas podía uno quedarse a vivir, por corredores que atravesaban gritando ¡Julius! ¡Julius! ¡Cintita!, por salas de estudio en las que tampoco estaban, por una escalera de servicio en la que Víctor intentó una ciriadita, pero no; no, porque Vilma estaba llorosa, asustada, lejana y ahora algo menos extraviada, como si toda esa parte de la casa le fuera más familiar, esas locetas frías de patio, estaban en la parte de la servidumbre y ella continuaba llamándolos hasta que escuchó aquí estamos, la vocecita de Cinthia que salía del baño de servicio.

—¡Dónde se han metido! —exclamó Vilma, al verlos.

—Este baño no tiene tina, Vilma —comentó Julius.

Fue toda la respuesta que obtuvo, pero ¡qué importaba!, ahí estaban y no les había pasado nada. Vilma empezó a llenarlos de besos.

—¿No tendría unito para mí? —intervino Víctor, sobradísimo.

Julius y Cinthia lo miraron desconcertados.

—Avísele, por favor, a la señora que ya los encontramos. —Vilma se arregló el moño.

—¿Pero antes me dirá qué día le toca su salida? —preguntó él, sonriente, y se quedó bien parado y esperando.

—¡El jueves! ¡el jueves! ¡Corra! ¡Avísele a la señora!...

Víctor salió disparado y Vilma suspiró. Empezó lenta, dulce, temblorosamente a llevarlos de la mano hacia el comedor, mientras ellos miraban con los ojos enormes esa sección del castillo que iban dejando atrás.

Rafaelito y Pipo tenían un amigo, un ídolo, y aunque habían ocultado su preocupación frente a los invitados, lo habían estado esperando desde que llegó el primero. Martín. ¿Por qué no llegará? ¿Vendrá? Por cierto que mamá hubiera preferido que no viniera. ¿Acaso no les decía siempre que no se juntaran con él? Pero era su santo, era el santo de Rafaelito y nada pudo hacer para que no lo invitaran. «Lo han invitado», le dijo a su marido; y que era un desconocido, que vivía en uno de esos edificios que habían construido últimamente, que su mamá era impresentable, que la había visto en la parroquia, que el chico era un diablito, que era mayor, que lo que pasaba es que era retaco, que ojalá no viniera, que le había enseñado a Rafaelito a decir pendejo, que le perdonara la palabra, etc.

Y Martín, que no era tan retaco pero que ya tenía once años, llegó justo a la hora del lonche. Vino solo y caminando desde su casa y entró diciendo que mañana traería el regalo, en realidad al pobre su papá le había dicho que se dejara de mariconadas, que ya estaba bien grandazo para regalitos, pero que no se perdiera tremendo papeo. Y ahora, bien pegadito a la mesa, comía su tercera butifarra ante la mirada de Rafaelito, algo así como la de un gato en celo. Ya Víctor estaba atendiendo a todos, ya las amas estaban atentas al bocado que su niño se iba a meter a la boca, o sacándole la lechuga a la butifarra por lo de la tifoidea, o quitándole la platina al chocolate y guardándose el poema de Campoamor que había adentro. Ya Julius y Cinthia estaban cada uno con su sanduichito en la mano, ya Vilma estaba nuevamente hermosa y tranquila, ya la tía Susana estaba nuevamente al mando de todo y horrible, ya Pipo y Rafaelito le estaban diciendo a Martín que ésos eran y señalándole a Cinthia y a Julius. Todos comían, el gordo también, por supuesto, mírenlo qué gracioso cómo se atraganta, es hijo de Augusto y Licia; todos comían sus dulcecitos hechos por monjas de antiguos conventos de Lima, de Bajo el Puente, del Carmen, de los Barrios Altos, del fin del mundo, hija, el chofer se perdió y eso que ha vivido por ahí, ahora ya no, hija, ahora en una barriada les da por eso, por lo del terrenito y tienen que irse más temprano, es un fastidio; ya todos comen bizcochitos, fíjate si no es un bárbaro el gordo; y todos beben sus helados, ése es el Martín ese; y todos piden más Coca-Cola y Víctor va por ellas, las trae, las reparte, roza a Vilma al pasar, a Vilma que se contempla en el inmenso espejo que cubre toda una pared: es guapa, por eso le gusta a Víctor, le queda bien su moño y qué exacto término medio el de esos tacos, ni altos contra el uniforme, porque la señora no consentiría, ni bajos tampoco, casi no se nota que son ahitos y sin embargo le tornean las piernas, los senos están bien marcados bajo lo blanco, la tela ayuda, se muestran bien y el cinturón marca la cintura, las caderas son anchas, fuertes, están buenas... Desde el otro lado del comedor, la señora la está mirando, conversa de otra cosa pero la está mirando: tremendo el Víctor, es guapa la chola, medio gordona pero guapa, el pelo es ordinario pero es guapa, las piernas bien formadas, es robusta, ya tiene años cuidando a Julius, desde que nació, es guapa, es pretenciosa, cómo se mira, yo soy fea, guapa la chola, pobre... Y el zamarro del Víctor, tumbarla, tumbarla y guiñaditas: se estaba comunicando por el espejo con Vilma.

Por supuesto que también había velitas que apagar, aunque Rafaelito hubiera preferido que pasaran todo eso por alto esta vez porque, a su lado, Martín estaba mirando todo el asunto matoncito y escéptico; pero Víctor no se hubiera perdido la oportunidad por nada de este mundo y ahí estaba encendiendo todas las velitas con un solo fósforo, Vilma sentía que ya se iba a quemar el dedo, pero no, no aunque velita del diablo préndete, se prendió y por fin pudo hacer lo que tanto había querido: alzar el fósforo un poco en el aire y que todos lo vieran apagarlo con los dedos, Vilma se quemó.

—¡Que partan la torta! —gritó Martín.

—No te digo, ése es.

Así Susana Lastarria iba comentando todo lo que pasaba con su hermana Chela, que había venido a ayudarla a controlar a tanta fierecilla. Y tanta fierecilla comía ahora su torta, cake is the ñame, que era imposible terminar con todo lo de es hijo de fulanito, de menganito, el diputado, tan buenmozo como era, últimamente ha envejecido mucho, igualito a su mamá, como dos gotas de agua. ¿Susan?, pobre Susan, no creas que lo pasa tan mal, yo la he visto con él, y por qué no si es viuda, hace tres años ya...

Y, un poco por lo que en geografía suele llamarse determinismo geográfico (antideterminismo lo hace el hombre) Julius y Cinthia continuaban metidos en todo eso, pero sin alejarse mucho de Vilma. Habían gozado de momentos de tranquilidad mientras los demás comían, pero ya el lonche se iba acabando y pronto sería hora de salir al jardín y jugar.

Felizmente Martín decidió que tenían que escoger dos equipos para un partidito de fútbol. Todo el mundo quería jugar en el equipo de Martín. Era el nuevo líder y el que tomaba las decisiones: ¡Tú para aquí!, ¡tú para allá!, ¡tú no juegas!, ¡tú para allá!, ¡tú también!, ¡que se vaya esta chica!, ¡Rafael ven para acá!, ¡ése es muy chico! Entonces Rafaelito fue y le dio un empujoncito a Julius y Vilma vino a recogerlo, Cinthia también; «Ven, Julius —le dijo—, te voy a enseñar una cosa, pero la vas a aprender, ¿ah?» Se dirigieron hacia el interior del castillo, pero antes, en el camino, se encontraron con la tía Susana.

—No se vuelvan a perder —les dijo—; quédense donde los puedan ver. Vilma, no los pierda de vista; falta media hora para que llegue el mago.

Cuando llegó el mago, el partido ya había terminado. Todos sabemos que ganó el equipo de Martín. Dos a cero: un taponazo de Pipo en el estómago del arquero (cayó dentro del arco), y un puntazo de Martín que hizo añicos una ventana del castillo. Ahora ya oscurecía y las amas les estaban limpiando las caras sudorosas con toallitas húmedas y tibias, ¡cómo te has ensuciado la ropa, niñito, por Dios!, con verdadera habilidad los iban dejando nuevecitos porque ya no tardaba en comenzar la función: este año, en vez de cine, mago.

Los sentaron en silletitas alineadas en el inmenso hall del castillo. En la cabecera de la tercera fila estaban Cinthia, Julius y Vilma, de pie, a un lado. Desde el fondo, Víctor la contemplaba por encima de las cabecitas de unos cincuenta niños y de las cabezotas de unas quince amas que habían logrado sentarse; las demás estaban de pie, recostadas en las paredes. En primera fila, al centro, Rafaelito, Pipo y Martín, este último diciendo que todo era puro truco (el mago aún no había asomado por el hall), y al extremo, las hermanas Chela y Susana, Susana odiando a Martín: «¡Eso sí que no! ¡Siéntese!» Martín trataba de organizar una barra para recibir al mago: ¡truco! ¡truco! ¡truco! Mocoso retaco insolente.

El mago Pollini, que había actuado en la televisión y todo, entró mariconsísimo y casi corriendo por la puerta lateral del gran hall. Encantado de estar en el castillo, avanzó rápidamente hasta la señora Susana y le besó la mano como hacía tiempo no se la besaba a nadie en Lima. «Sen-ñora —dijo—, a sus órdenes», y todo empezó a oler a perfume en esa zona del hall. Después saludó a la tía Chela, otro besito en la mano, y les presentó a su partenaire, que era su esposa también, largos años por escenarios de todo Sudamérica, con silbiditos y todo y que no, no lograba ser como la señora. El mago preguntó si podía proceder, le dijeron que sí, y entonces se dirigió a la mesa que habían dispuesto para él, frente a los niños. Las hermanas se sentaron nuevamente y el mago, echando una miradita al auditorium, varios millones reunidos, descubrió, al fondo, a Víctor. «¿Me podrían traer un vaso de agua?», dijo, como quien no quiere la cosa. Víctor se hizo el desentendido, ni que fuera quién, pero la señora volteó a mirarlo: «Víctor, tráigale un vaso de agua al mago... al señor», y el pobre no tuvo más remedio que humillarse en presencia de Vilma. El mago también ya le había echado el ojo, pero no era el momento, estaba en un castillo.

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