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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

Un mundo para Julius (2 page)

BOOK: Un mundo para Julius
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Los mayordomos se llamaban Celso y Daniel. Celso contó que era sobrino del alcalde del distrito de Huarocondo, de la provincia de Anta, en el departamento del Cuzco. Además, era tesorero del Club Amigos de Huarocondo, con sede en Lince. Allí se reunían mayordomos, mozos de café, empleadas domésticas, cocineras y hasta un chofer de la línea Descalzos-San Isidro. Y como si todo esto fuera poco, añadió que, en su calidad de tesorero que era del Club, le correspondía el cuidado de la caja del mismo, y como el candado de la puerta del local estaba un poco viejito, la caja la tenía guardada arriba en su cuarto.
Julius
se quedó cojudo. Se olvidó por completo de Vilma y de Nilda. «¡Enséñame la caja! ¡Enséñame la caja!», le rogaba, y ahí en Disneylandia, la servidumbre en pleno gozaba pensando
que Julius,
propietario de una suculenta alcancía a la que no le prestaba ninguna atención, insistiera tanto en ver, tocar y abrir la caja del Club Amigos de Huarocondo. Esa noche,
Julius
tomó la decisión de escaparse y de entrar, de una vez por todas, en la lejana y misteriosa sección servidumbre que, ahora, además, ocultaba un tesoro. Mañana iría para allá; esta noche ya no, no porque la sopa acababa de terminarse y el columpio se iba poniendo cada vez más suave, la silletita voladora hubiera alcanzado la luna, pero siempre sucedía lo mismo: Vilma lo sorprendía con sus manos ásperas como palo de escoba y se lo llevaba a Fuerte Apache.

Fuerte Apache (así decía un letrero colocado en la puerta) era el dormitorio de
Julius.
Allí estaban todos los
cowboys
del mundo pegados a las paredes, en tamaño natural y también parados en medio del dormitorio, de cartón y con pistolas de plástico que brillaban como metal. Los indios ya habían muerto todos para
que Julius
se pudiera acostar tranquilo y sin reclamar. En realidad, en Fuerte Apache, la batalla había terminado y sólo el indio Jerónimo, uno que despertaba las simpatías de
Julius,
como si eventualmente fuera a amistar con
Burt Lancaster,
por ejemplo, sólo Jerónimo había sobrevivido y continuaba parado al fondo del cuarto, pensativo y orgulloso.

Vilma adoraba
a Julius.
Sus orejotas, su pinta increíble habían despertado en ella enorme cariño y un sentido del humor casi tan fino como el de la señora
Susan,
la madre de
Julius,
a quien la servidumbre criticaba un poco últimamente porque diario salía de noche y no regresaba hasta las mil y quinientas.

Siempre lo despertaba. Y eso
que Julius
se dormía mucho después de que Vilma lo había dejado bien dormidito: se hacía el dormido y, en cuanto ella se marchaba, abría grandazos los ojos y pensaba regularmente un par de horas en miles de cosas. Pensaba en el amor que Vilma sentía por él, por ejemplo; pensaba y pensaba y todo se le hacía un mundo porque Vilma, aunque era medio blancona, era también medio india y sin embargo nunca se quejaba de andar metida entre todos los indios muertos que había ahí en Fuerte Apache; además, nunca había manifestado simpatía por Jerónimo, más bien miraba a Gary Cooper, claro que todo eso pasaba en los Estados Unidos, pero indios y mi dormitorio y Celso ése sí que es indio... Así hasta que se dormía, tal vez esperando que los pasos de mami en la escalera lo despertaran, ahí llega, sube. Julius escuchaba sus pasos en la escalera y sentía adoración, se acerca, pasa por la puerta, sigue de largo hacia su cuarto, al fondo del corredor donde murió papi, donde mañana iré a despertarla linda... Se dormía rapidito para ir a despertarla cuanto antes, siempre la despertaba.

Para Vilma era un templo; para Julius, el paraíso; para Susan, su dormitorio, donde ahora dormía viuda, a los treinta y tres años y linda. Vilma lo llevaba hasta ahí todas las mañanas, alrededor de las once. La escena se repetía siempre: Susan dormía profundamente y a ellos les daba ni sé qué entrar. Se quedaban parados aguaitando por la puerta entreabierta hasta que, de pronto, Vilma se armaba de valor y le daba un empujoncito que lo ponía en marcha hacia la cama soñada, con techo, con columnas retorcidas, con tules y con angelitos barrocos esculpidos en los cuatro ángulos superiores. Julius volteaba a mirar hacia la puerta, desde donde Vilma le hacía señas para que la tocara; entonces él extendía una mano, la introducía apartando dos tules y veía a su madre tal cual era, sin una gota de maquillaje, profundamente dormida, bellísima. Por fin se decidía a tocarla, su mano alcanzaba apenas el brazo de Susan y ella, que despertaba siempre viviendo un último instante lo de anoche, respondía con una sonrisa dirigida a través de la mesa de un club nocturno, al hombre que acariciaba su mano. Julius la tocaba nuevamente: Susan giraba dándole la espalda y escondiendo la cara en la almohada para volver a dormirse, porque durante un segundo acababa de regresar cansada de tanto bailar y no veía las horas de acostarse. «Mami», le decía, atrevido, gritándole suavecito, casi resondrándola en broma, envalentonado por las señas de Vilma desde la puerta. Susan empezaba a enterarse de la llegada del día pero, aprovechando que aún no había abierto los ojos, volvía a dirigir una sonrisa a través de la mesa de un club nocturno e insistía en girar hundiéndose un poco más en el lado hacia el cual se había volteado al acostarse cansada, la segunda vez que Julius la tocó; luego, en una fracción de segundo, dormía íntegra su noche hasta que ella misma dejaba que el eco del «mami», pronunciado por Julius, se filtrara iluminándole la llegada del día, reapareciendo por fin en una sonrisa dulce y perezosa que esta vez sí era para él.

—Darling —bostezaba, linda—, ¿quién se va a ocupar de mi desayuno?

—Yo, señora; voy a avisarle a Celso que ya puede subir el azafate.

Susan terminaba de despertar cuando divisaba a Vilma, al fondo, en la puerta. Ese era el momento en que pensaba que podía ser descendiente de un indio noble, aunque blancona, ¿por qué no un inca?, después de todo fueron catorce.

Julius y Vilma asistían al desayuno de Susan. La cosa empezaba con la llegada del mayordomo-tesorero trayendo, sin el menor tintineo, la tacita con el café negro hirviendo, el vaso de cristal con el jugo de naranjas, el azucarerito y la cucharita de plata, la cafetera también de plata, por si acaso la señora lo desea más cargado, las tostadas, la mantequilla holandesa y la mermelada inglesa. No bien arrancaban los soniditos del desayuno, el de la mermelada untada, el de la cucharilla removiendo el azúcar, el golpecito de la tacita contra el platito, el bocado de tostada crocante, no bien sonaban todos esos detalles, una atmósfera tierna se apoderaba de la habitación, como si los primeros ruidos de la mañana hubieran despertado en ellos infinitas posibilidades de cariño. A Julius le costaba trabajo quedarse tranquilo, Vilma y Celso sonreían, Susan desayunaba observada, admirada, adorada, parecía saber todo lo que podía desencadenar con sus soniditos. De rato en rato alzaba la cara y los miraba sonriente, como preguntándoles: «¿Más soniditos? ¿Jugamos a los golpecitos?»

Terminado el desayuno, Susan empezaba una larga serie de llamadas telefónicas y Vilma partía con Julius rumbo al huerto, a la piscina o a la carroza. Pero, por una vez, Julius no esperó que Vilma lo cogiera de la mano; se le anticipó y salió corriendo detrás de Celso que bajaba con el azafate. «¡Enséñame la caja! ¡Enséñame la caja!», le iba gritando, mientras el otro se le alejaba en la escalera. Por fin lo logró alcanzar en la cocina y el mayordomo-tesorero aceptó mostrársela no bien terminara de poner la mesa, porque sus hermanos ya no tardaban en llegar del colegio con hambre. «Vuelve en un cuarto de hora», le dijo.

—¡Cinthia! —gritó Julius, apareciendo en el gran hall de la escalera.

Como todos los días, Carlos, el chofer negro-uniformado-con-gorra de la familia, acababa de traerlos del colegio y ahora subían a saludar a su mamá.

—¡Orejitas! —exclamó Santiago, sin detenerse.

Bobby no volteó a mirar; en cambio Cinthia se había quedado parada en el descanso de la escalera.

—Cinthia, Celso me va a enseñar la caja del Club de los Amigos de Gua...

—Huarocondo —lo ayudó Cinthia, sonriente—. Ahorita bajo para que me acompañes a almorzar.

Minutos después, Julius entró por primera vez en la sección servidumbre del palacio. Miraba hacia todos lados: todo era más chiquito, más ordinario, menos bonito, feo también, todo disminuía por ahí. De repente escuchó la voz de Celso, pasa, y recordó que lo había venido siguiendo, pero sólo al ver la cama de fierro marrón y frío comprendió que se hallaba en un dormitorio. Estaba oliendo pésimo cuando el mayordomo le dijo:

—Esa es la caja —señalándole la mesita redonda.

—¿Cuál? —preguntó Julius, mirando bien la mesita.

—Ésa, pues.

Julius vio la que no podía ser. «¿Cuál?», volvió a preguntar, como quien busca algo en la punta de su nariz y espera que le digan ¿no ves?, ¡ésa! ¡ahí! ¡en la punta de tus narices!

—Ciego estás, Julius; ésta es.

Celso se inclinó para recoger la lata de galletas de encima de la mesa, se la alcanzó. Julius la cogió por la tapa, mal, se le destapó la lata: un montón de billetes y monedas sucias le cayeron sobre el pantalón y se regaron por el suelo.

—¡Este niño! Lo que has hecho... ayúdame.

—Apúrate, tengo que servirle a tus hermanos... —Tengo que acompañar a Cinthia.

Cinthia también tenía su ama, como Julius tenía a Vilma, pero no era hermosa sino gorda y buena; gorda, buena, antigua, vieja, responsable y canosa. Julius se pasaba la vida haciéndole la misma pregunta y ella nunca sabía como respondérsela.

—Mamá dice que eres una de las pocas mujeres del pueblo con canas, ¿por qué?

La pobre Bertha, buenísima como era, hizo todo lo humanamente posible por averiguar y un día se apareció con la respuesta.

—Entre la gente pobre el indicio de mortaldd es más alto que entre la gente decente y bien.

Julius no le entendió ni papa, pero retuvo la frase probablemente en el subconsciente porque un día, siete años más tarde, le vino así igualita, con sus errores y todo, mientras se paseaba en bicicleta por el Club de Polo. Ahí sí que la comprendió.

Pero entonces hacía también siete años que Bertha había muerto. Bertha se murió un día, una calurosa tarde de verano. Habían vaciado la piscina y estaba sentada en un sillón esperando que Cinthia viniera para escarmenarla y refrescarla con borbotones de agua colonia que ella jamás dejó que le entraran a sus ojitos. Lo mismo había hecho treinta años atrás con la niña Susan, hasta que la mandaron a estudiar a Inglaterra, y luego cuando regresó, hasta que se casó con el señor Santiago y empezaron a nacer los niños. Cinthia apareció corriendo, sofocada, gritándole ¡aquí estoy mama Bertha!, pero la pobre acababa de morir por lo de la presión tan alta que siempre la había molestado. Antes de sentirse a la muerte, tuvo la precaución de poner el frasco de agua colonia en lugar seguro para que no se fuera a caer; escogió el suelo porque era lo más cercano, al ladito puso el peine de Cinthia, cuya voz logró escuchar, y su escobillita.

Cinthia insistió en que la vistieran de luto y le anduvo rogando a su mamá para que le comprara una corbata negra a Julius.

—¡No! ¡Por nada de este mundo! —exclamaba Susan linda—. ¡Me van a arruinar al pobre Julius! Bastante tengo con verlo revolcarse todo el día en el huerto. Además se pasa todo el día con la servidumbre. ¡Por nada de este mundo!

Pero después se marchaba oliendo delicioso y ya no regresaba hasta las mil y quinientas. Fue así que, de repente, Julius se le apareció incomodísimo y con el cuellito irritado, pero decidido a no quitarse la corbata esa de tela negra y ordinaria ni por todas las propinas del mundo. ¿Cuál de los dos mayordomos se la dio? Eso es algo que mamá, por más linda que fuera, nunca llegó a saber. Con la corbata colgándole mucho más abajo de la braguetita, Julius seguía a Cinthia por todo el palacio porque con ella se sufría mejor por la muerte de Bertha. El lío era cuando se iba al colegio porque le entraban ganas de jugar en el huerto o en la carroza, y ya la otra tarde se había descubierto quitándose la corbatota porque el cuello le sudaba a chorros de tanto disparar contra los indios. Felizmente en ese instante llegó Cinthia; no bien la vio, Julius recordó el duelo y empezó a ajustarse la corbata al mismo tiempo que bajaba de la carroza muy compungido.

Más que nunca, ahora, porque Cinthia acababa de descubrir las fotografías del entierro de papá y había empezado a relacionar. Susan, linda, se quejaba: era indecible lo que esa criaturita la hacía sufrir, la torturaba con sus nervios, es hipersensible, Baby, le contaba a una amiga, me vuelve loca con sus preguntas... ¡Y Julius vive prendido de ella! ¡Pendiente de que llegue del colegio! Ya le he dicho a Vilma que trate de separarlos, ¡inútil! Vilma vive enamorada de Julius, todos en esta casa. Lo que Susan no contaba es que Cinthia la traía loca con lo de papá, ¿por qué, mami?, mami, yo me escapé, yo vi por la ventana, ¿por qué, a pápi se lo llevaron en un Cadillac negro con un montón de negros vestidos como cuando papi iba a un banquete en Palacio de Gobierno?, ¿por qué, mami?, ¿ah?, ¿mami? Horas se pasaba diciéndole yo sé, mami, yo vi cuando se llevaban a papá, me han contado también. Y es que entonces no se daba muy bien cuenta pero ahora de pronto se acordaba y relacionaba con la manera en que se llevaron a Bertha, en una ambulancia mami, por la puerta falsa. Pero ahí se atracaba y titubeaba y es que no encontraba las palabras o la acusación para expresar la maldad ¿de quién? cuando se llevaron a Bertha por la puerta falsa, bien rapidito, como quien no quiere la cosa.

Julius presenciaba el asedio de su madre. Mientras Cinthia preguntaba, él permanecía inmóvil, con las orejotas como alfajores-voladores, las manos pegaditas al cuerpo, los tacos juntos, pero las puntas de los pies bien separadas como un soldado distraído en atención. El asedio tenía lugar en el baño que usó su padre. Ahí estaban aún sus frascos; no los habían movido: ahí estaban sus lociones, sus cremas de afeitar, sus navajas, hasta su jabón se había quedado ahí y su escobilla de dientes. Todo a medio usar, para siempre. «Parece que fuera a venir», le dijo un día Cinthia a Julius, pero no por eso se olvidaba de Bertha.

—Julius, limpia bien tu corbata negra —le dijo, otro día.

—¿Porqué?

—Mañana por la tarde vamos a enterrar a Bertha.

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