Un mundo para Julius (54 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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Daniel, Celso, la Decidida, Julius y Universo, que andaba regando por ahí afuera, aparecieron en el momento en que Juan Lucas se dirigía al mostrador a servir tres copas, con la mano les hizo un solo gesto y todos desaparecieron automáticamente. Pero se quedaron por ahí cerca, escuchando... Sólo llanto, primero, y la voz de Susan, darling ¡oh no!, darling, no ha pasado nada, y Juan Lucas nuevamente sentado esperando que el muchacho empiece a hablar... ¡No! No era la niña nueva del Villa María, ¡ésa qué mierda! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Peggy! ¡Peggy!... Susan miró a Juan Lucas y lo vio hacer un gesto de desagrado al producirse el nuevo estallido de Bobby. Estaba desconcertada y seguía mirando a Juan Lucas, como preguntándole si estaba bien morirse de pena o si era mejor no prestarle ninguna atención a los diecisiete años con cuernos. El golfista, en monólogo interior, decidió comprarle a Bobby un automóvil que ningún otro muchacho tuviera en Lima. En fin, eso habría que pensarlo un poco más, según como se desarrollen las cosas, en todo caso mejor no decirlo ahora. Ahora lo que había que hacer era dejar que el muchacho les contara su problema, que llorara la borrachera y luego que se fuera a dormir, con algún calmante mejor, el tiempo y otra chica eran la única solución, Bobby no era tonto y reaccionaría rápido... Pero la historia se complicaba. Resulta que Bobby nunca había estado interesado por la chica nueva del Villa María, nunca la había querido, ella le daba bola pero él sólo había querido a Peggy... Juan Lucas casi le dice entonces para qué te las das de don Juan, pero ya Bobby estaba completamente entregado y sólito les estaba llorando todo el asunto. No, él nunca la había engañado, ella sí, ¡ella no!, ella sí, ¡ella no!, ella coque, ella coquetea, ella coqueteaba con él, ¡no!, ella no coqueteaba con nadie síiiaaaajaj-jaj-jaj-jaj-jaj, él, jaj, él está en Santa María jaj jaj jaj... «Adiós trabajos —pensó Juan Lucas—. Problema de orgullo, ya veo la figura: uno del Markham se deja quitar la chica por uno del Santa María; esto termina en trompeadera escolar.» Le cogió la cabeza y lo obligó a mirarlo: «mala suerte y nada más», le dijo, pero entonces notó que tenía sangre en la mano, lo obligó a enseñársela: nada, probablemente se cayó con la botella, era sólo un pequeño corte, no era serio. Pero Bobby al ver que descubrían su mano ensangrentada sintió que la rabia le volvía:

«¡Lo mato! ¡lo mato!, ¡Carlos!, ¡la camioneta!» Se incorporaba, cuando Susan le miró por fin los ojos y se lanzó sobre él para llenarlo de besos, por qué sus ojos me dijeron eso, ¡oh my God!> entonces eso era ser madre, yo lo soy feliz, «¡déjalo, Juan Lucas!, déjalo!, ¡me toca a mí ahora! ¡Pipo Lastarria le ha quitado a Peggy!, ¡darling!»...

Julius empezó a trompearse con Rafaelito Lastarria, pero para qué si seguro que el otro estaba dando sus primeros pasos de baile en el Casino de Ancón, y sobornando a los fotógrafos para que lo tomen bailando con la hija de la señora marquesa. Paró, pues, de romperle el alma y fue más bien para mal, ya que terminada la solidaridad con Bobby, otra idea le vino a la cabeza y hasta escuchó un leve ¡hurra!, que felizmente no pasó del pecho porque más hubiera sido pecado. Resulta que Juan Lucas se los quería llevar a todos a Ancón, a pasar una temporadita, aprovechando la inauguración de un edificio que acababa de construir en sociedad con Juan Lastarria. Y Juan Lastarria también iba a estar, ¡hurra!, sintió Julius, pero no lo dijo y por eso no era pecado: seguro ya tío Juan Lucas no nos lleva a Ancón, seguro ahí está Peggy con Pipo y tío Juan Lucas ya no nos lleva a Ancón, ¡hurra!

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, Julius seguía pensando que el solo deseo de no sentir hurra implicaba un propósito similar al propósito de enmienda y que por lo tanto estaba libre de culpa, cuando, de pronto, Juan Lucas anunció oficialmente que no había programa a Ancón, que para qué, que mucha gente en esta época, etc., y Julius dio un saltito por encima del propósito de enmienda y soltó un hurrita sin mover los labios, prometió no volverlo a hacer. Juró no volverlo a hacer al ver que Bobby entraba cabizbajo, aguantándose el dolor de cabeza y el otro. «No te preocupes, Bobby —se dijo, mirándolo sin que él lo viera—. Tú y yo nos vamos en la camioneta a Ancón, una sola tarde eso sí, nos vamos y buscamos a los Lastarria y les pegamos a los dos, ¿qué te han hecho tan malo?, mejor hago también propósito de enmienda de no pensar en esto porque se me vienen las lágrimas y seguro tío Juan Lucas va a decir y a usted qué le pasa, fíjate como no te enteras de nada, Bobby, con Cinthia nos enterábamos de todo.»

Susan hubiera preferido no salir esa noche, no tanto por sus ojos un poquito hinchados y porque te has fijado cómo ha crecido Julius y cómo ya no es tan orejón, no tanto porque hace años que no recibía ni una sola línea de Santiaguito, le diré a Juan Lucas que lo traiga de vacaciones, sino porque acababa de enterarse de que Bobby muchas veces cuando le pedía dinero también hubiera querido besarla, y de que se había acostado con veintisiete prostitutas desde los catorce años, y de que, en lea, Nana Portobello, una bailarina que había nadado en la piscina de Abdula de Egipto, cuando era Abdula de Egipto, le había cobrado la propina de un mes y le había contagiado una gonorrea que Juan Lucas había pagado carísimo. Susan empezó a enterarse de cosas increíbles, ella lo supo todo a los dieciocho, pero esas gradaciones, ¿cómo? Ya no lo besaba ni lo acariciaba, ahora más bien se reía cuando él explicaba que con una venérea eres cabo, con dos sargento, con tres no sé qué y podían llegar hasta... «Hasta Presidente de la República», interrumpió Susan, y Bobby rió francamente, no mami, sólo a mariscal, y trató de seguir alegre, pero fue por eso que no besó tanto tiempo a Peggy y ella, debí habérselo dicho, ella, ella empezó, ella empezó a coque, a coquete... Susan lo besó, ¿por qué no besaba a Peggy? No, no era contagioso así, con besos solamente, pero algo, respeto... Está bien, darling, no te preocupes, voy a pedirle a daddy que traiga a Santiaguito a pasar las próximas navidades con nosotros. Bobby la miraba, por momentos tenía vergüenza, por momentos se sentía cómodo. También ella le había contado cosas de su padre, siempre lo quería, no, no era como Juan Lucas, tienes que recordarlo, claro, eras muy pequeño, pero sus ojos, su mirada sonriente, irónica es inolvidable... ¿qué? No... No... Juan Lucas no hubiera venido si él... No, darling...

«¡Sí, darling! ¡Voy!», respondió Susan al oír la voz de Juan Lucas. Pero hubiera preferido no salir. Julius también hubiera preferido que no saliera. Juan Lucas tenía la culpa. No de que ella saliera, eso era otra cosa. Pero por primera vez en su vida él veía clarito que Juan Lucas tenía la culpa. Siempre creía tener razón y siempre la tenía porque era más alto y hablaba muy bien, pero él no podía pasarse la vida sin tener razón hasta alcanzar la estatura de Juan Lucas y tampoco le interesaba tener nunca esa voz, porque con esa voz tienes razón mientras hablas y después ya no. Esta vez Julius tenía razón. Recordaba perfectamente haber preguntado, protestado, «¿todas?», cuando Juan Lucas ordenó que pusieran las botellas en lugares estratégicos. Gilipollas, algo así le dijo cuando él protestó, y quién era el gilipollas ahora, quién se había ido al coctel de los Pratollini, quién se había llevado a mami que era la única que tranquilizaba a Bobby. Y sobre todo: ¿quién se olvidó de ordenar que guardaran las botellas estratégicas? ¿Quién, ah? Tú, Juan Lucas. Tú, Juan Lucas.

Susan vino hasta la repostería para anunciarles que salía con el señor Juan Lucas y que volverían tarde, no regresaban a comer. Abraham le dio una pitada insolente a su cigarrillo, allá ellos que no saben lo que se pierden, allá ella que a lo mejor lo pierde a don Juan esta noche, bien mejor conservado que está él. Susan no se enteró de la insolencia y dio unas cuantas órdenes más, que a Bobby le llevaran la comida a su dormitorio, que si quería salir lo dejaran, en fin, que no se preocuparan demasiado. Arminda alzó la cabeza cuando Susan ya había abandonado la repostería. Hasta este momento no había abierto la boca para comentar lo del niño Bobby, parecía no haberse enterado de nada, eso que todos ahí no paraban de hablar y hablar del asunto. Y no bien se marchó Susan empezaron nuevamente, Carlos con sus comentarios irónicos, Celso y Daniel con los suyos, respetuosos, Abraham siempre con su cantaleta, ya ven, ya ven, ya ven, nunca pagan las mujeres, y la Decidida repitiendo una y otra vez: sucede en las mejores familias. Lo volvió a repetir y Julius la miró, recordando de pronto que las botellas nadie las había guardado y que Bobby podría volver a emborracharse. Iba a decirlo, pero en ese instante Arminda se puso de pie: «Santiaguito la va a querer violar a Vilma», dijo, dirigiéndose lentamente hacia el atado de camisas que le faltaba planchar esa noche.

«La Doña», comentó Carlos, dándose tres golpecitos con los nudillos en la cabeza, al verla marcharse. Caso perdido la Doña, se le confundía el tiempo, los dejaba a todos en las nubes con sus salidas. Abraham apagó su cigarrillo y regresó a la cocina, mientras Celso y Daniel se disponían a poner la mesa para que comiera Julius. En cambio para Carlos el día había terminado, sólo le quedaba guardar los autos y marcharse. El grupo terminó de disolverse cuando la Decidida subió a los altos a abrir las camas, seguida por Julius que quería ver televisión un rato antes de comer. «En esta mesa falta una botella», pensó Julius, mientras avanzaban por el corredor de los dormitorios y los baños. Inmediatamente miró hacia la puerta cerrada del cuarto de Bobby, se oía música allá adentro.

«La niña Peggy no está en Lima... sí, en Ancón.» Él ya lo sabía, llamó por marcar el número, más que nada porque la telefonista le había dicho dentro de diez minutos le damos su número de Ancón. Bobby volvió a poner su canción, la que ella le había regalado, la tenía en tres versiones distintas, pero ésta le gustaba más porque era la más triste. Bebió otro trago directamente de la botella, y saltó sobre el teléfono en cuanto sonó el timbre. Tampoco estaba, había ido a una fiesta en el Casino. Arrojó el fono, voló el tocadiscos de una patada y corrió a buscar la camioneta. Julius lo escuchaba, Juan Lucas no tenía razón. Celso abrió el portón del palacio, se tuvo que hacer a un lado para que Bobby no lo atropellara.

Una hora más tarde, Julius comía silencioso, pensando que Bobby podía matarse en la carretera y que Juan Lucas no tenía razón. Celso contó en la repostería cómo lo vio partir, manejando con una mano y bebiendo de la botella con la otra. La Decidida decidió llamar a los señores y estuvo largo rato buscando el número de los Pratollini en la lista de teléfonos. Cuando por fin logró comunicarse, los señores ya se habían marchado y no se sabía adonde. La única solución era esperar, Carlos no estaba y no había quien pudiera coger el Mercedes y lanzarse a la carretera de Ancón en busca del niño Bobby. La Decidida gritó nuevamente lo de sucede en las mejores familias y le ordenó a Julius que se acostara y se durmiera en el acto.

Pero una hora más tarde aún no se había dormido. Imposible con todo lo que se le venía a la mente. Primero anduvo imaginando que el verano terminaría tranquilamente con las diarias idas con Susan a la Herradura, muy tempranito eso sí, no bien terminaba con su matinal sesión de golfito, porque luego ella marchaba a reunirse con Juan Lucas para almorzar juntos en el Golf. No, no irían a Ancón, pero esta vez ya no sintió que el ¡hurra!, se le venía a los labios, por el contrario, el nombre de Ancón, sus playas, sus edificios, sus malecones se lo llevaron por otro camino y ahora avanzaba tranquilamente hacia el Casino a sacarle la mugre a Rafaelito Lastarria. Claro que había el problema de la edad, el otro ya debía andar camino de los catorce y era muy difícil pegarle a uno de esa edad, pero en todo caso ellos tenían razón porque a Bobby le habían quitado a Peggy, aunque bien raro que Bobby llorara tanto por una chica que vivía tan lejos, cuando al frente de casa vive una chica linda, indudablemente se complicaba la vida o tal vez no porque la chica que se iba, que no se iba por el mal camino vivía también muy lejos, algo de eso tenía que haber en toda la historia del llanto de Bobby... De cualquier forma si el asunto marchaba mal, si Rafaelito Lastarria ha crecido mucho desde la última vez que lo vi, entonces Bobby puede pegarle a Pipo y después viene y me ayuda a mí... no, eso tampoco porque Bobby es mayor que Rafaelito, no tiene solución el asunto... Julius se dio la vuelta en la cama y apoyó la cabeza sobre el otro extremo de la almohada, estaba más frío y seguro le iba a dar nuevas ideas, todos bailando en el Casino y Bobby y yo entramos y todo el mundo corre, les sacamos la mugre, ¿cómo decía Carlos? ¿la mitra?, ¿la mocha?... Julius se dio otra vuelta, nervioso, intranquilo esta vez: por recordar las palabras invencibles de Carlos se le había apagado la escena en que Bobby y él le rompían el alma a los Lastarria, y la almohada estaba caliente por ese lado. Cerró los ojos, pero siguió viendo la mesa de noche con el retrato sonriente, conversador de Cinthia, se cubrió con la colcha, desapareció en la oscuridad total que formaba sobre su cara pero la colcha tenía pelusitas que le picaban en la nariz, arrojó sábanas y colcha, fue casi un puñetazo en la cara de Rafaelito, giró pero también la almohada estaba caliente, acababa de estar ahí, caliente el centro otra vez, entonces se abalanzó sobre la mesa de noche y encendió la lámpara, iluminando a Cinthia sonriente y conversadora. Lentamente la fue acercando a su cara, la tenía cogida con ambas manos y le iba preguntando, tendría quince años, si le gustaba bailar en el Casino de Ancón, ¿qué te gustaría?... Pero el marco de plata le enfriaba las palmas de las manos y en todo caso no había nada que hacer: seguro que la pelea de Bobby era en otro sitio y él ahí tratando de imaginarse que entraba en el Casino, ya ni siquiera eso porque la lámpara le iluminaba perfectamente cada detalle de su dormitorio y Ancón quedaba al otro extremo de una larga autopista... Apagó, sin ilusiones esta vez... para qué ilusiones si en cuanto forzaba un viajecito a Ancón una arruga en la sábana lo detenía.

Los alaridos de la Decidida lo despertaron en plena noche. Pensó en temblores, terremotos y en el Señor de los Milagros, pero nada temblaba en el palacio y, cuando saltó de la cama, ya sabía que de peligro de muerte no podía tratarse. Algo distinto tenía que ser, pero se quedó sin averiguarlo hasta la mañana, porque al salir de su dormitorio para dirigirse a la sección servidumbre, se topó en pleno corredor con Bobby rabiando, gritando, corriendo completamente loco o borracho y atrás de él la Decidida en camisón, que seguía arrojándole cosas y que cada vez que lo alcanzaba le metía otro golpe. Celso y Daniel lograron contenerla, y a la fuerza se la llevaron nuevamente a su zona, mientras Bobby amenazaba a Julius con descuartizarlo si continuaba mirándolo y si le decía algo a mamá, por la mañana.

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