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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (31 page)

BOOK: Un secreto bien guardado
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Eddie pareció dejar de respirar y exhaló un sobrecogedor sonido ahogado. Barney se arrodilló junto a la cama y le buscó el pulso, pero no lo encontró. Un minuto más tarde, Eddie exhaló otro sonido ahogado.

—¡Oh, Dios! —¿La vida de un hombre valía menos que la humillación temporal de otro?

No.

Barney corrió escaleras abajo hasta los cuarteles del comandante. Cuando abrió la puerta del pequeño despacho, el traductor estaba sentado tras uno de los escritorios, escribiendo en un cuaderno.

—Dígale al coronel Hofacker que haré lo que quiere, pero después de que el médico haya visto a mi amigo y sólo si el médico puede hacer que se ponga mejor. Le doy mi palabra.

—Se lo diré ahora mismo. —El hombre se levantó. Su boquita rosada se torció en una sonrisa seca—. Pensó que usted volvería. Por eso me pidió que esperara.

Barney se quedó abajo. No había nada que pudiera hacer para salvar la vida de Eddie si decidía morirse en su ausencia. Se sentó junto a una de las largas mesas del comedor y deseó tener un cigarrillo. Después de lo que se le antojó una eternidad, oyó salir un coche y el sonido del motor se fue apagando hasta desaparecer en la quietud de la noche. Después de otra eternidad, el coche volvió. El traductor salió y abrió la puerta antes de que el conductor tuviera tiempo de tocar la campana y despertar a todo el mundo. Fue él quien llevó al médico —un hombre robusto, con la cara enrojecida, el pelo canoso y una barba tupida— arriba para que examinara a Eddie. Regresó al cabo de unos minutos.

—Uno de sus oficiales, el capitán King, oyó el motor del coche —le dijo a Barney— y fue a ver qué pasaba. —Se sentó al otro lado de la mesa—. Parece que él y el médico hablan francés, de modo que pueden conversar entre ellos.

—¿Qué le ha dicho al capitán? —preguntó Barney rápidamente.

—Que el estado del teniente Fairfax había empeorado y que usted había insistido en que fuéramos a buscar a un médico, y que el comandante había accedido.

—Gracias.

—¿Quiere un cigarrillo? —Sacó del bolsillo una brillante pitillera negra con las iniciales F. J. grabadas en plata—. Me llamo Franz Jaeger. Antes trabajaba en la sede de Londres de Mercedes-Benz. Las oficinas estaban en Mayfair, a la vuelta de la esquina de la embajada americana.

Barney cogió un cigarrillo agradecido y el otro se lo encendió.

—Gracias —murmuró.

—Lo siento por todo —dijo Franz Jaeger.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Barney. Deseaba que el traductor se fuera, preferiría estar solo.

El hombre extendió sus pequeñas manos blancas en un gesto casi de desconsuelo.

—La guerra, las muertes en ambos bandos, el comandante.

—Entonces, ¿por qué se alistó?

—Me alistó mi padre —respondió él tristemente—. Volví a Alemania porque mi madre estaba enferma, con intención de quedarme sólo unas semanas. Ella murió, el
F
ü
hrer
invadió Polonia, Gran Bretaña declaró la guerra y yo me quedé tirado. Si hubiera tenido elección, habría permanecido en Londres, aunque eso significara ser internado como un extranjero en la isla de Man con mis amigos extranjeros. Tengo entendido que es un lugar de vacaciones muy bonito, preferible a un campo de prisioneros de guerra en Baviera. Yo aquí me siento tan prisionero como usted.

Barney no conocía la isla de Man, pero estaba seguro de que era preferible a Baviera.

—Cuando esta guerra absurda acabe —continuó Franz Jaeger—, volveré a Londres. —Tiró la colilla al suelo, sacó otro cigarrillo de la pitillera y se lo ofreció a Barney.

Barney arrojó su colilla al otro extremo de la habitación y cogió un segundo cigarrillo. Franz Jaeger iba a meterse la pitillera en el bolsillo, pero en lugar de eso vació el contenido sobre la mesa.

—Cójalos. Yo puedo conseguir muchos más.

—Gracias. —Barney se guardó los cigarrillos en el bolsillo de la pechera de su enorme guerrera.

—El comandante se está muriendo —le informó el otro con voz distante—. Está invadido por el cáncer. No le molestará durante mucho tiempo.

—Bien —dijo Barney. No parecía que el coronel Hofacker se fuera a morir antes del día siguiente por la noche, pero cabía la posibilidad de que lo hiciera Eddie, y así no tendría que cumplir la promesa que había hecho.

Eddie no murió. Resultó que tenía neumonía y debería haber estado sentado derecho en lugar de tumbado de espaldas.

—Así pueden drenar los fluidos —dijo el capitán King vagamente—. El médico le dio una medicina. No sé el nombre, es alemán.

—Ya parece que se encuentra un poco mejor —comentó Barney. Eddie estaba incorporado, apoyado en media docena de almohadas. Estaba profundamente dormido, pero había un atisbo de color en sus mejillas y respiraba con normalidad.

Pasaron los días. El médico iba a verlo a diario y Eddie seguía mejorando. Una semana más tarde ya hablaba y había vuelto a tener apetito, aunque aún se sentía muy débil y sólo podía caminar unos pasos.

El coronel Hofacker asombró a todos, excepto a Barney al enviar pequeños caprichos para el paciente: pechuga de pollo, chuletas de cerdo, pasteles de mazapán... la clase de comida que los prisioneros no cataban nunca.

—Está claro que lo hemos juzgado mal —comentó el coronel Campbell.

Pasó otra semana y no había nada que recordara que Eddie Fairfax hubiera estado enfermo alguna vez.

Barney, que no podía dormir, no se sorprendió al recibir la visita de Franz Jaeger. Era una hora intempestiva y la Colmena estaba tan silenciosa como una tumba.

—El comandante lo está esperando —susurró.

Barney agarró su capote, se calzó y siguió al hombre escaleras abajo. Cuando llegó a la sala donde comían los prisioneros, Barney cogió una silla y dijo:

—Sentémonos un minuto.

Hacía mucho frío en la sala. La poca calefacción que había estaba apagada y sus manos eran como bloques de hielo.

El traductor pareció sorprendido, pero se sentó al otro lado de la mesa.

—No tengo ninguna intención de ir a ver al comandante —anunció Barney—. Le agradecería que usted se lo dijera.

—Pero usted lo prometió, teniente. —El hombre frunció ligeramente el ceño—. Dio su palabra.

—Cualquiera habría hecho lo mismo —replicó Barney—. Mi amigo estaba muriéndose y pedir eso era algo muy poco razonable. El teniente Fairfax tenía derecho a que lo viera un médico sin que el coronel esperara nada a cambio.

—Cierto —admitió el traductor—, pero me temo que el coronel no es un hombre razonable. Se imaginó que usted incumpliría su promesa y dijo que le dijera que si lo hacía, en un futuro muy próximo uno de sus camaradas morirá al tratar de escapar. Será muy fácil disparar a un hombre que esté fuera solo y luego afirmar que estaba intentando cortar el alambre de espino.

—¡No puede hacer eso! —masculló Barney. Un sentimiento de terror se apoderó de su pecho.

—Me temo que sí puede. Y lo hará. —Había simpatía en el tono del hombre—. No le importa nada lo que haga o piense nadie. Como ya le dije, se está muriendo, y su último deseo en este mundo es tenerlo a usted.

¿Cuál era la última frase de
Historia de dos ciudades?,
se preguntaba Barney mientras, unos minutos más tarde, se dirigía a la habitación del comandante. «Es mucho, mucho mejor lo que hago que lo que he hecho nunca...» Algo así.

Eddie Fairfax nunca sabría lo que su amigo había hecho por él.

El coronel Hofacker desapareció unos días antes de Navidad. Se rumoreaba que había ingresado en un hospital. El día de Año Nuevo se anunció que había muerto.

«¡No tenéis ni idea de cómo era!», quería gritar Barney cuando oyó a sus camaradas decir que no era mal tipo. Bajo su mando, el ambiente de la Colmena había sido relajado. Las reglas que imponía eran justas y los guardias apenas molestaban a los prisioneros. ¡Y fijaos en lo que hizo con Eddie Fairfax cuando estuvo enfermo!

El nuevo comandante, el mayor Von Waldau, era discreto. Una vez a la semana se reunía con el coronel Campbell, el oficial de mayor graduación, y hablaban de asuntos referentes a los prisioneros y a las condiciones en las que los mantenían. Las condiciones empeoraron a principios del nuevo año, cuando llegaron cien prisioneros más y tuvieron que meterse cuatro en cada habitación.

Poco a poco los cautivos se fueron dando cuenta de que pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a sus casas con sus familias.

Al final, pasarían más de cuatro años hasta que fueron liberados. Los años transcurrieron aburridos y monótonos, pero soportables gracias a la fuerza del espíritu humano para triunfar sobre la adversidad. Se fundó una compañía de teatro, una biblioteca, clubes para esto y aquello. Se impartieron conferencias, se leyó poesía, se celebraron jornadas deportivas, se escribieron libros, se remendaron zapatos, se zurcieron calcetines y se idearon miles de actividades más para pasar el tiempo.

Pero Barney Patterson nunca pudo olvidar lo que tuvo que hacer para salvar la vida de Eddie Fairfax. Aquello lo había descentrado hasta el punto que su personalidad sufrió un marcado cambio, y el recuerdo de aquella noche lo perseguiría el resto de sus días.

15.- Pearl

Mayo, 1971

Estaba deseando que Hilda me invitara a su piso en Waterloo. Aún no había firmado el contrato definitivo, pero tenía la llave.

—Me gustaría echarle otro vistazo a tu cuarto de baño —le dije cuando recogimos nuestros bolsos y demás cosas de la sala de profesores al final del día; el día después de que mi madre apareciera inesperadamente en el hotel Carlyle, en Southport—. Mi tía está pensando en renovar el cuarto de baño y recuerdo lo mucho que me gustó el color del tuyo.

No tenía ni idea de qué color era su cuarto de baño. Sólo quería una excusa para no volver a casa porque mi madre estaba allí, aunque sólo estuviera retrasando mi llegada un par de horas. No hacía tanto tiempo que odiaba a Hilda: si las cosas se hubieran hecho a su modo, mi madre habría sido ahorcada hace veinte años. Ahora la veía como a una amiga, aunque no tenía indicios de que su punto de vista sobre la pena de muerte hubiera cambiado en aquellas semanas.

Pareció sorprendida.

—Eres la única persona aparte de mí a la que le gusta el verde pálido y el verde oscuro juntos. Mamá dice que cuando me mude debería pintarlo de otros colores.

—Creo que los dos verdes quedan muy bien juntos —mentí, añadiendo indignada—: Es tu piso, Hilda, no el de tu madre. Tú eres la que tienes que decir de qué color es tu cuarto de baño.

—Ya lo sé, no dejo de repetírselo. Para serte sincera, Pearl —dijo Hilda en tono confidencial—, he quedado con Clifford delante del Odeón a las siete y media. Vamos a ir a ver
Los
violentos de Kelly,
con Clint Eastwood. Había pensado ir derecha al centro desde la escuela y hacer unas compras para evitar a mamá. No hace más que hablar de mudarse conmigo al piso.

—¡Pero, Hilda! —Me quedé horrorizada—. Sólo hay un dormitorio.

—Eso mismo le dije yo, pero ella me contestó que existían cosas como las camas nido. Me dieron ganas de mandarla a hacer gárgaras. —Hilda sonrió, algo poco habitual en ella, aunque últimamente lo hacía a menudo—. Te diré una cosa, ven el lunes por la noche después de la escuela y podrás ver el cuarto de baño entonces.

—Gracias. —Había olvidado que era viernes. Supuse que seguiría queriendo evitar a mi madre el lunes, pero deseaba tener una razón para no ir a casa enseguida. Pensé en ir al centro yo también, pero me pareció un poco exagerado. Me había sentido muy rara durante todo el día. Y a la hora de volver a casa me sentía más rara aún.

Hilda y yo salimos de la escuela y nos dirigimos a la parte trasera del edificio, donde los profesores aparcaban sus coches. Era un día nublado, pero bastante caluroso. Unos cuantos niños seguían aún en el patio, esperando a que los recogieran, y un grupo de madres con cochecitos se había reunido delante de la verja, donde estaban celebrando una reunión improvisada.

Hilda no tenía prisa y yo estaba perdiendo el tiempo de manera un tanto infantil, cuando una voz dijo a mis espaldas:

—¡Eh, hola!

Di un brinco y dejé caer mi bolso, así que Hilda fue la primera en darse la vuelta.

—Oh, hola, Rob —la oí decir.

Sentí que me ruborizaba, Dios sabe por qué. Rob Finnegan venía hacia nosotras sujetando a Gary de la mano.

—Hola —murmuré. Tampoco sabía por qué murmuraba.

—Chao, pescao. —Hilda se despidió con la mano y se alejó.

—Me preguntaba dónde estarías. —Me miró fijamente—. Anoche te noté muy alterada.

—Y sigo alterada. —Suspiré fuerte y de manera bastante innecesaria—. Siento lo que ocurrió. Debió de ser horrible para ti.

—Qué va, no fue nada horrible. —Negó con la cabeza—. Fue una de las noches más interesantes de mi vida. Tu madre es un cañón, como solía decir mi padre. Y tu abuelo parece recién salido de Hollywood. Mi familia es de lo más corriente comparada con la tuya. Tengo un abuelo en Irlanda que lleva zapatillas de fieltro en lugar de zapatos, tirantes de rayas y fuma una pipa repugnante.

—El abuelo es genial —intervino Gary—. Tiene las uñas de los pies larguísimas. Tiene que ir a que un señor se las corte. —Tiró de la mano de su padre—. ¿Cómo se llama ese señor, papá?

—Podólogo.

—Tiene novia —siguió diciendo Gary.

—¿El podólogo o tu abuelo? —pregunté.

El niño soltó una risita.

—El abuelo, tonta. La novia tiene un ojo de cristal y una pierna de madera.

—El abuelo estaba bromeando cuando dijo eso, hijo.

—Tu abuelo parece muy divertido, Gary. —No estaba bien que un alumno llamara tonta a su profesora, pero cuanto más conociera a su padre, más familiar se volvería Gary. Tras enterarse de que había quedado segundo en el concurso de arte, el niño había estado excitado y sonriente todo el día.

Rob dijo que iba a llevar a Gary al barbero a que le cortaran el pelo para que estuviera listo para el fotógrafo del
Crosby Herald,
que iría a la escuela el lunes a hacerle una foto.

—Puede que me lo corte yo también —añadió.

—No necesitas cortártelo. —No tenía la nuca y los lados cortísimos, pero casi. Durante la última década, muchos jóvenes, inspirados por los Beatles, los Rolling Stones y otros grupos pop, se habían dejado crecer el pelo. Aunque a Rob le gustaba su música, no les había copiado el estilo. No podía imaginar que se dejara crecer el pelo y le llegara hasta el cuello de la camisa.

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