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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (32 page)

BOOK: Un secreto bien guardado
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—¿No? —Se acarició la nuca—. Yo lo veo largo. Es por haber sido policía. Estoy acostumbrado a llevarlo muy corto.

—Lo siento. No es asunto mío, ¿verdad?, no tengo derecho a opinar.

—Si crees que está bien, no me lo cortaré. ¿Qué dices? —Volvió la cabeza para que pudiera vérsela por detrás.

—Yo lo dejaría como está. —Sentí la tentación de acariciarle la nuca, cosa que me alarmó.

Gary nos estaba observando como quien mira un partido de tenis, moviendo los ojos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda cuando hablábamos. Tuve el presentimiento de que aquel era un momento significativo entre su padre y yo. Dar mi opinión sobre el largo del pelo de Rob y que él la aceptara había hecho derivar nuestra relación hacia un terreno diferente, más personal.

—Entonces no me molestaré en cortármelo —decidió—. Sólo a Gary.

Los ojos de Gary se posaron sobre mí esperando una respuesta.

—Bien. —El partido había acabado.

—Te veré mañana hacia las once —dijo Rob mientras yo me metía en el coche y él y Gary se alejaban—. Vamos al zoo de Chester —añadió en respuesta a mi mirada de incomprensión.

—Lo había olvidado.

—Es comprensible. No importa, llevaré a Gary yo solo.

—No, no —reaccioné rápidamente—, iré con vosotros. Prefiero ir con vosotros que quedarme en casa.

Gary tiró de la pierna de su padre y Rob se alejó un poco más.

—¿Estás segura?

—Sí, de verdad, muy segura.

Charles se había tomado el día libre. Cuando llegué a casa, estaba en el jardín trasero con mi madre. Me los encontré sentados en sillas blancas de metal ante una mesa a juego. Bebían vino y su conversación debía de ser divertidísima, pues ambos estaban riéndose a carcajadas. Me descubrí a mí misma sonriendo mientras los observaba por la ventana de la cocina.

Charles parecía joven y despreocupado con sus pantalones anchos de jardinería y una camisa de cuello abierto. No recordaba haberlo visto nunca tan feliz. Mi madre dijo algo, le palmeó la rodilla, y se volvieron a reír.

Ella estaba muy guapa con un vestido verde oscuro de una tela fina y sedosa ligeramente transparente, de modo que se entreveía la forma de sus piernas. Yo sabía que era encantadora. Lo supe por las fotografías de su boda, las que publicaron en los periódicos durante su proceso, y por lo que decían Charles y Cathy Burns. Pero había otra foto, tomada en la cárcel cuando tenía cuarenta años, en la que estaba irreconocible.

Yo esperaba que saliera de la cárcel una mujer vieja, alguien que aparentase muchos años más que los cuarenta y nueve que tenía, no muchos menos. La noche anterior nos había contado que había pasado tres semanas en una casa de reposo en Suffolk, «recuperándome».

—¿Recuperándote de qué? —le había preguntado secamente Marion.

—Del tiempo que pasé como invitada de Su Majestad la Reina —había respondido ella con una risa gutural—. Me hizo muchísimo bien; la casa de reposo, quiero decir.

Yo tampoco esperaba que la mujer que acababa de salir de la cárcel fuera capaz de reír con tantas ganas. Tras dejar la casa de reposo se había ido una semana a París con el abuelo, a comprar ropa y otros «caprichos». Supongo que se refería a joyas y bolsos. Yo estaba bastante segura de que eso me ayudaría a recuperarme de cualquier cosa, por desagradable que fuera.

En el jardín, mi madre se puso de pie y se dirigió hacia la casa. Corrí escaleras arriba y me encerré en el cuarto de baño. Temía volver a verla. En cuanto supe que la iban a soltar, me había mentalizado para verla, pero no hubiera imaginado que rompería a llorar y caería en sus brazos. Me senté en el retrete con la tapa bajada y reviví tan embarazosa situación por enésima vez aquel día.

No me había dado cuenta de lo mucho que la había echado de menos. No me había dado cuenta de que la echaba de menos, sencillamente. Había imaginado que nos veríamos, y que al principio yo estaría ligeramente fría y con el tiempo me volvería un poco más cálida, porque, al fin y al cabo, era mi madre.

La oí gritar:

—¿Quieres más vino, Charlie?

Charles debió de decir que sí, porque entonces ella gritó:

—¿Tinto o blanco? ¿Tienes patatas fritas?

Yo podía haberle dicho que no teníamos. Marion no aprobaba las patatas fritas. Opinaba que no eran saludables, que tenían demasiada sal y que eran un despilfarro de dinero. Algunos niños llevaban sándwiches de patatas fritas a la escuela para el almuerzo. A mí me hubiera gustado probar uno.

—¿A qué hora viene a casa mi niña?

Parpadeé. Nunca me habían llamado eso antes.

Oí que volvía fuera. Salí del cuarto de baño y me fui a mi dormitorio. Miré a través del visillo de red y la vi poner dos copas de vino tinto en la mesa. Charles dio un sorbo del suyo, dijo algo y entró. Yo contuve el aliento cuando lo oí subir a saltos las escaleras, cosa nada habitual en él, que siempre hacía todo de un modo tranquilo y contenido. Yo esperaba que fuese derecho al cuarto de baño, sin saber que yo estaba en casa. En lugar de eso, entró en mi dormitorio. No sé si le molestó o le divirtió verme parada junto a la ventana, sin duda con aspecto culpable. De hecho, me sentía culpable.

—No te va a morder —soltó—. Oí tu coche, así que sabía que estabas en casa. ¿Tienes pensado quedarte aquí el resto del día?

—Claro que no.

—Te quiere. Siempre te ha querido. Se quedó muy conmovida cuando la abrazaste anoche. Le preocupaba que no quisieras verla.

—Y no quería verla. —Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas—. No sé qué me pasó. La echaba de menos sin ser consciente de ello, y ahora me siento estúpida.

—Eso es una tontería, Pearl. —Se acercó, me rodeó el hombro con el brazo y yo apoyé la cabeza en la suya. Le rocé con la frente la barbilla sin afeitar; aquel día no parecía importarle su aspecto—. Te comportaste con mucha naturalidad. Eso está bien, mucho mejor que contenerte todo el tiempo, como hace Marion.

—¿Dónde está Marion?

—En el trabajo. ¿Dónde iba a estar?

—Pensé que se habría tomado el día libre, como tú.

Soltó una risa burlona. Me pareció que estaba un poco borracho.

—Pues pensaste mal. No hay muchas cosas por las que Marion se tomaría un día libre, y tu madre está en el último lugar de la lista.

Me aparté y me senté en la cama.

—¿Por qué os lleváis tan mal últimamente Marion y tú? Es muy raro.

En lugar de contestarme, Charles puso una de las feas muecas que solían alegrarme de pequeña cuando estaba disgustada. Siempre me hacían reír, y me hicieron reír ahora.

—Igual no te has dado cuenta, pero hace ya siete años que tu tía me ignora. No tardo mucho en recuperarme. No dejes que eso te preocupe, Pearl, porque el resto del tiempo soy yo el que la ignora a ella. —Arqueó las cejas—. No me digas que no te habías dado cuenta.

—Es un poco irritante —admití.

—Más que un poco.

—¿Qué está pasando aquí? —Mi madre entró como flotando en la habitación, recordándome a una actriz que saliera al escenario por primera vez y esperara el aplauso del público—. ¿Por qué me dejáis de lado?

—No te estamos dejando de lado, Amy —le aseguró Charles—. Pearl acaba de llegar a casa. Estaba poniéndose algo más cómodo para bajar.

Mi madre se sentó al otro lado de la cama y se apoyó contra el cabecero con las piernas estiradas.

—Está empezando a hacer un poco de frío ahí fuera —rio—. Esto me recuerda, Charlie, que cuando Jacky, Biddy y yo éramos pequeñas, dormíamos las tres en una cama. Tú llegabas por las mañanas cuando estábamos aún dormidas y saltabas encima de nosotras.

—¿Y quién era la que ponía cucarachas en mi cama? Una noche encontré seis. Tuve que sacudir las sábanas por la ventana antes de atreverme a acostarme. —Se estremeció—. No soporto los insectos. El retrete del patio estaba infestado de bichos.

—Esa fue Biddy. Yo no tocaría una cucaracha ni aunque me fuera la vida en ello. Las guardaba en una caja de cerillas.

—Menos mal que se fue a Canadá. —Charles se dejó caer a los pies de la cama, donde se quedó medio sentado, medio tumbado—, escapó por los pelos, esa chica.

Al cabo de un rato me sentí un poco como el pequeño Gary Finnegan, alternando la mirada de mi madre a mi tío mientras hablaban de la vida en Agate Street cuando eran jóvenes. Entonces no apreciaban lo duro que había trabajado su madre después de que muriera su padre. Se referían a ella como «mamá».

—Me fastidiaba tener que cuidaros a todas mientras ella estaba en el
pub
—dijo Charles—. Más tarde, me sentí avergonzadísimo por haber querido estar con mis amigos.

—Yo usaba su barra de labios y sus polvos cuando estaba fuera —admitió mi madre—. Me dan ganas de llorar cuando lo pienso ahora. Ella no podía permitirse comprar más cosas.

Hablaban con un deje barriobajero e infantil. Mi madre hablaba de pasear por el Docky; supuse que se refería a Dock Road.

El tiempo pasó volando y todos nos quedamos sorprendidos al ver a Marion aparecer por la puerta, y ella, asombrada al vernos a los tres en mi cama. Aquella era una casa convencional donde la gente se sentaba en el piso de abajo en sillas cuando quería hablar.

—Hola, cariño. —Charles exageró tanto la efusividad que resultó evidente que no era sincero—. No hay cena hecha, pero es que Leo y Harry vienen luego y van a traer unas pizzas.

—Soy perfectamente capaz de cocinar para nuestros invitados, Charles —Marion tenía el aspecto de haber pasado la última media hora en un congelador—, no hace falta que nadie traiga nada. Es más, sabes que no puedo soportar la pizza.

Yo no sabía que el abuelo y el tío Harry iban a venir. Me bajé de la cama y murmuré que iba a hacer té. Me alegraba tener visitas. Canturreé
Can't Buy Me Love
mientras llenaba la tetera.

—Me gusta esa canción —dijo mi madre, entrando en la cocina.

—¿Podías escuchar música en la cárcel? —Rompí el hielo con esa pregunta.

—Solíamos ver
Top of the Pops.
Algunas chicas bailaban.

—¿Tenías un grupo favorito?

—Los que más me gustaban eran los Bee Gees, y ese chico que cantaba aquello de ir a San Francisco con flores en el pelo.

—Scott McKenzie.

—Ése. —Sus labios rosados se torcieron tristes—. Juré que llevaría flores en el pelo algún día, pero creo que eso ya no se estila.

—El
flower power
acabó cuando empezó la guerra de Vietnam, pero aún puedes llevarlas.

—Claro que puedo. —Su cara se iluminó con una asombrosa sonrisa—. ¿Charlie aún tiene rosas en el jardín?

—Sí, unas rojas preciosas.

—Entonces le robaré una cuando salgan.

Me gustaba que estuviéramos hablando tranquilamente. Tenía el prejuicio infundado de que la gente que iba a la cárcel perdía todo contacto con el mundo exterior. A mí también me gustaban los Bee Gees, y Scott McKenzie. Eso significaba que podíamos hablar de música.

Se apoyó contra el fregadero y cruzó los brazos.

—Estaba pensando antes que probablemente sería mejor que me llamaras Amy. Ahora no —dijo rápidamente—, sino un día de estos, cuando te hayas hecho a la idea.

Hice un ruido imposible de describir. Hubiera preferido continuar con nuestra conversación anterior. Dije:

—Tengo montones de discos y un tocadiscos arriba. Puedes ponerlos cuando quieras.

—Gracias, aunque dudo que esté aquí mucho tiempo. A Marion le molesta, pobrecilla. Le gusta tener a Charlie para ella sola.

—Pero a Charlie... a Charles le encanta que estés aquí —hacía un momento había resultado evidente.

—Puedo quedarme en casa de Cathy y él puede venir a verme cuando quiera.

Marion no tendría a Charles para ella sola si él estaba en casa de Cathy Burns, pero no me molesté en señalarlo.

El abuelo y el tío Harry llegaron más o menos una hora más tarde con pizzas y vino. Como no estaba acostumbrada a tener tantos invitados y era la primera vez que probaba comida para llevar, me sentía excitada como una niña. No mucho después llegó Cathy Burns y nos sentamos alrededor de la mesa del comedor, comiendo y riendo ruidosamente.

Marion se hizo un sándwich de queso, de manera un tanto antipática, y no dejó de mirar a la pared medianera como si estuviera preocupada por que los vecinos de al lado pudieran oírnos.

Mi madre... Amy comentó que había llamado por teléfono a sus hermanas a Canadá y que las dos se habían emocionado al oírla.

—La hija mayor de Biddy va a empezar la universidad en septiembre, y la de Jacky está acabando, quiere ser bióloga.

—Si hubieras llamado después de las seis, habría sido mucho más barato. —Marion parecía más preocupada que molesta por la idea de desperdiciar dinero.

—Cuando acabó, preguntó a la operadora cuánto habían costado las llamadas y me dio el dinero —dijo Charles con sarcasmo—. No estamos en la ruina, cariño.

Cualquier otro se habría sentido incómodo, pero Marion se limitó a asentir aprobadoramente.

—Eso está bien.

Estuvimos horas sentados alrededor de la mesa hablando. Bueno, yo no hablé, sólo escuché mientras ellos recordaban algunas de las cosas curiosas y graciosas que habían ocurrido durante la guerra, aunque yo sabía que también habían ocurrido cosas terriblemente tristes.

Cathy nos contó que su madre había vuelto a casa del refugio una mañana y se había encontrado a un hombre extraño durmiendo debajo de la mesa de la sala.

—Había entrado por detrás pensando que era su casa. Mamá lo echó con la escoba, aunque era un error perfectamente comprensible debido al apagón.

El apagón había dado lugar a todo tipo de confusiones. Los abuelos Patterson fueron al teatro una noche y al salir se perdieron el uno del otro.

—Tuvimos que volver a casa en tranvías distintos —dijo Leo.

—No te imagino en un tranvía, abuelo —comenté; era demasiado fino.

—La guerra nos igualó a todos, Pearl —repuso—. La gasolina estaba racionada, ya fueras pobre o millonario.

—Se podían conseguir tosas en el mercado negro —apuntó Amy—. Nuestra madre compró una radio, pero no consiguió encenderla. Se sentía tan culpable por haberla comprado que no le importó que resultara no tener nada dentro.

El tío Harry afirmó que en lo que a él respectaba, la guerra no había sido sino una jodida tragedia —«perdón por el lenguaje, señoras»— de principio a fin, y no había disfrutado ni un solo minuto.

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