Un secreto bien guardado (8 page)

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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
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Sobre la repisa de la chimenea había una fotografía de su boda enmarcada en plata: los dos solos, sonriéndose el uno al otro. Había sido el día más feliz de la vida de Amy, que hubiera deseado que mamá no se disgustara tanto. Mamá no había estropeado las cosas —nada habría podido estropear ese día—, pero Amy había esperado que todo el mundo se sintiera tan feliz por la boda como Barney y ella. Parecía haber perdido la capacidad de ver las cosas desde otro punto de vista que no fuera el suyo.

Clive y Veronica Stafford, una pareja de treinta y pocos años, vivían en el piso de abajo, y el señor y la señora Porter, que eran muy mayores, en el de más abajo. El capitán Kirby-Greene, un solterón que se había pasado la mayor parte de su vida en la Marina Real, vivía en el primer piso. Todos eran sumamente finos. Clive y Veronica habían invitado a Barney y a Amy a cenar.

—Pero tendremos que devolverles la visita y yo no sé cocinar —lloriqueó Amy—. Lo único que sé hacer es estofado de cordero.

—No importa, cariño —dijo Barney para tranquilizarla—. Apuesto a que tu estofado es mejor que cualquier cosa que haga Veronica. —Estaban tumbados en el sofá. Él le acarició el cuello—. Si quieres, podemos decirles que nuestra cocina es demasiado pequeña para cocinar y que los invitaremos a cenar fuera.

Para Barney, el dinero no era ningún problema. Cuando se trasladaron al piso, decidió que tenía pocos muebles, así que salió a comprar un sofá de cuero marrón en George Henry Lee. Lo entregaron a la mañana siguiente junto con un montón de ropa de cama y de casa, una alfombra roja circular y una radio. Al día siguiente vino un técnico a instalar el teléfono. Amy tenía ya vestidos suficientes para llevar uno distinto cada día de la semana.

Los abuelos de Barney por parte de padre habían muerto y les habían dejado a Harry y a él una considerable suma de dinero. Amy le hubiera querido igual si no hubiera tenido un penique, pero no podía negar que su riqueza contribuía aún más a la magia de su existencia de cuento de hadas. Cuando él se alistara en el Ejército, el banco pagaría el alquiler del piso hasta que volviera a casa, así como una pensión a su mujer. Ella se negaba a hablar del tema cuando él lo sacaba a colación.

—No quiero que te vayas. No creo que sea capaz de soportarlo. Seguro que me muero —anunciaba con voz temblorosa. Prefería morirse a tener que separarse de Barney.

—¡Oh, Amy! —Él la cogía entre sus brazos, la llevaba al dormitorio y hacían el amor, fuera cual fuese la hora del día, aunque acabaran de levantarse. Hacer el amor era increíble. Amy no tenía palabras suficientes para describirlo. Además, ¿a quién se lo iba a contar? Sólo a Barney, y él ya lo sabía.

Cuando acababan, yacían sobre la cama, tan abrazados que apenas podían respirar. Barney le recordaba lo afortunado que había sido al ir a Southport el domingo de Pascua.

—Imagínate —decía— que no hubiera ido. No nos habríamos conocido.

Se quedaban en silencio largo rato, tratando de imaginar cómo serían sus vidas si no se hubieran conocido, pero era imposible. Un ángel los había vigilado aquel domingo, o quizá el mismo Dios. Ambos estaban convencidos de que su matrimonio había sido concertado en el cielo, y de que otras parejas no se amaban tanto como ellos.

Aquel verano el tiempo fue espléndido, o quizá sólo se lo pareciera a Amy y a Barney, que estaban viviendo en su mundo especial. Cuando no estaban haciendo el amor, pasaban el día recorriendo el campo en coche y tomando copas en los
pubs.
Algunos días Barney llevaba el coche por el túnel de Mersey hasta New Brighton o Chester, e incluso hasta el norte de Gales. Iban al cine y al teatro, y comían casi siempre fuera, aunque a Amy le gustaba experimentar en la cocina. Ya sabía hacer una tortilla decente y a Barney le encantaba su estofado de cordero, sobre todo cuando estaba cubierto de salsa Worcester.

—Así le gustaba a mi padre —le contó ella—. Mamá se enfurecía con él. Decía que había más salsa que estofado.

—¿En qué trabajaba tu padre? —preguntó él.

—Conducía una furgoneta de reparto para los grandes almacenes Henderson. Él y su compañero estaban llevando un tresillo a la casa de un cliente cuando tuvo un ataque al corazón. Eso fue hace diez años. Aún lo echo de menos; todos lo echamos de menos. Se llamaba Joseph, pero todos lo llamaban Joe. —Derramó unas lágrimas. En aquellos días lloraba mucho, y no sólo cuando estaba triste, cosa que casi nunca ocurría, sino también cuando se sentía la mujer más feliz del mundo, como en aquel momento.

Algunos días lo único que hacían Barney y ella era ir de compras. El insistía en comprarle un regalo a la madre de Amy, unos guantes, joyas o frascos de perfume: Chanel Nº 5 o Shalimar, de Guerlain. Hasta entonces, Amy y su madre habían usado Evening in Paris o June, baratísimos en comparación. La señora Curran era realmente encantadora, decía Barney, y tan diferente de su madre como la tiza del queso.

—¡Oh! , ¿por qué te has molestado, cielo? —exclamó mamá la siguiente vez que fueron a verla, al abrir la caja y encontrar dentro un pañuelo de seda pulcramente doblado. Era de color rosa palo con grandes flores blancas estampadas. Lo había escogido Barney. También había comprado frascos de popurrí para Jacky y Biddy, que estaban locas por él, y bombones para Charles y Marion, aunque esta no parecía en absoluto complacida.

Amy decía que no le hiciera caso.

—Es una antipática. Nadie entiende qué ve Charles en ella.

Mamá se rodeó el cuello con el pañuelo.

—Es precioso —observó ruborizándose—. Iré a cambiarme de zapatos y a pintarme un poco los labios. —Iban a llevarla de paseo en coche.

—No hay necesidad de apresurarse, suegra —dijo Barney con una sonrisa. A mamá le encantaba que la llamara así. El corazón de Amy siempre daba un vuelco cuando Barney sonreía, porque lo hacía parecer aún más guapo de lo que era. Ella seguía sin conocer a la madre de Barney.

—¿Cuándo la voy a conocer? —había preguntado Amy una vez—. ¿Sabe que nos hemos casado? —Le preocupaba que no le hubiera presentado a sus padres.

—Sabe que estamos casados, pero no la vas a conocer nunca —le contestó Barney llanamente—. Nunca. Jamás. Te odia.

—¡Me odia! Pero ¿por qué? —Amy sintió ganas de llorar.

—Porque eres católica. Detesta a los católicos. Ya te lo dije.

—Puede que le guste si nos conocemos.

—Preferiría no arriesgarme, cariño.

—¿Y tu padre?

—Papá es mejor. Tendremos que encontrar el modo de reuniros. No le gusta hacer cosas a espaldas de mamá, ¿sabes?

Una mañana, a finales de agosto, Barney decidió que ya era hora de que Amy y él se fueran de luna de miel.

—De otro modo, nunca tendremos luna de miel, porque si empieza la guerra, me llamarán en cualquier momento —dijo—. ¿Adónde podemos ir? Es demasiado tarde para ir al extranjero. ¿Qué tal unos días en Londres? Iremos en el coche.

A Amy, que había estado pensando en Blackpool o en Morecambe, Londres le pareció una idea maravillosa.

—Pero no olvides que la boda de Charlie y Marion es el sábado.

—Les compraremos el regalo de bodas allí y volveremos el viernes por la tarde. Hoy es martes, así que tenemos dos días enteros para nosotros. —Como no había nada que los detuviera, ni necesidad de contárselo a nadie, Amy escogió cuidadosamente dos conjuntos para llevarse, un vestido verde esmeralda con mangas de capa y cuello bebé y un traje de lino color hueso con una blusa marrón; se puso su falda negra plisada y su blusa blanca para viajar, ayudó a Barney a hacer la maleta y se marcharon.

El tiempo era fresco para ser agosto y el cielo estaba cubierto de nubes; no nubarrones negros y pesados que amenazaran lluvia, sino nubes algodonosas que parecían a punto de abrirse en cualquier momento y dejar ver el sol.

Era agradable conducir por las estrechas carreteras sinuosas del Cheshire rural y pasar junto a las chimeneas humeantes de Stoke-on-Trent. Cuando dejaron atrás Birmingham, se detuvieron en un
pub
para comer algo. A Amy le encantaba la novedad de todo aquello, los diferentes acentos y olores, el hecho de que estuvieran sólo a unos ciento cincuenta kilómetros de Liverpool pero se sintieran como si estuviesen en el otro extremo del mundo.

A partir de ahí el panorama volvió a ser rural hasta que llegaron a los alrededores de Londres. Entraron a la ciudad por una bonita calle bordeada de árboles llamada Park Lane.

—A nuestra izquierda está Hyde Park —explicó él—. Si giro aquí a la derecha, encontraremos el hotel donde suele quedarse papá. Harry y yo vinimos una vez con él. Es pequeño y muy cómodo, no como esos sitios. —Estaban pasando junto a un edificio palaciego llamado Dorchester.

Su hotel se llamaba Priests. Parecía bastante corriente y poco vistoso, pero por dentro era discretamente lujoso, con paredes satinadas color crema y alfombras beis tan gruesas como la hierba crecida.

En cuanto les indicaron su habitación, Amy se arrojó sobre la cama. Rebotó unas cuantas veces.

—Es confortable y suave —dijo.

Barney se echó junto a ella.

—Así es. —La rodeó con sus brazos—. ¿Hacemos el amor ahora o preferirías dormir y lo hacemos luego?

—Luego —bostezó Amy—. Estoy cansadísima. —Se quitaron los zapatos y se durmieron uno en brazos del otro. Una hora más tarde, despertaron exactamente al mismo tiempo y Barney empezó a desabrocharle los botones de la blusa blanca mientras Amy hacía lo mismo con los botones de la camisa de él.

Hacer el amor había sido maravilloso hasta entonces, pero les pareció más maravilloso aún al hacerlo en una habitación de hotel en Londres. En una cama extraña, en una ciudad extraña parecía temerario, excitante y ligeramente pecaminoso.

Después, Amy recogió la ropa que habían tirado descuidadamente al suelo, deshizo la maleta y lo colocó todo en el armario y los cajones con olor a lavanda, excepto los artículos de tocador de Barney, que dejó encima de la cómoda. Entró en el cuarto de baño —le había impresionado mucho descubrir que tenían un baño para ellos solos—, se lavó la cara en el gran lavabo blanco y se secó con una esponjosa toalla blanca, acciones ambas que le provocaron un inexplicable deseo de estallar de felicidad.

—¿Adónde vamos a ir esta noche? —preguntó a Barney cuando salió del cuarto de baño.

—Al teatro Royal a ver a Ivor Novello en
Los a
ñ
os del baile
—contestó Barney—. Le pedí al chico de la recepción que nos reservara dos asientos. Dijo que había montones. Ocurre lo mismo en todos los teatros. La gente se está marchando de Londres en busca de una ciudad más segura.

—¿Es peligroso Londres? —¿Por qué habían ido si no era seguro?

—Lo será cuando empiece la guerra —dijo Barney sombríamente—. Es uno de los primeros lugares que bombardearán; Liverpool es otro.

—¡Calla! —Amy golpeó el suelo con el pie y estalló en lágrimas—. Aún es posible que no empiece. ¿Por qué está la gente tan segura de que empezará?

Barney se acercó y la estrechó entre sus brazos.

—Porque todo el mundo menos tú, mi querida niña, sabe que no hay vuelta atrás. Es como un tren que va ladera abajo a toda velocidad y sin frenos.

—Puede ocurrir un milagro —sollozó Amy.

—Supongo que sí —asintió él, pero ella sabía que lo decía para hacer que se sintiera mejor—. Olvidémoslo durante los próximos días —dijo en voz baja—. Al fin y al cabo, es nuestra luna de miel.

El teatro estaba algo más que medio vacío. Antes de que se alzara el telón y se apagaran las luces, Ivor Novello, el guapísimo protagonista del espectáculo, salió al escenario y le pidió al público que estaba al fondo y en el entresuelo que se sentara en las primeras filas. Todo el mundo aplaudió. Amy y Barney se pusieron delante para llenar los espacios vacíos y permitir que se sentara más gente.

—Supongo que así es como va a ser a partir de ahora —comentó la mujer de mediana edad que llevaba un vestido de noche de satén rosa salpicado de lentejuelas cuando Amy se sentó junto a ella. Amy se preguntó si debería comprarse un vestido de noche.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Las cosas ya no volverán a ser como antes. Habitualmente, a los que estamos delante nos ofendería que los del entresuelo vinieran a unirse a nosotros. Al fin y al cabo, nuestras localidades son mucho más caras. Pero ahora que la guerra prácticamente ha empezado, estamos todos juntos en este teatro y no nos importa. ¿No le parece que es mucho más agradable ahora que estamos sentados todos juntos? —El ajetreo había cesado y los asistentes estaban esperando a que se alzara el telón.

—Supongo que sí —asintió Amy.

Había un ambiente más cálido, pero lo estropearon los comentarios de la mujer sobre la guerra.

Al día siguiente hubo más señales de guerra: una batería de ametralladoras en Hyde Park, por ejemplo; letreros en las tiendas grandes que indicaban a los clientes dónde refugiarse si sonaba la alarma antiaérea; sacos de arena delante de los edificios importantes, y bastante gente que llevaba un tanto cohibida sus máscaras de gas en cajas sobre los hombros. Una mujer había hecho una bonita funda de ganchillo para la suya, con flores en relieve en los seis lados.

Caminaron por Oxford Street y tomaron café en Selfridges. Barney paró un taxi que los llevó a Harrods, «la tienda más famosa de Inglaterra», dijo, «y probablemente la más cara».

Amy casi se desmaya al ver el precio de la ropa. Barney, que era increíblemente generoso, no se ofreció a comprarle nada, aunque se llevó un precioso estuche para cubiertos de cuero negro forrado de terciopelo como regalo para Charlie y Marion.

—Hasta a Marion le gustará esto —comentó Amy—. Puede que le ponga una sonrisa en esa cara tan triste.

—¿Y qué puedo hacer para poner una sonrisa en tu cara, Amy? —le dijo Barney al oído. Amy le susurró algo a su vez y él dijo—: sus deseos son órdenes, señora Patterson. —Tras lo cual llamó a un taxi y volvieron al hotel, de donde no salieron hasta casi la hora del té.

A la mañana siguiente, jueves, cuando bajaron a desayunar, unos cuantos huéspedes se habían reunido en el vestíbulo y estaban oyendo la radio. Barney sugirió que deberían enterarse de las últimas noticias, pero Amy repuso que no le interesaban las noticias mientras estuviera en Londres.

—Pediré el desayuno —decidió—. ¿Qué quieres?

—De todo —contestó Barney—, y diles que me gustan las tostadas bien hechas. —Tenía el apetito de un caballo.

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