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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (18 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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Algo que se había pasado por alto se me ocurrió entonces.

—Dijo que la asistencia no se registra de forma rutinaria.

«Es correcto.»

—¿Entonces por qué sabía que Gabriel Benedict estuvo aquí en Prima 30?

«Porque me consultó.»

—Ah. ¿Sobre qué?

«Dos asuntos: deseaba información relativa a los antecedentes de John Khyber.»

—¿Vio algo que usted no me haya mostrado?

«No»

—¿Cuál era el otro asunto?

«Pidió una copia de un discurso que se dio hace dos años y medio.»

—Por favor, deme una copia.

Una sola página cayó en la bandeja. La cogí y la leí enseguida.

Resultaba difícil encontrar la razón del interés de Gabe. Era poco menos que una diatriba. El orador decía: «(Talino) ha sido traicionado por la historia, y yo estoy feliz de que aún haya algunos que se preocupan por la verdad. El tiempo les dará la razón. Talino y sus desafortunados cantaradas son víctimas de un conjunto de circunstancias que les quitaron algo peor que la vida. No sé de otra injusticia similar en todas las épocas. Y me pregunto si podremos alguna vez corregir el error».

Esta era realmente la esencia de las afirmaciones del orador. Decía lo mismo de mil modos diferentes; era redundante y melodramático. ¿Por qué le interesaba a Gabe?

Me detuve paralizado cuando vi el nombre del orador: era Hugh Scott.

9

«Las políticas interestelares (humanas) son, por su naturaleza, transitorias. Son accidentes, cierta clase de fuego de San Telmo encendido por la debacle económica, la amenaza externa, o tal vez el carisma de un ideólogo. Cuando la noche haya pasado y las condiciones normales vuelvan, se harán chispas y se desvanecerán. Ninguna civilización diseñada por nosotros puede esperar extenderse a través de las estrellas.»

Anna Greenstein,

La urgencia del Imperio

Nunca había leído
El hombre y el Olimpo.
Como a casi todos los otros niños de la Confederación, me lo enseñaron en la escuela. Recuerdo haberme esforzado por comprender el capítulo dedicado a Sócrates en clase de historia. Pero en realidad, jamás leí el libro.

Había una copia en uno de los estantes de la habitación de Gabe. (Yo no dormía allí, usaba una habitación en la parte trasera del segundo piso.)

Camino de casa después de la fiesta en la Sociedad Talino, decidí que era hora de mirar el clásico de Sim nuevamente.

Es un trabajo tradicional: una historia del helenismo, que abarca desde las guerras médicas hasta la muerte de Alejandro. Mi presunción siempre fue que ese relato debía su fama a la reputación de su autor más que a su valor intrínseco; pero era un prejuicio que tenía que ver con la rebeldía infantil frente a un libro serio.

Lo abrí por la mitad y lo leí en ambas direcciones, expectante. Supuse que encontraría tranquilas incursiones en la filosofía griega y un soporífero relato detallado de las guerras médicas y del Peloponeso.

Lo que obtuve, en cambio, fue una energía volcánica, opiniones sulfurosas y pura brillantez. Uno no podía quedarse en unos pocos análisis políticos o mirar únicamente las flechas en un mapa de batalla. No con Sim. Los hombres de estado de su libro descargaban fuertes puñetazos sobre las mesas; se podía oler el Mediterráneo y visualizar la formación de los trirremes atenienses.

Y aparecían dolorosamente vividas y presentes las terribles directivas de libertad y orden, la tensión entre la carne y el espíritu.

«Todos somos helenos», dice la introducción. «Dellaconda, Rimway y Cormoral deben cuanto tienen al incansable pensamiento de aquellos habitantes del Egeo, que, con el más exquisito sentido, dieron los primeros pasos hacia las estrellas. Solo la mente es sagrada. Esa noción era una introspección deslumbrante en tal época. Limitados a la observación de que la naturaleza está sujeta a leyes, y que esas leyes pueden ser entendidas, fue la clave para el universo.»

Leí durante todo el día, hasta tarde. De vez en cuando Jacob se desplazaba con estrépito por la planta baja, preparando hamburguesas o mezclando bebidas, o venía a sugerirme que era un hermoso día para salir.

Hubo algunas sorpresas. Sim desaprueba a Sócrates, cuyas doctrinas (concede) encierran valores admirables, pero sin embargo quiebran la sociedad griega. Escribe: «No hay que lamentar que la infausta ejecución de Sócrates haya sucedido, sino que sucediera demasiado tarde».

Las primeras páginas de
El hombre y el Olimpo
solo mencionan el furor de Jerjes («Oh Maestro, recuerda a los atenienses»), a Temístocles, el estadista, y rinden homenaje al valor de las tropas que permanecieron en las Termópilas. Yo estaba fascinado, no solo por la fuerza y la claridad del libro sino también por su capacidad de compasión. No era lo que se espera de ordinario de un líder militar. Pero entonces, Sim no era todavía un líder militar: trabajaba como maestro cuando comenzó el problema.

El libro tiene el título adecuado: la visión de Sim es esencialmente olímpica. Uno no se puede sustraer a la impresión de que él habla en nombre de la historia y, si su perspectiva no es siempre la misma que la de sus colegas, o de los que lo antecedieron, no hay duda sobre dónde están los errores de percepción. La suya es la palabra definitiva.

La prosa adquiere un tinte taciturno durante el relato de la destrucción de Atenas y la pérdida innecesaria de vidas cuando se esforzaban por defender el Partenón. Su pasaje más memorable condena a los espartanos por haber permitido que las Termopilas tuvieran lugar. «Ellos sabían desde tiempo atrás que los persas venían y, en cualquier caso, tenían datos precisos de la reunión de las fuerzas invasoras; pero no prepararon ligas ni establecieron defensas hasta que el enemigo estuvo encima. Entonces enviaron a Leónidas y sus hombres y un puñado de aliados para compensar con sus vidas la negligencia y estupidez de los políticos.»

Era una coincidencia nefasta: esas palabras habían sido escritas antes de que el Ashiyyur iniciara la guerra y, en cierto sentido, Sim parecía estar jugando el papel de Leónidas. Él condujo la acción por los mundos fronterizos, mientras Tarien hacía sonar la alarma y comenzaba la inmensa tarea de forjar una alianza que pudiera hacer frente a los invasores.

Por la mañana, mientras comía, Jacob me dijo que había encontrado algo raro.

—El
Corsario
parece haberse manejado muy bien. Por ejemplo, si creemos los informes, dos días después de Hrinwhar se informó de que se había capturado un destructor ashiyyurense cerca de Onikai IV. Onakai está a ochenta años luz de Las Hilanderas. Cuatro días solo en el hiper. Atacó una nave de las principales en Salinas el mismo día que Sim ganaba en Chapparal. De nuevo, una pelea imposible. Hay numerosos ejemplos similares.

—¿Qué ha dicho el Ashiyyur de todo eso?

—No son muy comunicativos, Alex. Lo más que he podido sacar es que simplemente niegan las historias. Pero sus registros nunca han estado disponibles.

—Tal vez deberíamos tratar de preguntarles.

—¿Cómo planeas hacerlo? No hay contactos diplomáticos.

—Hay uno. El Maracaibo Caucus.

Hace treinta y seis años, un pequeño grupo de oficiales militares veteranos, rompiendo con una vieja costumbre, invitó a un notable estratega naval ashiyyurense a dar una conferencia en la academia de guerra de Maracaibo, en la Tierra. El orador, cuyo nombre nadie fue capaz de pronunciar, era el primero de su especie en ser admitido legalmente en el mundo confederado en más de un siglo.

La invitación convirtió en periódica, y así, en los encuentros anuales, se desarrolló un grupo de interés especial, compuesto por militares retirados, tanto humanos como ashiyyurenses, dedicados a establecer una paz permanente. El grupo, naturalmente, era pequeño. Nunca fue un movimiento popular. Sus miembros, al menos los humanos, fueron perseguidos por sus actividades políticas y siempre vivieron como sospechosos.

Cuando traté de ponerme en contacto, solo obtuve la respuesta de una ia que me explicó que los oficiales del Caucus no aceptaban entrevistas no solicitadas de antemano. Pregunté si podría hablar con alguien con suficiente conocimiento acerca de la Resistencia en general y de la guerra naval en particular.

Hubo una demora, presumiblemente mientras recibía instrucciones.

—No es nuestra política recibir visitas particulares.

—Podría ser una excepción.

Expliqué que había numerosas preguntas no contestadas, que el relato de la guerra desde el punto de vista del Ashiyyur contribuiría al mutuo entendimiento, que necesitaba tener información de la fuente, etcétera. Me escuchó cortésmente, se excusó y me hizo esperar diez minutos.

—Muy bien, señor Benedict —dijo por fin—. Uno de nuestros miembros tendrá mucho gusto en responder a sus inquietudes. Pero le pedimos que venga en persona.

—¿Quiere decir físicamente?

—Sí. Si no es demasiado inconveniente.

Me pareció raro.

—¿Quieren que vaya allí?

Yo estaba en ese momento sentado frente a la ia en lo que suponía era una de las suites de la Casa Kostyev, donde el Maracaibo Caucus mantenía sus oficinas.

—Sí, si lo desea.

—¿Por qué?

—Siempre es mejor el contacto personal. Los ashiyyurenses se sienten incómodos con la tecnología.

Me encogí de hombros y concerté la cita. Dos horas después llegaba a las afueras de la Casa Kostyev, una embajada antigua edificada cerca del Capitolio. En la tarde de mi visita, se encontraba rodeada por un grupo de personas que hacían circular un holo representando a un alienígena con ojos ardientes. Las demostraciones burlescas de este tipo, lo supe más tarde, eran casi constantes en el lugar. Su intensidad y número fluctuaban en proporción al nivel existente de hostilidad mutua. Las cosas se estaban poniendo feas en ese momento, hasta tal punto que fui agredido mientras pasaba. Les di mi nombre a los de seguridad y entré en el viejo edificio gris.

Llegué en ascensor al tercer piso y avancé por un corredor alfombrado y empapelado. Las puertas talladas eran irregulares y los largos murales representaban hombres y mujeres en sosegadas superficies contemplando escenarios amenazados por la tormenta. Cerca no había ninguna ventana y la única iluminación era la débil luz de unas ocasionales lamparillas eléctricas. El efecto era que el pasillo parecía extenderse hasta el infinito.

Había puertas a ambos lados del pasadizo. La mayoría no tenían rótulo. Pasé junto a una firma legal y a una compañía de naves y, en dos o tres casos, junto a oficinas designadas solo con nombres.

Finalmente llegué frente a un par de puertas dobles, donde en una leyenda podía leerse «Maracaibo Caucus».

Llamé y entré. No estoy seguro de lo que esperaba, pero había estado pensando en representantes de una civilización mucho más vieja que la mía, la de los telépatas, de una especie intelectualmente superior y cuyos logros tecnológicos iban sin embargo por detrás de los nuestros. El costo de la fácil comunicación, había teorizado alguien. El almacenamiento de la información vertical, la escritura, les llegó más tarde.

Estaba yo en estas fantasías un tanto exóticas acerca de los mudos, cuando, casi sin darme cuenta, me encontré en un lugar que parecía una oficina de viajes.

Los muebles eran de muy buen gusto, pero corrientes: un sofá cuadrado de aspecto incómodo, un par de sillas talladas y una mesita baja con una pila desordenada de libros usados. Las grandes ventanas cuadradas dejaban pasar bloques de pálida luz solar.

Los títulos de los libros me resultaban vagamente familiares, aunque no había leído ninguno:
La urgencia del Imperio, Césped verde y naves plateadas, Los últimos días.
Había varias biografías, tanto de humanos como de ashiyyurenses, que habrían tratado en los sucesivos milenios de evitar la irrupción de la violencia masiva.

Descubrí una copia de
Extractos de Tulisofala
de Tanner y la tomé. Era un volumen grueso, del tipo que uno mira, pero que no lee.

Estaba hojeándolo cuando tuve la extraña sensación de estar siendo observado. Espié cuidadosamente desde el escritorio al gabinete, desde el terminal hasta la entrada y hasta una habitación que presumí sería una oficina interna.

Nada había cambiado.

Sin embargo, algo que no era yo se movió.

Lo sentí. En la oficina. En el aire todavía tibio. Fuera del alcance de mis ojos.

Simultáneamente escuché pasos en la habitación contigua. La puerta se abrió. La persona que la sostenía abierta no entró inmediatamente, sino que se quedó atrás, como terminando una conversación con alguien al otro lado. No se escuchaba ni un sonido.

Comencé a sudar. Se me nubló la vista y empecé a ver como destellos blancos. Debí haberme sentado en una silla. Alguien entró a la oficina, pero yo estaba demasiado metido en mi malestar como para tenerlo en cuenta. Una mano me tomó de la muñeca, y sentí una tela fría contra mi frente.

Lo que yo había percibido se movía rítmicamente.

—Está bien, señor Benedict —dijo. (Era del sexo masculino. Lo noté.)—. ¿Cómo se siente?

—Bien —respondí temblando. La cabeza me daba vueltas; de nuevo sentí náuseas.

—Lo lamento —agregó—. Tal vez hubiera sido mejor hablar por el intercomunicador, después de todo.

Era lo que estaba pensando. Y, desde luego, él lo sabía. Aun así, le busqué el lado positivo: una oportunidad de contactar con el Ashiyyur. ¿Cómo diablos se puede dejar pasar algo así? Por supuesto, yo había oído lo que se contaba, pero siempre lo había desechado creyendo que era pura histeria.

Traté de concentrarme en el exterior: el escritorio y la lámpara, la luz del sol, el tamaño de la criatura, la mano curiosamente humana.

—Mi nombre —dijo— es S'Kalian. Y, si le sirve de consuelo, le hago saber que su reacción es muy común. —No podía ver de dónde venía la voz; probablemente de un equipo oculto en sus puños desabrochados. Pronto estuve en condiciones de ponerme en pie. Él me puso la tela fresca que había estado usando en la mano—. Si lo desea, puedo irme y buscar a alguien, un humano, para que venga y lo acompañe hasta la calle.

—No —respondí—. Estoy bien.

S'Kalian se retiró unos pasos y se apoyó en el escritorio. Empequeñecía el moblaje. Aunque se hayan visto holos del Ashiyyur, no se tiene una idea cabal de la sensación que proyectan los de su especie hasta que se ha estado en una habitación con uno de ellos. Me sentí abrumado.

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