Un talento para la guerra (7 page)

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Authors: Jack McDevitt

BOOK: Un talento para la guerra
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—Lamento que no hayamos podido hacer más —dijo—. Realmente había muy poco sobre lo que trabajar.

—Lo entiendo —contesté.

Me indicó una silla mientras él se sentaba delante, y no detrás, del escritorio.

—Es como una fortaleza. —Se encogió de hombros—. Espanta a la gente. Yo he tratado de deshacerme de él, pero ya hace demasiado tiempo que está conmigo. A propósito, sí hemos encontrado la plata. O una parte. No tenemos certeza, pero parece que está toda. Justamente esta mañana. Todavía no lo hemos notificado al sistema; por eso el oficial no tenía forma de saberlo.

—¿Dónde estaba?

—En un arroyo a un kilómetro de la casa. Se encontraba en una bolsa de plástico, imposible de descubrir a simple vista, escondida bajo un puentecito de piedra. La encontraron unos niños.

—Extraño —musité.

—Yo pensé lo mismo. No es que sea extremadamente valiosa, pero podría haberse vendido bien. Lo que me sugiere que el ladrón no sabía cómo disponer de ella o bien que no podía llevársela.

—La plata era simplemente una pantalla —dije.

—Vaya. —Los ojos de Redfield brillaban de interés—. ¿Por qué dice eso?

—Usted dijo que era amigo de Gabe.

—Sí, claro. Nos reuníamos cuando nuestros horarios de descanso coincidían. Jugábamos mucho al ajedrez.

—¿Nunca le hablaba de su trabajo?

Redfield me miró sagazmente.

—Algunas veces. ¿Puedo preguntarle, señor Benedict, adónde quiere llegar?

—Los ladrones se llevaron un archivo. Solamente uno, que resulta ser el proyecto en que Gabe estaba trabajando cuando murió.

—Y me doy cuenta de que usted no tiene mucha información al respecto.

—Exacto. Pensé que usted sabría algo más.

—Ya veo. —Se reclinó en la silla, dejó caer un brazo sobre el escritorio y comenzó a tamborilear los dedos contra la superficie nerviosamente—. Usted afirma que la plata y las demás cosas que se llevaron solo servían para distraer la atención del archivo.

—Sí.

Se levantó de la silla, rodeó el escritorio y fue hacia la ventana.

—Le puedo decir que su tío estaba muy preocupado en los últimos tiempos. Además, su estrategia en el ajedrez se había vuelto terrible.

—¿Pero usted no sabía por qué?

—No, no. No lo sabía. Últimamente apenas tenía noticias suyas. Sí me había dicho que estaba comprometido en un proyecto, pero no me dijo nunca de qué se trataba. Acostumbrábamos a reunimos una vez por semana, pero en los últimos meses no lo hicimos. Después de todo, él se prodigaba muy poco.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

Redfield meditó un momento.

—Tal vez fuera seis semanas antes de enterarme de su muerte. Jugamos al ajedrez toda la tarde. Pero yo sabía que le estaba dando vueltas a algo.

—¿Parecía preocupado?

—Se desentendía del juego. Esa noche le gané cinco o seis veces. No era habitual. Me di cuenta de que su mente estaba en otro lado. Me dijo que disfrutara mientras pudiera. Que la vez siguiente le iba a tocar a él. —Redfield clavó los ojos en el suelo—. Eso fue todo.

De algún rincón tras su escritorio hizo aparecer un vaso de ponche color lima.

—Es parte de mi dieta —dijo—. ¿Quiere un poco?

—Por supuesto.

—Quisiera ayudarle, Alex. Pero no sé qué estaba haciendo. Aunque le puedo decir de qué estuvo hablando todo el tiempo.

—¿De qué?

—De la Resistencia, de Christopher Sim. Era un experto en el tema: la cronología de las acciones navales, quién estuvo allí, qué pasó, cómo variaron los hechos. Le aseguro que a mí también me interesa, como a cualquiera, pero él seguía y seguía. En medio del juego. ¿Se da cuenta de lo que digo?

—Sí —asentí.

—Nunca le había visto así. —Llenó otro vaso y me lo alcanzó—. Alex, ¿juega usted al ajedrez?

—No. Una vez, hace mucho, aprendí los movimientos. Pero nunca supe jugar bien.

Las facciones de Redfield se suavizaron, como si hubiera reconocido la presencia de una discapacidad social.

En casa me dediqué a ver las noticias. Había informes acerca de nuevos conflictos con los mudos.

Causaron daños en una nave y hubo varias víctimas. Se esperaba una declaración del Gobierno en cualquier momento.

En
la
Tierra se estaba celebrando un referéndum relativo al tema de la secesión. La votación había tenido lugar unos días antes. Aparentemente varios políticos de peso habían apoyado el movimiento separatista. Los analistas concluían con gran seguridad que se aprobaría.

Repasé los otros programas para ver si había algo de interés, mientras Jacob comentaba que la cuestión más importante era qué haría el Gobierno central si la Tierra efectivamente trataba de separarse.

—No pueden dejarlos irse así como así-observó deprimido.

—Eso no va a ocurrir —le respondí—. Todo ese barullo es para consumo doméstico. Los políticos locales que buscan réditos atacando al director. —Abrí una cerveza—. Vamos a trabajar.

—De acuerdo.

—Revisemos los archivos más importantes. A ver qué hay de Leisha Tanner.

—Ya los he mirado, Alex. En apariencia hay relativamente poco en Rimway. Tres monografías, todas acerca de sus logros en la traducción y en el comentario de la literatura ashiyyurense. Están a tu disposición. Debo agregar que las revisé y no encontré nada que pudiera ser útil, aunque hay mucha información general. ¿Sabes que la civilización ashiyyurense es anterior a la nuestra en aproximadamente sesenta mil años? En todo ese tiempo ningún pensador superó a Tulisofala, o al menos no hubo nadie tan famoso. Apareció muy temprano y formuló muchos de sus principios éticos y políticos. Tanner se inclinaba a asignarle el lugar que tiene Platón para nosotros. Había delineado varias hipótesis fascinantes a partir de este paralelo…

—Más tarde, Jacob. ¿Qué más hay?

—Se conocen otras dos monografías, pero no están incluidas en el índice; así que es muy difícil localizarlas en el caso de que se conserven. Aparentemente una trata de la habilidad de Tanner como traductora. La otra, sin embargo, se titula
Iniciativas diplomáticas de la Resistencia.

—¿Cuándo fue publicada?

—En 1330. Hace ochenta y cuatro años. Quedó fuera de circulación en 1342, y la última copia que pude rastrear desapareció en 1381 aproximadamente. El autor murió, sus bienes se subastaron y no quedó registro de las disposiciones generales. Sigo buscando.

»Puede que aquí haya otro registro de materiales fuera de circulación. Los especialistas en esoterismo, ciencias ocultas y todas esas cosas no suelen hacer índices. Por desgracia nuestros procedimientos de resguardo de registros no son los que debieran ser.

»Algunos periódicos y otras cosas dignas de ser recordadas se han conservado en Khaja Luan, donde ella era instructora, antes de la guerra. El Archivo Confederado tiene sus anotadores y el Museo Naval de Hrinwhar posee una memoria fragmentaria. Los dos están en Dellaconda. La memoria, según mis fuentes, es excesivamente fragmentaria.

—Llamado así por la batalla —dije.

—¿Hrinwhar? Sí. Maravillosa táctica, aquella. Sim estuvo brillante, absolutamente brillante.

Al día siguiente visité media docena de universidades, el Instituto Quelling, la Asociación Histórica Benjamín Maynard y los salones de reunión de los Hijos de los Dellacondanos. Estaba muy interesado en cualquier cosa que relacionara a Tanner con Talino o, más vagamente, con la Resistencia. No había mucho. Encontré unas pocas referencias a ella en documentos privados, viejas historias y cosas similares. Lo copié todo y me instalé en casa.

Muy pocas cosas se referían a la mujer que me interesaba. Aparecía periféricamente en las discusiones del equipo de Sim; se la mencionaba por sus métodos de asociación mental. Solo encontré un documento en donde tenía un lugar prominente: una oscura tesis doctoral escrita cuarenta años antes que hablaba de la destrucción de Punto Edward.

—¿Jacob?

—Sí, la he leído. Como sabes, siempre ha sido un misterio.

—¿El qué?

—Punto Edward. ¿Por qué el Ashiyyur lo destruyó? Es sabido que para entonces ya estaba vacío.

Recordé la historia. Durante el primer año de la guerra, ambos bandos descubrieron que los centros de población no podían protegerse. Consecuentemente, se estableció un acuerdo tácito según el cual los blancos tácticos no estarían localizados cerca de áreas pobladas. Las ciudades fueron entonces inmunes a los ataques. El Ashiyyur violó ese trato en Punto Edward. Nadie sabe por qué.

—Pero Sim averiguó lo que iba a pasar —continuó Jacob—. Y evacuó a veinte mil personas.

—¿Solamente había veinte mil personas? —pregunté—. Siempre creí que eran muchas más.

—Ilyanda fue edificada por los cortai, un grupo religioso al que nunca le gustaron mucho los forasteros. Controlaban de manera rigurosa la inmigración; así se mantuvieron estabilizados, cultural y económicamente. Hoy día todo eso ha cambiado. Pero durante la Resistencia, la ciudad era una teocracia habitada por casi todos los residentes del planeta. La vida comunal era muy importante para ellos.

De acuerdo con el documento, Sim comprometió toda su red de inteligencia al reaccionar como lo hizo. El Ashiyyur comprendió de inmediato que sus comunicaciones eran interceptadas y leídas; de modo que cambiaron todo: equipos, criptosistemas, rutas y horarios de transmisión. Hasta la llegada de Leisha Tanner ocho meses después, los dellacondanos no empezaron a recuperar todo lo que habían perdido.

—¿Es posible? —pregunté.

—Evidentemente ella era una mujer muy joven e inteligente. Notarás también que el Ashiyyur respondió a su propia crisis sin imaginación. Los cambios en sus criptosistemas fueron inadecuados, y lo peor fue que ellos lo sabían. Así que trataron de compensarlo usando una forma antigua de su propio lenguaje. Todavía no has llegado a esto, pero ahí está.

—Pensé que no tenían un lenguaje. Que se comunicaban por telepatía.

—No tenían lenguaje hablado. Pero precisaban un sistema para el almacenamiento permanente de datos y conceptos. Un lenguaje escrito. El que usaron era de origen clásico. Todo ashiyyurense instruido lo conocía.

—Leisha también.

—También Leisha.

—Por lo menos ahora ya sabemos por qué Sim trató de reclutarla.

—Aunque es curioso —dijo Jacob.

—¿El qué?

—No me refiero a Tanner, sino a Punto Edward. Los mudos destruyeron la ciudad aunque estaba vacía cuando ellos llegaron. Debían saber que no había nadie. ¿Para qué molestarse?

—Algún tipo de maniobra militar —sugerí.

—Tal vez. Pero si así fue, no sirvió de nada. También es extraño que no hubiera venganza. Sim pudo haberse plantado en alguno de los mundos del Ashiyyur y arrasar cualquier ciudad que eligiera. ¿Por qué no lo haría?

—Tal vez porque salvó a todos los habitantes de Punto Edward y no quiso comenzar una serie indefinida de venganzas.

Encontramos también un holograma de Tanner en medio de un grupo de oficiales en
La espada dela Confederación
de Rohrien. Tenía entonces unos veintisiete años; estaba hermosa con el uniforme azul y celeste de los dellacondanos. Su expresión delicada contrastaba con la rudeza de los hombres que la rodeaban.

Traté de leer algo en sus ojos. ¿Sabría ella algo de lo que llevó a Gabe a investigar en La Dama Velada dos siglos después? Yo estaba recostado en el sofá de la planta baja, cerca de esa imagen tan dulce. Lástima que la técnica sponder no estuviera desarrollada entonces: podría simplemente haberme conectado con ella y haberle formulado varias preguntas.

Todavía estaba mirándola cuando Jacob vino a decirme que tenía un visitante.

Un deslizador estaba descendiendo por la rampa trasera. La imagen de Tanner se desvaneció, y la nave aérea apareció en el monitor principal. Ya era tarde. Y estaba oscuro. Jacob encendió las lámparas exteriores que iluminaban el camino. Observé que el piloto levantaba la cubierta y se deslizaba suavemente hacia el suelo.

—Jacob, ¿quién es?

—No lo sé.

La recién llegada sabía dónde estaban las cámaras. Miró directamente en dirección a una de ellas mientras pasaba, se sacaba el sombrero y sacudía su larga cabellera oscura. Después se paseó con ostentación por la galería y subió los escalones de la entrada.

La estaba esperando.

—Buenas noches —saludé.

Era alta, de ojos grises y piernas largas. Iba envuelta en una capa color oliva que le llegaba casi a las rodillas. Sus rasgos estaban parcialmente ocultos por las sombras.

Como se había levantado viento, la escarcha volaba a su alrededor.

—Usted debe de ser el sobrino —dijo en un tono que sugería una vaga desaprobación—. Supongo que él sí que estaba en el
Capella.
—Su voz era hosca. Mientras hablaba, la luz de la lámpara iluminaba sus ojos.

—Entre, por favor —le invité.

Dio unos pasos y miró en derredor, deteniéndose en el demonio de piedra.

—Me figuré que él estaba allí. —Se sacó la capa y la colgó junto a la puerta en un gesto que implicaba familiaridad. No era fea, aunque tenía rasgos duros. Ojos penetrantes, mandíbula agresiva. Su dicción y tono rayaban en la arrogancia—. Mi nombre es Chase Kolpath.

Lo dijo como si yo debiera reconocer ese nombre.

—Yo soy Alex Benedict —repliqué.

Me examinaba con toda franqueza, inclinaba suavemente la cabeza y se encogía de hombros. Me di cuenta de que se sentía decepcionada.

—Yo era empleada de tu tío —me dijo—. Él me debe una considerable cantidad de dinero. —Se removió, incómoda—. Lamento venir con un asunto de este tipo en un momento así, pero me pareció que debías saberlo.

Dio media vuelta, como dando por terminada la discusión, y se dirigió al estudio. Tomó una silla junto al fuego y saludó a Jacob, quien le respondió, con suavidad y sin dudar, que la veía muy bien.

Jacob trajo jugos de fruta tibios sazonados con ron.

Ella se lo bebió de un trago, dejó el vaso y puso las manos cerca de la chimenea.

—Este lugar me parece extraño sin él.

—Sí, yo he pensado lo mismo.

—¿De qué se trataba? —preguntó de pronto—. ¿Qué era lo que estaba buscando?

Me asustaron esas preguntas. No era un comienzo muy alentador.

—¿No trabajabas con mi tío en el proyecto?

—Sí —respondió.

—Entonces, permíteme que te repita la pregunta. ¿Qué estaba buscando?

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