Un verano en Sicilia (2 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

BOOK: Un verano en Sicilia
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Habían transcurrido casi dos semanas cuando, tras dejar deliberadamente en el hotel mi, hasta entonces, preciosa lista de nombres y números, emprendí una campaña espontánea dirigida a los lugareños. Las elegantes tarjetas de visita de una famosa revista estadounidense que presenté a empleados de la oficina de turismo, guías de museos, señoras de la limpieza, camareros o ancianos que jugaban a las cartas a la sombra escuálida de un grupo de eucaliptos no provocaron más que farfullas y gruñidos primarios. Los jóvenes apoyados en los muros de las iglesias, con los pulgares dentro del cinturón y los ojos a media asta, como lagartos antiguos sumidos en el sopor del sol embriagador, no emitieron ningún sonido.

Hasta las entrevistas fundamentales que había concertado mi editor fueron pasadas por alto u olvidadas. La ruta trazada con meticulosidad sólo se caracterizó por silencios misantrópicos, puertas cerradas y un calor colosal. Me di por vencida y telefoneé al editor para contárselo. Hasta él me respondió con el silencio.

Tras liberarnos del peso del trabajo, Fernando y yo decidimos bajar de las montañas y dirigirnos al sudoeste, en dirección a Agrigento, o tal vez al sudeste, hacia Noto. Nos daba igual el sitio, mientras no fuera aquel. Primero dedicaríamos un día o dos a reponernos, a descansar en un ambiente aunque fuera mínimamente cordial. Una mañana, en un bar, me atrevo a interrogar a un par de policías militares a los que habíamos visto a la misma hora y en el mismo lugar varios días seguidos. ¿Podían sugerirnos algún lugar donde alojarnos en el campo, un hotelito o una
pensione?
Cuando menos lo esperábamos, dicen que sí: hay una mujer de la que han oído hablar que, cuando le da la gana, tiene huéspedes a los que ofrece alojamiento, comida y hospitalidad. En aquel desierto tan poco caballeresco, el concepto de hospitalidad nos hace sonreír. Los policías nos indican cómo llegar y tomamos nota.


Arrivederci
—nos dice uno de ellos, que gira el cuerpo para alejarlo de la barra y, levantando la media ración de grapa con la que desayuna, pues está de servicio, nos saluda cuando nos marchamos y añade, a gritos—: La mujer se llama Tosca y el lugar es la Villa Donnafugata, aunque no hay ningún cartel que lo indique.

La calzada está pavimentada con piedras blanqueadas por el sol y tenemos las ventanillas cubiertas de cegadoras volutas arenosas amarillas. Es julio y hace un calor despiadado y sofocante. Al cabo de más de dos horas de tortura, trepando por caminos de cabras y atravesando grandes cortes en los trigales que hacen las veces de carreteras, somos incapaces de decir si estamos avanzando o dando vueltas en círculos por un terreno que ya hemos recorrido. La ilusión, el panel deslizante, el engaño: otro de los elementos esenciales de Sicilia.

Dejamos el coche en un nicho rocoso y escalamos un sendero pedregoso hasta la aldea que parece ser la que nos indicaron los policías. Encontraremos a alguien que nos ayude. Jadeando y muy agitados, llegamos a una plazuela. Hay una fuente en forma de trineo; hilitos de agua caen de sus cuatro arabescos barrocos a una pila en la que unas mujeres lavan la ropa, golpeando rítmicamente las telas húmedas contra la piedra y entonando algún cántico lastimero con vestigios árabes. No hay por allí nadie más, salvo un viejo perro pastor que dormita a sus pies. No hay ningún niño ni ningún hombre. Las saludamos y esperamos que respondan a nuestro saludo; dejan de cantar y nos miran, pero nadie dice nada.

—Estamos buscando a la
signora Tosca
—digo y repito, cada vez con unos gestos de la mano y una entonación diferentes—. Villa Donnafugata. ¿Pueden decirnos dónde queda?

Nada. Convencido de que no comprenden lo que les digo, Fernando se acerca al grupo, enciende con languidez un pitillo y le da unas cuantas caladas antes de decir:


Ci serve il vostro aiuto
. Necesitamos que nos ayuden.

Como si lo que acabara de decir fuera una señal, reanudan la canción sin dejar de mirarnos fijamente. Nos damos la vuelta y comenzamos a atravesar otra vez la plaza hacia el camino que desciende. Me giro y me despido con la mano a la altura del pecho. Me hago cargo de lo ridículos que debemos de parecerles, sobre todo yo, con mi enorme sombrero y las gafas oscuras. Si hubiésemos escalado la colina vestidos con pantalones bombachos de muselina blanca y blandiendo cimitarras, les habríamos resultado más familiares, nos habrían recibido mejor. De todos modos, me habría gustado poder lavar mi camisa sucia en aquella fuente, inclinarme sobre el agua turbia y golpear la ropa contra las piedras, con el brillo de unos largos pendientes de oro acariciándome el rostro. Mi saludo obtiene respuesta. Con la barbilla, una de las mujeres hace un gesto en dirección a la colina situada detrás de la aldea, la que acabamos de recorrer.

Fernando se niega no sólo a conducir, sino también a hablar. Desando el camino a través de los trigales y vuelvo a pasar con el coche entre los tallos. El chasis sobrecalentado intuye el peligro y se atraganta, pero después arremete vibrando contra la vegetación espesa. Lo único que vemos es la cortina de bronce que forma el trigo y, para que no nos acuchillen las frondas afiladas que nos golpean al pasar, debemos subir las ventanillas. Nos sacudimos dentro de este sueño sofocante hasta que, sin previo aviso, el trigal acaba a escasos centímetros de una alameda. Una brisa tímida sacude sus hojas frescas y abrimos con fuerza las portezuelas, jadeando como después de una persecución, para que nos dé el aire. Más allá de un algarrobal púrpura y después de lo que parecen hectáreas de jardines, vemos torrecillas y torres almenadas, balcones de Julieta y un tejado abuhardillado revestido de azulejos de porcelana rojos y amarillos, que, iluminados por el sol que sube, parecen arder. Lo que vemos tiene el aspecto de un castillo. Nos acercamos a pie, mientras se agita en la brisa un olor chabacano a rosas y a naranjas podridas.

P
ARTE
I

V
ILLA
D
ONNAFUGATA
, 1995

C
APÍTULO
I

Aunque en el desierto no crecen malvas, centenares de sus flores rojas satinadas flanquean un ancho sendero de piedra que conduce hasta una verja de hierro abierta. Ya sé que es un sueño. Al otro lado de la verja hay unos jardines amplios asombrosos. Hay rosas: marfil, blancas y del tono de la crema catalana; trepan por espalderas y se extienden en macizos, se desbordan, crecen sin control y se enroscan. Parterres de boj, setos de tejos, macizos de lavanda, gruesos y altos, y digitales blancas cabecean entre dalias blancas, entre peonías blancas. Ya sé que el castillo, los rosales y las malvas son ilusiones provocadas por la insolación. La alucinación pasará —volveremos a subirnos al coche y nos alejaremos de esta locura de silencio y burla—, pero, mientras dure, quiero mirar hacia allí, donde los troncos nudosos de glicinias, jazmines y parras cubren una pérgola, creando un espacio oscuro y sombreado de cuyas profundidades nos llega la risa. ¿Cuántos días hace que no oigo risas, ni siquiera la mía? Me dirijo hacia la pérgola y me detengo a la entrada para ver a un puñado de mujeres con largos vestidos negros, sentadas en torno a una mesa cubierta con un hule. La luz trémula insiste entre las hojas y salpica de destellos los dedos de las mujeres, que se afanan alrededor de un montón de judías.


Buongiorno
—dicen, antes de que podamos abrir la boca.

Les damos los buenos días y siento que el saludo es suficiente. Me basta con mirar aquellas figuras fantásticas y ellas no parecen necesitar más que hacer su trabajo. Los sueños pueden ser así de sencillos. Aunque no sabe quiénes somos ni lo que queremos, una de las mujeres, tal vez la más anciana, se pone de pie y señala el camino hacia el castillo, en señal de bienvenida. Es una larga caminata junto a huertos de limoneros y naranjos, otro de almendros y grupos más pequeños de ciruelos y cerezos. Oigo a Fernando repetir una y otra vez:

—¿Dónde estamos? ¿Dónde demonios estamos?

Imponente y caprichoso, el castillo de techo rojo y amarillo se alza por encima de una temblorosa niebla cristalina y, delante de él, hay otro jardín, rodeado de un muro de piedra y cubierto de más glicinias y más rosas, en el que crecen al azar flores, verduras y plantas medicinales. En el centro del recinto trabaja otro grupo de mujeres vestidas de negro. Atravesamos con cautela la verja abierta y nos miran, sin dejar de restregar sillas y mesas; una de ellas deja de prestar atención a la tarea discreta de cortarle el cuello a un cabrito y recoger su sangre en un cuenco blanco desportillado. Otra observa con detenimiento desde detrás de una gran olla colocada sobre un hornillo de gas apoyado en un tocón; revuelve cebollas en grasa caliente. También hay otra cosa que huele muy bien: cerdo asado sobre brasas de madera. Un grupo sentado en un círculo trenza los tallos secos de ajos púrpuras. En el hueco bajo de un magnolio gigantesco está sentada una mujer que escribe en un libro de cuero negro. Igual que las que estaban junto a la fuente, allá abajo en la aldea, estas mujeres también canturrean. Nuestra presencia no parece sorprenderlas ni molestarlas; nos saludan plácidamente y continúan con su trabajo y también con su canto. Inseguros, mas no incómodos, nos quedamos allí en silencio. De vez en cuando, alguna le susurra algo a otra y todas ríen, posando la mirada en nosotros. Seguro que las estoy soñando, como he soñado las malvas y las rosas y las mujeres que reían mientras pelaban judías. Presto atención a su cántico y, en voz baja, intento reproducir los sonidos apagados que emiten, cuando aparece una mujer en el extremo opuesto del jardín.

No es ni joven ni vieja y también lleva una ropa especial, aunque distinta: botas y pantalones de montar y una chaqueta de montar de piel de ante. Se detiene por un instante debajo de un roble y las sombras de las hojas forman un chal de encaje negro sobre su cabeza y sus hombros. A continuación, de forma autoritaria, pasa entre las mujeres, observando lo que hacen, asintiendo o sacudiendo su corona de trenzas canosas en señal de agrado o desagrado. Es Tosca, sin duda.

—Cantan sobre la inevitable desproporción entre dolor y embeleso que hay en la vida. ¿Lo sabían? —pregunta.

No sé si el desdén que manifiestan su porte y su voz es una manera de disimular la timidez. A medida que se acerca a nosotros, su belleza me corta la respiración.

—¿Si sé que cantaban sobre eso o si sé que eso es así? —pregunto.

—Tal vez las dos cosas. Soy Tosca Brozzi.


Buongiorno, Signora. Noi siamo De Blasi da Venezia
.

—Ya lo sé. Tendremos ocasión de hablar sobre sus fracasos periodísticos en la mesa. Sospecho que también discutiremos sobre el dolor y el embeleso. La comida se sirve a la una. Después les diré si hay alojamiento disponible para ustedes. Pueden lavarse y descansar allí —dijo y señaló las enormes puertas negras de la casa o la villa o la mansión o el castillo o lo que fuera.

Titubeamos y ella dice:

—Agata les mostrará el camino.

Fernando y yo nos miramos, con una mirada que preguntaba: «¿Te quieres quedar? ¿Quieres pasar por esto?». Me coge de la mano y me arrastra hacia las puertas abiertas.

La tal Agata es otra mujer vestida de negro. Nos estrecha la mano y habla italiano con menos seguridad que Tosca, mezclándolo con dialecto, aunque no de forma tan marcada que nos impida comprenderla ni a ella comprendernos a nosotros. Sonríe y parlotea y la seguimos por un corredor oscuro, iluminado por la llama de una sola vela situada en un aplique de la pared, hasta que abre la puerta de una gran habitación cuadrada que huele un poco a recién pintada. Paredes amarillas, un sofá de un amarillo más claro y un par de confidentes de damasco azul. Un espejo manchado de marco dorado se inclina sobre una pequeña chimenea de mármol blanco. Hay grandes ramos de lavanda sujetos con cuerdas depositados en los rincones, sobre los suelos de mármol, junto a las sillas, sobre una mesa dorada descarnada, en el hogar…


Si accomodi
. Pónganse cómodos.

Abre una puerta que conduce a un cuarto de baño pequeño y saca toallas limpias de un armario.


Vi porto un aperitivo tra poco
. Enseguida les traigo un aperitivo.

Cuando cierra la puerta, me imagino que será el final del sueño.

—¿Esto es real? —nos preguntamos los dos al mismo tiempo y oímos nuestra propia risa.

—No sé dónde estamos ni con quiénes, pero sé que estamos a salvo. Estamos en el lugar correcto —dice Fernando.

—Fracasos periodísticos. ¿Cómo sabe que…?

—Que nadie haya hablado con nosotros no quiere decir que no hablen entre ellos.

—¿Serán todas viudas aquí?

—Eso parece.

—¿Será un hogar de ancianas con una lista de turnos o una comuna? Me refiero a que es imposible que sean todas familiares suyas, ¿verdad?

—No, no es un hogar de ancianas, porque las mujeres tienen demasiado vigor y algunas son bastante jóvenes. Tampoco creo que sea una comuna. No sé qué será.

Con jabón de limón y pañuelos de lino blanco áspero nos restregamos la cara y la parte superior del tronco y nos ungimos y nos rociamos con el contenido de un montón de frasquitos de boticario con etiquetas manuscritas: neroli, agua de azahar, agua de lavanda, aceite de rosas. Frotando, nos limpiamos el polvo de Sicilia de los pies, de las sandalias, nos arreglamos el pelo, volvemos a abotonarnos la camisa y, por temor a caer en un sueño profundo si nos sentamos, nos quedamos de pie en la habitación amarilla recién pintada y sacudimos la cabeza con admiración.

—Quiero echar un vistazo a este lugar. Quiero ver un poco más. ¿Tú no? —digo.

—Ésta es una residencia privada. Ya nos enseñarán lo que quieran que veamos cuando ellos quieran. Ten paciencia.

—Volvamos a salir al jardín, entonces, y al coche. Camisas limpias y…

—Creo que volveremos al coche bastante pronto: después de comer. Vamos, que no creo que nos quedemos mucho más.

—No sé qué pensar sobre esta Tosca. Parecía un extra del plato de
Quo Vadis
cuando atravesó el jardín a zancadas, irrumpiendo en el hechizo.

—En realidad, es más
felliniana
. Eso es, Fellini le habría dado un papel en
La Dolce Vita
, pero habla y por eso le estoy muy agradecido.

Reunimos nuestras cosas y regresamos por el corredor iluminado por la vela para dirigirnos al jardín, cuando Agata abre un par de grandes puertas talladas y extiende las manos en señal de bienvenida. No entramos en una habitación, sino en la suntuosidad decadente de un salón. Fragmentos de dioses y diosas pintados al fresco, regordetes y con los ojos en blanco, pasan volando por los altos muros desmenuzados, en erótica persecución por la bóveda enorme del techo y, bajo el frenesí de aquella cúpula, hay dispuestas tres mesas inmensas. El silencio submarino de los jardines, en el que se infiltran suavemente los cánticos de las mujeres y sus risas, cede paso al caos doméstico. Es el comedor de Tosca.

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