Un verano en Sicilia (4 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

BOOK: Un verano en Sicilia
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Adesso ci sono ventidue uomini
. En este momento viven y trabajan aquí veintidós hombres, aunque, como ocurre con las mujeres, vienen más durante la cosecha, la trilla, la siembra y cuando se prensan las olivas y se fabrica el vino. Se encargan de los árboles frutales, las vacas lecheras, el ganado y de labrar la tierra. Algunos se ocupan de los pequeños rebaños de ovejas, cabras y cerdos. En esta época se llevan cestas de comida a los hombres que trabajan la tierra más alejada de la villa, pero esta noche los verán a todos en la mesa —explica Olga—. La mayoría de los hombres que ven aquí ahora son los jardineros.

—Además de los jardineros, también están los artesanos que trabajan en la restauración de la villa —dice otra mujer.

—Y siempre hay uno o dos artesanos de paso que vienen a comer todos los días. El zapatero viene casi todos los sábados.

—Y el afilador de cuchillos y herramientas viene los lunes.

—Los hombres que vienen a esquilar las ovejas.

—Y no te olvides de Furio —dice la más joven y tal vez la más bonita de las viudas.

—Ah, Furio —dicen a coro y todas las mujeres ríen y agitan las manos abiertas a la altura del pecho en señal de gran admiración.

Cada persona de la mesa añade el nombre de otro colaborador a la lista de comensales circunstanciales y empiezo a desear que el sueño dure lo suficiente para llegar a conocerlos a todos. Me gusta estar en la casa de Tosca.

Poco a poco, el comedor se va vaciando. Cada uno apila metódicamente platos y cubiertos en grandes mesas rodantes. Algunos recogen la comida que ha sobrado de las fuentes en láminas de papel blanco grueso, cuyos extremos doblan y retuercen con destreza, y se las pasan a una viuda que identifica el contenido de cada paquete con un rotulador negro y los apila en cajones de fruta que coloca en otro tipo de carro. Todos saben lo que tienen que hacer. No se desperdicia esfuerzo ni se pierde tiempo. Dos de los hombres que estaban en la mesa empujan el carro con los paquetes marcados hacia fuera del salón y los observo, curiosa por conocer el destino de toda aquella comida buenísima. Fernando sigue conversando con Olga, de modo que, sin pedir permiso, empiezo a retirar uno de los manteles como veo que hacen las mujeres con las otras mesas. Carlotta, que ha regresado de su misión, me lo quita de las manos, diciéndome que no me moleste. Me quedo a un lado sin saber qué hacer, hasta que ella consiente y me hace un gesto para que coja las otras puntas de un mantel que ella ha empezado a quitar. Juntas sacudimos, cerramos y doblamos cuidadosamente, con sencilla precisión, aquella tela larga de bordados magníficos. Acaba en mis manos y, al cogerlo, Carlotta sonríe, pero me doy cuenta de que ha estado llorando.

Fingiendo que no lo he notado, le pregunto:

—¿Adónde llevan la comida?

—A la iglesia de San Salvatore, en la aldea. Todas las tardes, a las seis y media, se distribuye la comida entre los vecinos. Sólo la van a buscar los que la necesitan. Creo que han pasado casi veinte años desde que comenzamos este programa. Al principio, la
signora
y don Cosimo llevaban la comida directamente a las familias, pero, como ahora son muchas más, tienen que ir a buscarla. En realidad, es mejor así, porque, antes de empezar a distribuirla, todos se reúnen en la iglesia a rezar el rosario con don Cosimo. Él los bendice, bendice la comida, toca el ángelus y todo el mundo se va a su casa a cenar. Yo voy a ayudar siempre que puedo. Es la parte del día que más me gusta.

Carlotta se ha echado a llorar sin disimulo, se seca las lágrimas de las mejillas chupadas con el dorso de la mano y los ojos, con un pañuelo arrugado que ha extraído de la pechera de su vestido.

Me atrevo a preguntarle:

—¿Es el bebé?

—No, no. Parece que el bebé ha decidido quedarse donde está unos días más. Una de nuestras mujeres está… es que está muy mal.
Lei, non ce la fa
. No saldrá de esta.


Capisco, mi displace
. Comprendo y lo lamento —le digo y ella me mira y me roza la mejilla con la mano que ha pasado por la suya y así me humedece la cara con sus lágrimas. Agata se acerca a nosotros corriendo.

—Si quieren, ahora les enseño su habitación —dice.

—Pero todavía no hemos hablado con la
signora
y no sé si…

—Está todo arreglado. Si quieren quedarse, son bienvenidos. La
signora
hablará con ustedes después sobre los detalles.
Venite
.

Toco el brazo de Fernando y le hago señas de seguirla. Agata sale del comedor, atraviesa el suelo de piedra despareja de otra sala y subimos por una ancha escalera de mármol. Se detiene en el tercer rellano.


Ecco
—dice delante de una puerta de madera hermosa, pero muy estropeada. Del llavero que lleva en el cinturón extrae una llave larga y plana, la introduce en la cerradura y abre la puerta; le entrega la llave a Fernando, dice "Buon riposo" y cierra la puerta con suavidad.

La habitación, con sus recovecos, ocupa más espacio que nuestro piso de Venecia. Hay una serie de corredores cortos, antesalas y alcobas, decorados apenas, pero con mucho gusto, con un banquito o un haz inmenso de lavanda o una colección de candeleros dorados dispuestos sobre una mesa desvencijada. Subiendo tres escalones hechos con piedras redondas planas, el espacio de paredes blancas se ensancha en una zona de techos altos con una cama blanca, dos sillones de orejas cubiertos por una tela blanca, una mesa con una lámpara pequeña de hierro forjado y un armario. Al otro lado de una larga ventana abierta, los cálidos vientos africanos hacen balancear y crujir las puntas de los pinos del jardín.

—¿Qué te parece? —le pregunto.

—¿La habitación? Es estupenda.

—No, este lugar, la gente.

—Todo es estupendo, al menos lo que puedo comprender, porque todavía no estoy muy seguro de lo que es.

—¡Son todas tan hermosas! ¿Alguna vez habías visto tantas bellezas juntas en una misma habitación? ¿Te has fijado en el sacerdote? Y Carlotta parece una muñeca de porcelana y la mujer que te hablaba de este lugar… ¿Cómo se llamaba?

—Olga. Me costaba entenderla cuando hablaba en dialecto…

—Quiero decir que también ella era hermosa. Tal vez sea simplemente que parecen estar tan bien y tan tranquilas. Felices. Salvo Carlotta, que estaba preocupada por una de las viudas, que piensa que está a punto de morir. ¿Sabías que tienen aquí una maternidad?

—No le encuentro demasiada utilidad, teniendo en cuenta que la media de edad de las mujeres es de sesenta y cinco años, más o menos.

—Es para otras mujeres, mujeres que necesitan ayuda, me ha dicho Carlotta, mujeres de las aldeas vecinas. He visto la cocina, Fernando.

—Sí, ya me lo habías dicho —responde con su sonrisa plana tipo buzón.

—Es enorme, con dos hogares, y además cantan mientras cocinan. ¿Te parece que nos podemos quedar unos días?

—No lo sé. Puede que la
signora
no esté dispuesta a prolongar su compasión más de una noche. Además, no pensábamos precisamente en un lugar como éste cuando hablamos de adonde queríamos ir. Estoy de acuerdo en que es un refugio fascinante, pero, ¿no te parece que tanto exceso puede resultar difícil de soportar? Tanta gente, tanta comida, tanto misterio… y tantas rosas, ¡por Dios!

—Me parece que esta Tosca ha creado un santuario, más que un refugio. En realidad, es un universo en miniatura, contenido, utópico a su manera, creo. Una sublimación de refectorio, casa de huéspedes y finca de campo, donde personas que quieren estar juntas vienen a vivir y, de vez en cuando, a morir.

—¿Ha sido la cocina?

—¿Qué es lo que ha sido la cocina?

—Lo que te ha trastornado, mi amor.

—¡No estoy trastornada! Simplemente ha sido una revelación feliz. Es decir, esta es una sociedad que jamás habría creído que pudiera existir.

—Atraviesas uno o dos jardines, te lavas la cara con agua de azahar, te sientas a comer con cincuenta viudas sicilianas, todas con el cabello trenzado, y te transformas. Te conozco. Te pones así cuando pasas por el Rialto. Me di cuenta por primera vez cuando íbamos en el taxi acuático camino del aeropuerto. En aquella ocasión era yo el que te trastornaba.

—Treinta y cuatro. Aquí viven treinta y cuatro viudas. ¿Vas a tener celos de treinta y cuatro viudas?

—Estoy más confundido que celoso. Pensaba que sólo podíamos afectarte Venecia y yo. Por favor, no me digas que estás dispuesta a trenzarte el pelo y vestirte de negro.

—Quedaría muy bien vestida de viuda.

—Quedabas muy bien vestida de novia.

Nos desvestimos, doblamos las mantas y nos echamos en la cama.

—¿Te fijaste en la esmeralda que llevaba al cuello?

—¿Qué esmeralda? ¿Quién?

C
APÍTULO
III

Unos relinchos y el ruido seco y parejo de cascos de caballos sobre la piedra me despiertan antes del amanecer. Estábamos más agotados de lo que pensábamos y hemos dormido de un tirón nuestra primera noche en la villa. Me acerco a la ventana, que todavía está abierta, y veo a dos hombres con ropa de montar. Me parece que uno de ellos es el sacerdote y, al mirar con más atención, creo que tal vez la otra persona no sea un hombre, sino la propia Tosca. Las ramas de los pinos y la oscuridad, que apenas empieza a disminuir, los ocultan y convierten sus voces bajas en una conspiración. Montan y se alejan. Reconozco lo clandestino de la escena, me lavo y me visto y, con las botas en la mano, recorro de puntillas los estrechos corredores y atravieso las alcobas hasta llegar a la puerta. Furtivamente, la abro y la cierro. Me pongo las botas. Y ahora, ¿qué?

Bajo las escaleras y salgo y, siguiendo los perfumes del humo de leña, me dirijo a la tahona. Los hornos deben de llevar horas encendidos, pero no hay indicios de panes levando, ni de ningún panadero. En las mesas de trabajo hay bandejas planas con pistachos y almendras pelados, un tazón de pasas de uva amarillas y otro de relucientes clementinas confitadas; lo que deben de ser dos kilos de mantequilla en una vasija de gres; un bote de azúcar moreno; una jarra de aceite de oliva, una botella de dos litros de ron negro y una barra de un kilo de chocolate de pastelería. Es el día de hacer pasteles. ¡Dios mío!, vuelvo a estar dentro del sueño. Si pudiera encontrar unos cuantos huevos, podría hacer un par de tartas de clementina, rociadas con chocolate negro al ron, una o dos hornadas de galletas de pistacho, unos pasteles de aceite de oliva rellenos de pasta de almendra. Casi bufando de codicia, miro a un lado y a otro de los caminos de grava con la esperanza de averiguar dónde están las viudas, pero no hay nadie. Seguro que están en la cocina. Cuando estoy a punto de subir por el sendero, me llega su cántico flotando desde el jardín de la villa y retrocedo.

Agachadas en la fuente, un grupo de viudas se lavan el pelo. Se lo lavan unas a otras. Riendo y chillando, se echan jarras de agua fría sobre las cabezas llenas de espuma y hay un olor ácido e intenso a limón y a neroli. Con la cabeza envuelta en gruesas toallas blancas, se suman a las demás viudas, que están de pie cerca del magnolio formando dos filas largas: cada una trenza el cabello de la viuda que tiene delante. Extraen peines y horquillas de los bolsillos de los delantales y sus dedos vuelan, separan con rapidez dos partes perfectas, estiran y retuercen el pelo formando trenzas y moños y los montan y los sujetan en forma de óvalos y coronas. Cuando acaban de peinar a la viuda que está primera en la fila, ella se pone en el último lugar para ocuparse del pelo de la última. Cuando todas acaban, se santiguan las unas a las otras, reanudan el canto y se dispersan, cada una a hacer lo que tiene que hacer. La ceremonia les ha llevado tal vez diez minutos y, como en una misa, cada ademán significaba algo. Aunque habían reparado en mi presencia silenciosa, sólo ahora me saludan. Una quiere llevarme al comedor para que desayune; otra me pregunta por Fernando. Quisiera que me trenzaran el pelo. Las miro una a una y formulo la pregunta, pero todas hablan al mismo tiempo y no me prestan atención. Me cojo mechones de pelo y empiezo a retorcerlos y repito la pregunta con los ojos, hasta que, sin mediar palabra, una de las viudas me coge el pelo entre sus manos, lo aparta, a él y a mí, del bullicio y se pone a trabajar. Me temo que soy demasiado alta para que pueda llegarme fácilmente a lo alto de la cabeza y quiero preguntarle si me puedo sentar, pero su solución consiste en colocarse detrás de mí y tirar bien mi cabeza hacia abajo y hacia atrás, curvando mi torso hasta ponerlo a su altura. La dejo hacer sin decir nada. Mientras salmodia, separa en dos partes mi cabello con la uña del pulgar; mientras salmodia, me tira, entreteje y enrosca el pelo y me sujeta cada trenza al cuero cabelludo con una horquilla larga y afilada. Sin dejar de salmodiar, me restriega algo aceitoso entre las trenzas y encima de ellas y se me coloca delante. Me enderezo para mirarla a la cara, dice: «Bellissima» y llama a las pocas que todavía quedan por allí para que me miren. La coincidencia es jubilosa y positiva. No les digo que tengo las sienes tan tirantes que veo doble ni que siento veinte pinchazos donde tengo clavadas las horquillas. Me limito a dar las gracias mientras ellas me santiguan y me conducen al comedor. «Me gusta estar aquí», me digo y me lo repito a mí misma una y otra vez.

Me siento y me bebo el tazón de excelente café que una viuda vierte desde la altura de los hombros, al estilo francés, de una jarra de porcelana blanca al mismo tiempo que vuelca la leche humeante. La poción me salpica un poco los dedos y me lamo el líquido caliente y cremoso para chupar la quemadura. Rebanadas gruesas de pan tostado a la leña se apilan en las cestas y los botes de mantequilla y mermeladas y confituras de todos los colores y texturas cubren las mesas. Desmenuzo mi tostada y sumerjo los trocitos en el café, mientras miro a mi alrededor para ver si reconozco a alguien de la noche anterior. ¿Dónde está Tosca? Descubro que me lo pregunto como si la escena no pudiera estar completa sin ella y eso me sorprende. Vuelvo a salir al jardín, donde dos grupos de viudas se han instalado en torno a unas mesas de trabajo. En una de ellas, cuatro viudas dan las últimas puntadas a mano y cosen los dobladillos de algo que parecen vestidos de fiesta o algún tipo de disfraz. Cuando les pregunto, me responden que se están haciendo «el último vestido». Jamás se permitirían vestidos tan elegantes y llenos de adornos en vida; en cambio, dicen, a su muerte es otra cosa. Mantienen una conversación animada e intercambian oraciones y cánticos con las viudas de la segunda mesa.

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