Un yanki en la corte del rey Arturo (35 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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Resultó ser uno de esos días, tan poco frecuentes en otoño que parece más bien un templado día del mes de junio y es una gloria estar al aire libre. Los invitados llegaron hacia el mediodía, nos reunimos bajo un inmenso árbol y pronto se creó un clima tan amistoso como si fuéramos viejos amigos. Incluso el rey parecía tener menos reservas, aunque al principio le costó algún trabajo acostumbrarse al nombre de Jones. Le había pedido que procurara no olvidar que era granjero, pero también creí prudente recomendarle que no tocase mucho el tema. Era de ese tipo de personas que, de no ser advertido, tiende a meter la pata en esta clase de detalles, con la ayuda de su lengua siempre pronta, su disposición de espíritu y su información poco fiable.

Dowley se encontraba de un humor excelente, en seguida conseguí que se sintiese locuaz y hábilmente fui encaminándole al relato de una historia de la que él era protagonista, su propia historia. Daba gusto quedarse allí sentado escuchando el incesante zumbido de sus palabras. Era uno de esos hombres que han llegado a su posición por su propio esfuerzo. Saben cómo hablar. Son dignos de mayor alabanza que cualquier otra clase de hombres, cosa que además son los primeros en descubrir. Nos contó que de niño se había quedado huérfano, sin dinero y sin un amigo que pudiese echarle una mano. Había vivido como el esclavo del amo más miserable; su jornada de trabajo era de dieciséis a dieciocho horas diarias, y sólo le reportaba el pan de centeno suficiente para mantenerse medio alimentado; sus constantes esfuerzos atrajeron finalmente la atención de un bondadoso herrero, que le dio un susto de muerte al tener la amabilidad de ofrecerle, a pesar de su falta de preparación, la oportunidad de ser su aprendiz durante nueve años, y que le proporcionó alojamiento, vestiduras y le enseñó el oficio o «el misterio», como lo llamaba Dowley. Ése fue su primer gran ascenso, un magnífico golpe de suerte, y era patente que aún no podía hablar de ello sin que le produjese una especie de fascinada admiración, y un gran deleite por el hecho de que un hombre corriente hubiese conseguido encumbrarse de tal manera. Durante su aprendizaje no recibió nuevos vestidos, pero el día de su graduación su jefe le regaló una túnica de estopa totalmente nueva que le hizo sentirse indescriptiblemente rico y refinado.

—Recuerdo ese día —interrumpió el carretero con entusiasmo.

—¡Yo también! —dijo a grandes voces el albañil—. No podía creer que esas ropas te perteneciesen; a fe que no podía.

—¡Tampoco los demás! —exclamó Dowley con ojos brillantes—. Estuve a punto de perder mi honra, ya que los vecinos podían pensar que las había robado. Fue un día grandioso, grandioso, uno de esos días que no se olvidan nunca.

Sí; y su jefe era un hombre muy bueno y afortunado, y dos veces al año ofrecía grandes festines de carne, en los que también había pan blanco, auténtico pan de trigo; de hecho, vivía como un señor, por así decirlo. Y con el tiempo, Dowley tuvo éxito en los negocios y se casó con la hija del jefe.

—¡Y ahora fijaos hasta dónde he llegado! —dijo Dowley en un tono ostentoso—. ¡En mi mesa hay carne fresca dos veces al mes!

Aquí hizo una pausa para que esas palabras cobrasen toda su fuerza, y al cabo agregó:

—Y otras ocho veces carne salada.

—Lo cual es muy cierto —dijo el carretero con la respiración agitada.

—Lo he visto con mis propios ojos —corroboró el albañil con la misma veneración.

—En mi mesa hay pan blanco todos los domingos del año —añadió el herrero con solemnidad—. Dejo a vuestra conciencia, amigos míos, reconocer que esto que digo es cierto.

—¡Por mi cabeza que sí! —exclamó el albañil.

—Yo podría dar testimonio, y lo doy—dijo el carretero.

—Y en cuanto al mobiliario, vosotros mismos podéis dar fe de lo que poseo.

Hizo con su mano un ademán como si garantizara una total libertad de palabra y añadió:

—Podéis hablar como os plazca; como si yo no estuviese aquí.

—Poseéis cinco taburetes trabajados con el más depurado esmero, aunque en vuestra familia sólo seáis tres —dijo el carretero con profundo respeto.

—Y seis copas de madera, seis fuentes de madera y dos de peltre para comer y beber —dijo el albañil, impresionado—. Y lo digo a sabiendas de que Dios me juzga y de que no hemos de vivir aquí por siempre, sino que en el último día tendremos que rendir cuentas de todo lo que hemos dicho, de lo falso como de lo verdadero.

—Ahora ya sabéis qué clase de hombre soy, hermano Jones —dijo el herrero con amistosa condescendencia—, y descubriréis sin duda cuán celoso soy del respeto que merezco y qué poco amigo de gastarme el dinero con extraños hasta no estar seguro de su valor y calidad, pero, a ese respecto, no tenéis de qué preocuparos, porque con vosotros no daré importancia a estas cuestiones; al contrario, estoy dispuesto a confraternizar con todo el que tenga un buen corazón como si de un igual se tratase sin importarme su situación social. Y, como prueba de ello, aquí está mi mano; y afirmo con mis propios labios que somos iguales… Sí, iguales.

Así diciendo, sonrió a los presentes con la satisfacción de un dios benevolente que está haciendo una buena obra y es consciente de ello.

El rey cogió la mano que se le tendía con mal disimulada desgana y se deshizo de ella con el mismo gusto con que una mujer se deshace de un pescado; gesto que causó un efecto positivo al ser interpretado como el lógico azoramiento de quien se siente deslumbrado ante tanta grandeza.

En este momento, la dama sacó la mesa y la colocó debajo del árbol. Causó una visible sorpresa, ya que no cabía duda de que la suntuosa adquisición era completamente nueva. Pero la sorpresa fue aún mayor cuando la dama, rezumando una indiferencia que traicionaban sus ojos iluminados por la vanidad, desdobló lentamente un auténtico, irrefutable mantel, y lo extendió. Esto sobrepasaba incluso las grandezas domésticas que podía permitirse un herrero, y fue un duro golpe para él; era obvio. Pero lo que también resultaba claro era que Marco estaba en el paraíso. Seguidamente la mujer sacó dos flamantes taburetes nuevos. ¡Vaya, eso sí que causó sensación! Se notaba en los ojos de todos los invitados. Entonces sacó otros dos, con toda la calma de que fue capaz. Nueva sensación, acompañada esta vez de murmullos de incredulidad. La mujer se sentía tan orgullosa cuando apareció con dos más, que en lugar de caminar parecía estar volando. Los invitados se habían quedado petrificados. Por fin habló el albañil:

—No sé qué tienen las pompas mundanas, que le mueven a uno a reverencia.

Cuando la mujer se retiró, Marco no pudo resistir dar el golpe de gracia, ahora que los tenía postrados de admiración, y con lo que pretendía ser una compostura lánguida, pero que en realidad era sólo una pobre imitación, dijo:

—Con eso es suficiente: no hace falta que saques el resto. ¡Conque aún quedaban más! El efecto fue soberbio. Yo mismo no hubiera podido hacerlo mejor.

A partir de aquel momento, la mujer fue acumulando sorpresa tras sorpresa con una velocidad tal, que el asombro general alcanzaba los sesenta grados a la sombra, a la vez que su expresión oral se iba reduciendo a «Ohs» y «Ahs» entrecortados y a una muda elevación de ojos y manos. Aparecieron con la vajilla, nueva y abundante, las no menos nuevas copas de madera, así como otros utensilios de mesa; también cerveza, pescado, pollo, un ganso, huevos, ternera asada, cordero asado, un jamón, un cochinillo asado y auténtico pan de trigo en cantidad. No es exagerado decir que aquella gente no había contemplado un despliegue semejante en sus vidas. Y mientras permanecían allí sentados, como idiotizados por la admiración y el respeto, ejecuté con la mano un movimiento pretendidamente accidental, que provocó que el hijo del tendero apareciese como caído del cielo y dijese que venía a cobrar.

—De acuerdo —dije con indiferencia—. ¿Cuánto es todo? Léeme la lista.

Entonces se dispuso a leerla, mientras los tres hombres lo escuchaban sin salir de su asombro. Cálidas olas de satisfacción envolvían mi alma, mientras olas de terror y admiración se apoderaban de Marco.

«2 libras de sal 200

4 docenas de litros de cerveza de barril 800

3 fanegas de trigo 2.700

2 libras de pescado 100

3 gallinas 400

l ganso 400

3 docenas de huevos 150

1 porción de ternera asada 450

1 porción de cordero asado 400

1 jamón 800

1 lechoncillo 500

2 vajillas 6.000

2 trajes de hombre y ropa interior 2.800

1 pieza de tela, 1 túnica de lana y ropa interior 1.600

8 copas de madera 800

Varios utensilios de mesa 10.000

1 mesa de comedor 3.000

8 taburetes 4.000

2 pistolas de aire comprimido, cargadas 3.000»

Entonces se detuvo. Se produjo un terrible silencio. Nadie movió ni un músculo. Parecía como si ni siquiera respirasen.

—¿Eso es todo? —pregunté en un tono de voz perfectamente calmo.

—Todo, señor, salvo que ciertos artículos de poca monta están incluidos dentro de la misma denominación genérica. Pero si es vuestro deseo saber…

—Carece de importancia —dije, acompañando mis palabras con un gesto que denotaba la más profunda indiferencia—; dame la suma total, por favor.

El dependiente trató de mantenerla compostura apoyándose en el árbol y dijo:

—Treinta y ocho mil cien milréis.

El carretero se cayó de su taburete; los demás se sujetaron a la mesa para no correr la misma suerte y se oyó una profunda exclamación general:

—¡Que Dios nos asista en el día del desastre! El dependiente se apresuró a decir:

—Mi padre me ha encargado que os haga saber que, honestamente, no espera que le paguéis todo de una vez, por lo que sólo os suplica…

Le presté la misma atención que hubiera dedicado a una ligera brisa y, con un aire tan indiferente que rozaba la desgana, saqué mi dinero y coloqué cuatro dólares sobre la mesa. ¡Con qué cara se quedaron mirando!

El dependiente estaba tan atónito como encantado. Me pidió que retuviera uno de los dólares como depósito hasta que pudiera ir a la ciudad y… Le interrumpí:

—¡Cómo! ¿Para devolverme nueve centavos? Tonterías. Llévatelo todo y quédate con el cambio.

Pudo percibirse un murmullo de estupor que equivalía a algo así:

—¡Verdaderamente, este hombre está forrado de dinero! Lo tira como si fuera basura.

El herrero estaba totalmente abatido.

El dependiente cogió su dinero y desapareció borracho de felicidad. Les dije a Marco y a su mujer:

—Buena gente, este pequeño detalle es para vosotros —y extendí las pistolas de aire comprimido, como si no tuviesen la menor importancia, a pesar de que cada una contenía quince centavos en metálico; y mientras las pobres criaturas se debatían entre el aturdimiento y la gratitud, me volví hacia los otros y les dije con la tranquilidad de quien pregunta la hora:

—Espero que todos estemos listos, porque la cena lo está. Manos a la obra.

¡Ah! Fue sencillamente perfecto. Nunca he preparado mejor la situación ni he sacado un partido tan espectacular de los materiales existentes. En fin; el herrero estaba totalmente apabullado. ¡Cielos! No me hubiera gustado estar en su pellejo por nada de este mundo. Había fanfarroneado y se había jactado del gran festín de carne que organizaba dos veces al año, de que comía carne fresca dos veces al mes, carne salada dos veces por semana y pan blanco todos los domingos del año, para una familia de tres personas, por un importe anual que no superaría los sesenta y nueve centavos, dos décimos de centavo y seis milréis, cuando de repente aparece un hombre que desembolsa de golpe cuatro dólares y al que además parece fastidiarle tener que andar con cantidades tan despreciables. Sí; Dowley parecía bastante contrariado, encogido y postrado. Tenía un aspecto semejante al de un balón de goma tras ser pisoteado por una vaca.

33. La economía política en el siglo VI

Sea como fuere, hice un esfuerzo por ponerlo de mi parte y, antes de que hubiésemos consumido una tercera parte de la comida, había logrado contentarlo de nuevo. No era una tarea difícil en un país organizado en categorías y castas. Lo que pasa en un país con semejante organización es que el hombre nunca llega a ser hombre, lo es tan sólo en parte, no se desarrolla del todo. Le demuestras a un hombre que eres superior a él por tu situación social, linaje o fortuna, y se rinde a tus pies. Después de eso, ya no podrás insultarlo. No, no es eso exactamente lo que quería decir; por supuesto que puedes insultarlo; pero quería señalar que es difícil, de modo que, a no ser que dispongas de mucho tiempo ocioso, no vale la pena intentarlo. Ahora contaba con el respeto incondicional del herrero, pues aparentemente yo era inmensamente afortunado y rico. Y hubiese conseguido su adoración de haber estado en posesión de cualquier titulillo nobiliario. No sólo la suya, sino la de cualquier habitante del país aunque él fuese el mayor portento que habían conocido los siglos en cuanto a inteligencia, carácter y valores personales, y yo fuese una verdadera ruina a todos esos niveles. Pero las cosas serían así mientras Inglaterra existiese sobre la faz de la tierra. Imbuido del espíritu de la profecía, podía adentrarme en el futuro y ver cómo este país erigiría estatuas y monumentos a sus execrables Jorges y a una serie de nobles allegados a la corte y no rendiría honores a quienes, después de Dios, han creado este mundo: Gutenberg, Watt, Arkwright, Whitney, Morse, Stephenson, Bell.

El rey dio buena cuenta de sus raciones y luego, como la conversación no abordaba conquistas o temibles duelos, fue adormeciéndose hasta que por fin se retiró a echar una cabezada. La señora Marco despejó la mesa, situó el barril de cerveza de tal forma que lo tuviéramos a mano y se fue a cenar las sobras en humilde intimidad; el resto de nosotros pronto estuvimos enfrascados en aquellos asuntos que más atañen a la gente de nuestra condición: negocios y salarios, por supuesto. A primera vista, aquel pequeño reino tributario, cuyo soberano era el rey Bagdemagus, parecía increíblemente próspero en comparación con mi propia región. Aquí el «proteccionismo» estaba totalmente arraigado, mientras que nosotros avanzábamos poco a poco hacia el mercado libre, y ya nos encontrábamos a mitad de camino. Al poco rato, Dowley y yo llevábamos la conversación, mientras los demás escuchaban con avidez. Dowley se fue entusiasmando a medida que hablábamos, creyó percibir que se encontraba en una situación ventajosa, y empezó a hacerme preguntas que pensó me parecerían extrañas y que, en efecto, lo eran.

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