Una frágil y delgada muchachita de unos quince años se recostaba en su pecho. Estaba semiinconsciente, moría de viruela. Esto sí que era heroísmo, en sus últimas y más nobles posibilidades, hasta sus cotas más altas.
Equivalía a enfrentarse a la muerte en campo abierto, desarmado, con todas las probabilidades en contra, en una batalla sin recompensa, sin la presencia de un admirado público vestido con sedas e hilos de oro, dispuesto a vitorear y aplaudir y, sin embargo, el rey lo hacía con la misma serena valentía que mostraba en esas otras batallas de menos importancia en las que se enfrentan los caballeros en igualdad de condiciones y cubiertos por el acero protector. En aquel momento el rey era grande, sublimemente grande. A las toscas estatuas de sus antepasados que se encontraban en el palacio se les debería añadir una estatua más; yo mismo me ocuparía de ello…, pero no sería, como el resto, la de un rey revestido con su armadura matando a un gigante o a un dragón, sino la de un rey vestido humildemente y llevando a la muerte en sus brazos para que una madre campesina tuviera el consuelo de mirar a su hija por última vez.
El rey depositó a la muchacha al lado de su madre, quien la acogió con prolijos abrazos y con las expresiones de ternura de un corazón desbordado, todo esto provocaba un lejano destello de luz en los ojos de la criatura, pero nada más. La madre se aferraba a ella, besándola, acariciándola y suplicándole que dijese algo, pero aquellos labios se movían sin que de ellos brotase sonido alguno. Saqué de la mochila mi frasco de licor para ofrecerle de beber, pero la madre me lo prohibió, diciendo:
—No…, ahora no sufre, y es mejor así. Esa bebida podría traerla de regreso a la vida, y alguien tan bondadoso y tan amable como vos no querría causarle tan cruel daño. Pues decidme, ¿para qué habría de vivir? Sus hermanos ya no están, su padre ya no está, a su madre no le queda mucho, y entonces recaería sobre ella todo el peso de la maldición de la Iglesia. Nadie podría darle cobijo ni ayuda, aunque se hallase agonizante en medio del camino.
Está desamparada. No os he preguntado, buen hombre, si su hermana, la que yace ahí arriba, aún vive. No ha hecho falta, pues de seguir con vida hubieseis regresado por ella para no dejarla abandonada…
—Descansa en paz —interrumpió el rey con un murmullo. —Es preferible que así sea. ¡Qué rico en felicidad es este día! Ay, mi Annis, no tardarás en reunirte con tu hermana…, ya estás en camino y estos amigos caritativos no habrán de impedirlo.
Y diciendo esto reanudó sus susurros y arrullos, acariciando suavemente la cara y el cabello de la joven, besándola y llamándola por los nombres más cariñosos, pero apenas se percibía respuesta alguna en aquellos ojos vidriosos. Vi que en los ojos del rey había lágrimas y que algunas comenzaban a resbalar por sus mejillas.
También la mujer se dio cuenta y dijo:
—Ah, conozco bien esa señal: tenéis una mujer en casa, alma desdichada, y muchas veces os habéis acostado hambrientos para que los pequeños pudiesen comer un mendrugo de pan. Sabéis bien lo que es la pobreza, las injurias cotidianas de vuestros superiores y la mano dura tanto de la Iglesia como del rey.
El rey se estremeció al recibir aquella certera, aunque involuntaria, descarga, pero no dijo nada; estaba aprendiendo su papel y no lo interpretaba del todo mal, si se tiene en cuenta que era un principiante algo obtuso.
Con el fin de cambiar de conversación le ofrecí a la mujer comida y licor, pero rechazó ambas cosas. No permitiría que nada se interpusiese entre ella y el alivio que la muerte le concedería. Entonces desaparecí un momento, bajé del desván a la criatura muerta y la coloqué junto a su madre. De nuevo la mujer perdió el control de sí misma y se produjo una escena desgarradora. Al cabo de un rato, y con la intención de que se calmara un poco, la persuadí de que nos relatara algo de su historia.
—Mi historia no es diferente de la vuestra; también la habréis sufrido, pues ciertamente nadie de nuestra condición se libra de ella en Inglaterra. Es el mismo y viejo cuento de siempre. Mi marido y yo luchamos, nos esforzamos y triunfamos, entendiendo por triunfo que fuimos capaces de sobrevivir, pues no se puede pedir más.
Ninguno de los problemas que habíamos tenido que enfrentar consiguió hundirnos, pero este año nos trajo todas las desventuras; nos cayeron todas encima al mismo tiempo, por así decirlo, y nos aplastaron. Veréis, hace unos años el señor del feudo mandó plantar ciertos árboles frutales en nuestras tierras, y en la mejor parte además, una injusticia atroz, una vergüenza…
—¡Pero estaba en su derecho! —prorrumpió el rey.
—Nadie lo niega, claro está, pues lo que implica la ley es que lo del señor es suyo y lo mío también es suyo.
Teníamos las tierras en arriendo, por lo que en realidad era como si le perteneciesen, y podía disponer de ellas a su antojo. Hace poco sucedió que tres de esos árboles aparecieron talados. Nuestros tres hijos mayores, despavoridos, corrieron a dar cuenta del crimen. Pues bien, en las mazmorras de su señoría se hallan y ha dicho que allí se quedarán hasta que confiesen o se pudran. Nada tienen que confesar, siendo como son inocentes, así que allí permanecerán hasta la muerte. Sabéis bien cómo suele ocurrir, supongo. Imaginad el estado en el que quedamos: un hombre, una mujer y dos criaturas para recoger una cosecha que había sido pateada por un grupo mayor y más vigoroso, sí, y además protegerla día y noche de las palomas y de los animales depredadores, a los que no podemos hacer daño alguno, pues se consideran sagrados para gente de nuestra condición. Cuando la cosecha de su señoría estaba casi a punto para la recolección, también lo estaba la nuestra. Y cuando hizo sonar la campana para que acudiésemos a sus campos a segar sin recibir nada a cambio no permitió que las dos niñas y yo reemplazáramos a mis tres hijos cautivos; sólo contábamos por dos de ellos y debíamos pagar una multa diaria por el que faltaba. Mientras tanto, nuestra cosecha se echaba a perder, pues no había quien se pudiese hacer cargo de ella. Entonces tanto el cura como su señoría nos multaron por el perjuicio que estábamos ocasionando a las partes que les correspondían. Cuando llegó el momento en que las multas eran superiores al valor de la cosecha… se la quedaron toda. Se la quedaron toda y nos obligaron a recogerla, sin pagarnos nada y sin darnos de comer, aunque nos moríamos de hambre. Luego vino lo peor: fuera de mis cabales por el hambre, la pérdida de mis hijos, el dolor de ver vestidos con andrajos a mi marido y a mis pequeñas hijas, miserables, desesperados, proferí una grave blasfemia, ¡ah, una y mil!, contra la Iglesia y sus métodos. Ocurrió hace diez días. Ya había contraído este mal y dije las terribles palabras en presencia del cura, pues había venido a reprenderme por no exhibir la debida humildad ante la mano justiciera de Dios. Informó a sus superiores de mi transgresión. Me negué a retirar mis palabras, y al poco tiempo cayó sobre mí y sobre los míos la maldición de Roma. Desde ese día, la gente nos evita y nos da la espalda con horror. Nadie se ha acercado a esta choza para saber si seguíamos con vida o no. Todos los otros cayeron enfermos con el mismo mal; entonces yo, como esposa y como madre, hice acopio de fuerzas y me levanté. Muy poco hubiesen podido comer de cualquier modo; ahora no había nada.
Pero podía darles agua. ¡Cómo la imploraban! ¡Cómo la bendecían! Hasta que llegó el final; las fuerzas me abandonaron. Fue ayer cuando, por última vez, vi con vida a mi marido y a ésta, la menor de las niñas. Aquí he permanecido tumbada todas estas horas, que me han parecido siglos, escuchando, escuchando, atenta a cualquier sonido allá arriba que…
Lanzó una mirada rápida, intensa, a su hija mayor y gritó:
—¡Ay, pequeña mía!
Estrechó levemente entre sus brazos protectores a aquella forma que empezaba a ponerse rígida. Había reconocido el estertor de la muerte.
A medianoche todo había terminado y nos encontrábamos en presencia de cuatro cadáveres. Los cubrimos con los harapos que encontramos en la choza y, después de cerrar la puerta, nos alejamos de allí. La tumba de aquella gente sería su propia casa, ya que no podrían tener sepultura cristiana ni serían admitidos en un camposanto. Eran como perros, bestias salvajes, leprosos, y ninguna persona que valorase su esperanza en la vida eterna se arriesgaría a perderla mezclándose del modo que fuese con aquellos parias desgraciados y malditos.
Sólo habíamos dado unos pasos cuando escuché un rumor como de pisadas sobre la arena. Por poco se me sale el corazón. Nadie debía vernos salir de aquel sitio. Tiré de la túnica del rey y retrocedimos para ocultarnos detrás de una esquina de la choza.
—Estamos a salvo —dije—, pero nos hemos escapado por los pelos, por así decirlo. Si la noche estuviese más clara, sin duda nos habría visto, pues parecía estar muy cerca.
—Por fortuna, se trataba de un animal, y no de un hombre.
—Cierto. Pero sea un hombre o una bestia, lo más prudente es quedarnos aquí un minuto y dejar que pase y siga su camino.
—¡Escuchad! Ahora viene hacia aquí.
Otra vez cierto. Las pisadas se acercaban a nosotros… Sí, se dirigían directamente a la cabaña. En ese caso tenía que tratarse de un animal, así que hubiésemos podido ahorrarnos el susto. Estaba a punto de apartarme, pero el rey me detuvo tomándome por el brazo. Hubo un momento de silencio y luego escuchamos un golpe suave en la puerta de la choza. Me estremecí. Se repitió la llamada y en seguida escuchamos estas palabras pronunciadas con voz cautelosa:
—¡Madre! ¡Padre! Abrid… Estamos libres y traemos noticias que harán palidecer vuestros rostros, pero que alegrarán vuestros corazones. ¡No hay tiempo que perder, tenemos que huir! Y.. Pero ¿por qué no contestáis? ¡Madre! ¡Padre!
Conduje al rey al otro extremo de la choza y susurré:
—Venid, ahora podemos volver al camino.
El rey vaciló, se disponía a objetar algo, pero en ese momento escuchamos que la puerta cedía y supimos que aquellos desdichados se encontrarían en presencia de sus muertos.
—Venid, majestad, en un instante van a encender una luz y entonces escucharíais cosas que os desgarrarían el corazón. Esta vez no vaciló. En cuanto estuvimos en el camino eché a correr y, dejando a un lado su dignidad, el rey hizo lo mismo después de un momento. Yo no quería pensar en lo que estaría ocurriendo en la choza, no podría soportarlo, necesitaba apartarlo de mi mente y por ello comencé a hablar de lo primero que me vino a la cabeza.
—Yo he padecido ya la enfermedad de la cual ha muerto aquella gente, así que no tengo nada que temer, pero si vos no la habéis tenido…
Me interrumpió para decirme que estaba preocupado y que era su conciencia la que le acuciaba:
—Esos jóvenes han dicho que están en libertad… ¿Pero, cómo? No es probable que su señor los haya liberado.
—Ah, no, no me cabe la menor duda de que se han escapado.
—Eso es lo que me preocupa; me temo que haya sido así, y ahora me lo confirma el hecho de que también vos lo temáis.
—Yo no utilizaría ese término, sin embargo. Sospecho que se han escapado, pero si ha sido así no lo lamento en absoluto.
—Tampoco yo lo lamento, creo, pero…
—¿Entonces qué os ocurre? ¿Qué motivo de preocupación puede existir?
—Si, en efecto, se han escapado, estamos obligados por la ley a aprehenderlos y llevarlos de nuevo ante su señor, pues no está bien que alguien de su rango sufra tan insolente ultraje y vilipendio por parte de personas de tan baja condición.
Ya estábamos de nuevo con las mismas. Sólo podía ver las cosas desde su punto de vista. Así había nacido, así había sido educado, por sus venas corría una sangre ancestral envenenada con ese género de brutalidad inconsciente que había ido pasando hereditariamente a través de una larga procesión de corazones, cada uno de los cuales había aportado algo para contaminar el flujo. Para él resultaba normal e inofensivo encarcelar a aquellos hombres sin prueba alguna, dejando que los suyos muriesen de hambre, pues no eran más que unos campesinos sujetos a la voluntad o al capricho de su señor feudal, por más terribles que esa voluntad o los muchos caprichos pudiesen ser. Pero que estos hombres se evadiesen de su injusto cautiverio constituía un insulto y un gran atropello, algo que desde luego no podía ser tolerado por una persona íntegra, consciente de sus deberes para con su sagrada casta.
Me costó más de media hora lograr que cambiase de tema y probablemente no lo hubiese conseguido de no ser por un acontecimiento imprevisto: al llegar a la cumbre de una pequeña colina algo atrajo nuestras miradas… Se trataba de un resplandor rojo en la distancia.
—Eso es un incendio —dije.
Los incendios me interesaban considerablemente, pues ya había dado los primeros y decididos pasos para poner en marcha una compañía de seguros, y además había empezado a adiestrar a algunos caballeros y a construir máquinas de vapor con vistas a la creación eventual de una brigada de bomberos subvencionados. Los curas se oponían a mis seguros contra incendio y a mis seguros de vida, aduciendo que se trataba de un intento insolente de entorpecer los designios de Dios. Si les señalabas que estas iniciativas no entorpecían en lo más mínimo esos designios, sino que sólo modificaban sus terribles consecuencias cuando te hacías una póliza y tenías suerte, te respondían que aquello equivalía a especular con los designios divinos, lo cual era igualmente pernicioso. Se las arreglaron para perjudicar dichas empresas en mayor o menor grado, pero logré compensar el desaguisado con el seguro contra accidentes. Por regla general, un caballero andante es un bobalicón, a veces incluso un imbécil y, por lo tanto, terreno abonado para los locuaces propagadores de supersticiones, pero hasta un caballero podía darse cuenta de vez en cuando del aspecto práctico de algún asunto por lo que en los últimos tiempos era dificil hacer la limpieza después de un torneo y reunir los despojos para dilucidar los resultados, sin encontrar dentro de cada yelmo una de mis pólizas contra accidentes.
Nos quedamos allí un buen rato, en medio de la quietud y la espesa oscuridad, observando el destello rojo en la distancia e intentando interpretar el significado de un lejano murmullo que aparecía a intervalos y volvía a extinguirse en la noche. A veces se hacía más fuerte y por un momento parecía menos remoto, pero cuando esperábamos ansiosamente que iba a revelarnos su causa y naturaleza, se apagaba y se perdía, llevándose su misterio. Comenzamos a descender la colina en esa dirección, pero el camino serpenteante nos sumergió inmediatamente en una densa oscuridad, una oscuridad apretadamente encajonada entre dos paredes de altos árboles. Recorrimos a tientas poco más de medio kilómetro, mientras el murmullo se hacía cada vez más claro y la tormenta que amenazaba se hacía cada vez más inminente, anunciándose con esporádicas ráfagas de viento frío, relámpagos incipientes y algún trueno distante y amortiguado. Yo caminaba delante. Tropecé con algo…, algo suave y pesado que cedió levemente ante el empuje de mi peso. En ese preciso momento un relámpago nos iluminó y pude ver a unos centímetros de donde yo estaba el rostro contorsionado, atormentado, de un hombre que colgaba de un árbol. ¡Era una escena horripilante! Seguidamente se oyó un trueno ensordecedor, se abrió la bóveda celeste y comenzó a caer un diluvio. De todos modos me parecía que debíamos cortar la soga de la que pendía el hombre, por si aún quedaba un aliento de vida, ¿no creéis? Ahora los rayos eran intermitentes, alternando con frecuencia inusitada el mediodía y la medianoche.