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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (30 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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—Perdonad, mi rey, pero no hay tiempo para ceremonias. ¡Saltad! ¡Poneos de pie! ¡Se acerca gente de calidad!

—¿Y ello os asombra? Que se acerquen.

—Pero, alteza, no os pueden ver sentado. Levantaos y adoptad una postura humilde mientras pasan. Recordad que sois un campesino.

—Es cierto. Lo había olvidado, absorto como estaba en planear una terrible guerra contra los galos…

En ese momento se ponía de pie, pero más rápidamente hubiese subido una granja con un aumento de precios en los bienes raíces.

—En aquel instante, un pensamiento se interpuso farragosamente en mi majestuoso sueño de…

—Una actitud más humilde, milord gentil rey, y deprisa. ¡Bajad la cabeza! ¡Más!… ¡Aún más! Tiene que estar muy gacha…

Lo hizo como mejor pudo, pero sabe Dios que no era suficiente. Parecía tan humilde como la Torre Inclinada de Pisa. Era lo más que se podía decir. De hecho, tuvo un éxito tan estrepitosamente escaso que provocó ceños de perplejidad en toda la comitiva e incitó a un airoso lacayo que caminaba a la zaga a levantar el látigo contra él.

Tuve el tiempo justo de saltar y colocarme debajo cuando éste cayó. Escudándome en las sonoras carcajadas que siguieron le recomendé al rey con firmeza que no lo tuviese en cuenta. De momento conseguí calmarlo, aunque no fue tarea fácil, pues hubiera querido tragarse a la comitiva entera.

—Pondría fin a nuestras aventuras cuando apenas han comenzado —dije—. Además, completamente desarmados nada podríamos hacer contra una banda armada. Si queremos que nuestra empresa prospere no sólo tenemos que parecer campesinos, sino también actuar como si lo fuéramos.

—Sabiamente has hablado, sir Jefe; nadie podría negarlo. Prosigamos. Observaré y aprenderé mejor y haré lo mejor que pueda.

Cumplió su palabra e hizo las cosas como mejor pudo, pero los he visto mejores. Como un chiquillo inquieto, descuidado y emprendedor, que pasa el día saltando de una travesura a otra mientras la preocupada madre tiene que estar siempre pendiente de él, salvándole por los pelos de ahogarse o romperse la crisma con cada nuevo experimento, así estábamos el rey y yo.

Si hubiera imaginado que las cosas iban a tomar este cariz, lo hubiese pensado antes de comprometerme a acompañarlo. Si a alguien le apetece ganarse la vida paseando a un rey disfrazado de campesino que lo haga.

Más a gusto me sentiría adiestrando fieras salvajes, y seguramente sobreviviría más tiempo. Así, pues, durante los tres primeros días no le permití entrar en choza o cobijo alguno. Nos vimos confinados a pequeñas posadas y a caminos menores, lugares donde correríamos menos riesgo de que el rey fuese descubierto durante los comienzos de su noviciado. Sí, es cierto que hizo todo lo que pudo, pero ¿y qué? A mí no me pareció que mejorase lo más mínimo.

Me ponía nervioso constantemente, pues irrumpía con las ideas más disparatadas en los sitios y ocasiones más inesperados. El segundo día, al atardecer, ¡qué otra cosa se le ocurre hacer sino sacar un puñal de entre sus vestiduras!

—¡Rayos y centellas, mi señor! ¿Dónde lo habéis conseguido?

—De un contrabandista que se encontraba anoche en la posada.

—Pero, ¡por vida mía! ¿Qué os impulsó a comprarlo?

—Hemos escapado de varios peligros con astucia… con tu astucia, pero he pensado que sería prudente que yo también lleve un arma. Por si la tuya fallase en un apuro.

—Pero a las gentes de nuestra condición no les está permitido llevar armas. ¿Qué diría un señor o cualquier otra persona de diferente condición si sorprendiese a un insolente campesino en posesión de un puñal?

Fue una suerte que no pasase nadie por allí en ese momento. Al final le convencí de que se deshiciese del puñal, pero no fue más fácil que convencer a un niño de que desista de ensayar una brillante y novedosa manera de matarse. Caminamos un rato en silencio, cavilando, hasta que dijo el rey:

—Cuando veis que estoy pensando algo que resulta inconveniente o que encierra algún peligro, ¿por qué no me lo advertís para que ceje en el empeño?

Era una pregunta sorprendente y me quedé estupefacto. No supe cómo tomarla ni qué contestar, así que terminé por soltar un comentario bastante obvio:

—Pero, majestad, ¿cómo podría saber cuáles son vuestros pensamientos?

Esta vez fue el rey quien se quedó atónito, y se detuvo para mirarme fijamente.

—Creía que erais más poderoso que Merlín, y verdaderamente lo sois en la magia. Pero la profecía es aún más importante que la magia, y Merlín es un profeta.

Me di cuenta de que había dado un patinazo y que debía recuperar el terreno perdido. Después de una profunda reflexión y un meticuloso planteamiento dije:

—Alteza, me habéis malinterpretado. Me explicaré. Existen dos clases de profecía. Por un lado, hay quien posee el don de predecir cosas que están a punto de ocurrir, pero, por otro, hay quien posee el don de anticipar cosas cuando van a suceder en las futuras eras y siglos. ¿Cuál de las dos clases creéis que requiere mayor talento?

—La última, sin lugar a dudas.

—Muy cierto. ¿La posee Merlín?

—En parte, sí; predijo misterios sobre mi nacimiento y futuro reinado con veinte años de antelación.

—¿Pero alguna vez ha ido más lejos?

—No creo que lo pretendiese.

—Probablemente sea su límite. Todos los profetas tienen su límite. El de algunos de los grandes profetas ha sido de cien años.

—Éstos deben de ser pocos, supongo.

—Ha habido dos más brillantes aún, cuyos límites eran de cuatrocientos y de seiscientos años, y uno solo que alcanzó los setecientos veinte años.

—¡Dios bendito, qué prodigio!

—Sí, ¿pero qué son ellos en comparación conmigo? No son nada.

—¿Qué? ¿Pero podéis realmente ver más allá de un período de tiempo tan dilatado como…?

—¿Setecientos años? Majestad, tan clara como la visión del águila es la de mi ojo profético, que penetra y desentraña lo que sucederá durante los próximos trece siglos y medio.

Al oír esto el rey fue abriendo lentamente los ojos, hasta ponerlos tan grandes que desplazaban la atmósfera a su alrededor unos cuantos milímetros. Con esta revelación me deshacía de la posible competencia del colega Merlín. En este país uno nunca tenía la oportunidad de probar lo que decía. Bastaba con formularlo. A nadie se le ocurría nunca poner una afirmación en tela de juicio.

—Ciertamente —proseguí—, podría hacer las dos clases de profecía, la larga y la corta, si me tomase la molestia de seguir practicando ambas, pero generalmente ejercito la larga, por considerar que la otra está por debajo de mi dignidad. Es más apropiada para los magos del tipo de Merlín…, profetas de corto vuelo, como los llamamos los de la profesión. Por supuesto que de vez en cuando me pica la curiosidad y jugueteo con alguna profecía de corto alcance, pero es algo que no ocurre muy a menudo. De hecho, casi nunca. Recordaréis que a vuestra llegada al valle de la Santidad se hablaba mucho de cómo yo había profetizado el viaje e incluso la hora exacta en que llegaríais, con dos o tres días de anticipación.

—Desde luego que sí. Ahora lo recuerdo.

—Pues bien, me hubiera resultado cuarenta veces más fácil y hubiese podido añadir miles de detalles más si estuviese pronosticando un suceso que distase quinientos años en lugar de dos días.

—¡Es increíble que pueda ser así!

—Sí; un verdadero experto siempre puede predecir con mayor facilidad un hecho que ocurrirá dentro de quinientos años que algo que se va a producir quinientos segundos más tarde.

—Sin embargo, la razón diría que ha de ser al contrario. Debería ser quinientas veces más fácil predecir los hechos más cercanos que los lejanos, ya que por su proximidad incluso alguien sin talento puede casi verlos. En verdad que las leyes de la profecía se contradicen con las de la probabilidad de la forma más extraña, convirtiendo en fácil lo difícil y en difícil lo fácil.

¡Cuánta sabiduría albergaba aquella real cabeza! El gorro de un campesino no resultaba un disfraz muy seguro.

Bastaría con escuchar su inteligencia en funcionamiento para descubrir que se trataba de un rey, así tuviese la cabeza parapetada bajo un casco de buzo.

Había adquirido un nuevo oficio, que por cierto tendría ocasión de practicar con frecuencia. El rey estaba tan ansioso por enterarse de lo que iba a suceder en los próximos trece siglos como si fuese a vivirlos. A partir de ese momento hice tantas profecías para satisfacer la demanda que por poco dejo mi pelo en prenda. En mis tiempos había hecho cosas indiscretas, pero este asunto de fingirme profeta era peor que cualquier otra. Fuera como fuese, tenía sus compensaciones. Un profeta no necesita tener cerebro. Por supuesto que es bueno tenerlo para las exigencias cotidianas de la vida, pero a la hora de trabajar carece de utilidad. Es una de las vocaciones más descansadas que existen. Cuando te invade el espíritu de la profecía, sencillamente tienes que desembarazarte de tu intelecto y dejarlo reposar en un sitio fresco, y en seguida liberar tu mandíbula y dejarla a su aire, dado que es autosuficiente. El resultado será una profecía.

Todos los días nos cruzábamos con algún caballero andante y su sola visión inflamaba al rey de espíritu marcial. Estoy seguro de que, si yo no lo hubiese apartado a tiempo del camino, cada vez se habría dejado llevar por su entusiasmo, dirigiéndose a ellos en un estilo que habría traicionado su verdadera identidad. Desde el momento en que se plantaba muy firme, fijaba en ellos su mirada con un destello de orgullo y se le hinchaban los agujeros de la nariz como los de un caballo de guerra, yo sabía perfectamente que estaba deseando batirse con ellos.

Hacia las doce del tercer día hice un alto en el camino para tomar una precaución que resultaba muy oportuna, teniendo en cuenta el latigazo que había recibido dos días antes, y una precaución que no había vuelto a tomar, reacio a sentar un precedente, pero que ahora me acababa de venir a la cabeza. Caminaba en ese momento descuidadamente, con las mandíbulas batientes y el intelecto en descanso, pues estaba profetizando, cuando tropecé y caí al suelo. Me llevé tal susto que por un momento fui incapaz de pensar. Con mucha suavidad y cuidado me levanté y me quité la mochila. Tenía guardada allí la bomba de dinamita, envuelta en lana y dentro de una caja. Había pensado que podía ser conveniente llevarla, que podría darse el caso de que me fuese útil para obrar un milagro espectacular. Es posible, pero me ponía nervioso llevarla encima, y no me hacía mucha gracia pedirle al rey que la llevara él. Pues bien, o me deshacía de ella o pensaba en una forma segura de conservarla.

La saqué de la mochila y cuando la estaba colocando sobre un papel aparecieron dos caballeros. El rey, erguido e imponente, los contemplaba sin pestañear. De nuevo se había olvidado de las precauciones necesarias, y antes de que yo tuviera tiempo de advertírselo tuvo que dar un buen salto para eludir a los jinetes. El rey había pensado que pasarían a un lado. ¿Cuándo había obrado así él? Eso, en el caso de que se hubiera presentado la ocasión, pues un campesino siempre estaba dispuesto a ahorrarle a él o a cualquier otro noble la molestia. Estos caballeros ni siquiera le prestaron atención; era él quien debía tener cuidado, y de no haber saltado lo hubiesen arrollado tranquilamente y además se hubiesen burlado de él.

Enardecido de furia, el rey lanzó a los caballeros una andanada de desafíos y diatribas con el más real de los vigores. Los caballeros, que ya se habían alejado un buen trecho, se detuvieron, enormemente sorprendidos, como preguntándose si valía la pena molestarse con una basura como nosotros. El caso es que se dieron la vuelta y picaron espuelas en nuestra dirección. No había tiempo que perder. Ahora me tocaba a mí. Corrí hacia ellos a la velocidad del rayo, y cuando estuve a su altura solté una de esas sartas de insultos que ponen los pelos de punta y la carne de gallina. En comparación, los del rey habían sido inocuos. Yo había sacado mis insultos del siglo XIX, en el que abundan los expertos en la materia. Los caballeros ya habían recorrido buena parte de la distancia que los separaba del rey, pero al escuchar mi retahíla frenaron en seco los caballos y, ciegos de ira, los arrojaron contra mí. Yo estaba a unos setenta metros de ellos, trepando por una inmensa piedra que había al lado del camino.

Cuando estuvieron a unos treinta metros pusieron sus largas lanzas en posición horizontal, inclinaron los yelmos y así, con los penachos de los caballos ondeando hacia atrás y ofreciendo una imagen de lo más gallarda, se abalanzaron sobre mí con la impetuosidad de un tren expreso.

Cuando ya los tenía a unos quince metros lancé la bomba, con tal destreza que fue a caer bajo los mismos hocicos de los caballos.

Sí, fue una actuación perfecta, inmaculada. Y digna de verse. Podría compararse con la explosión de uno de los vapores que navegan por el Mississippi. Durante los quince minutos siguientes recibimos una lluvia de partículas de caballeros, armaduras y carne de caballo. Hablo en plural porque el rey, una vez recobrado el aliento, pasó a formar parte de la audiencia.

En el sitio quedó un agujero que durante los años siguientes tendría ocupada a toda la gente de la región…, tratando de explicar cómo se había producido, se sobreentiende en cuanto al trabajo de rellenarlo, sería comparativamente rápido y recaería sobre unos cuantos campesinos elegidos de ese feudo, que además no recibirían nada a cambio.

Pero al rey se lo expliqué yo mismo. Le dije que lo había hecho con una bomba de dinamita. Esta información no le afectó en absoluto… En realidad, no aportaba nada a su caudal de conocimientos. De cualquier forma, aparecía a sus ojos como un grandioso milagro, y yo me apuntaba otro tanto ante Merlín. Me pareció oportuno explicarle que éste era un milagro de tal singularidad que sólo podía realizarse bajo unas condiciones atmosféricas determinadas. De no ser así habría pedido repeticiones cada vez que hubiese habido un buen motivo, lo cual no era posible porque no había traído más bombas.

28. Adiestrando al rey

Al amanecer del cuarto día, y cuando llevábamos una hora deambulando entre el frío mañanero, tomé una importante resolución: había que instruir al rey. Las cosas no podían seguir así; tenía que tomar cartas en el asunto y adiestrarlo deliberada y concienzudamente, o de lo contrario no podríamos arriesgarnos a entrar en ninguna morada. Hasta los gatos se darían cuenta de que no tenían ante sí a un campesino, sino a un impostor. Me detuve y dije:

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