Un yanki en la corte del rey Arturo (46 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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—¿Y de sir Lanzarote?

—Exactamente.

—Cuéntame los detalles.

—Supongo que no negaréis que durante los últimos años sólo un par de ojos no han estado mirando de reojo a la reina y sir Lanzarote…

—Sí, los ojos del rey Arturo.

—… y sólo un corazón no ha albergado sospechas…

—Sí, el corazón del rey; un corazón que es incapaz de pensar mal de un amigo.

—Pues bien, el rey habría podido continuar así, contento y ajeno a las sospechas, hasta el fin de sus días, si no hubiese sido por una de vuestras innovaciones modernas: la Bolsa de Valores. Cuando os marchasteis, cinco kilómetros de la línea Londres-Canterbury-Dover estaban listas para la colocación de los railes, y también listas para ser pasto de manipulaciones en el mercado de valores. Se trataba de algo demasiado arriesgado y todo el mundo lo sabía. Las acciones correspondientes serían puestas a la venta a un precio bajísimo. Y entonces, ¿qué hace sir Lanzarote, sino…?

—Sí, lo sé. Sin que nadie se diera cuenta compró casi todas las acciones por cuatro perras. Luego hizo un pedido que doblaba al otro, de acciones que deberían serle entregadas en un plazo determinado, y cuando me marché se disponía a reclamarlas.

—Pues bien, las reclamó. Naturalmente ellos no pudieron hacer la entrega. Entonces sir Lanzarote cogió sus tenazas, por así decir, y comenzó a apretar. Los otros se reían para sus adentros, complacidos con su astucia al venderle por quince, dieciséis y cifras similares, acciones que ni siquiera valían diez. Se rieron hasta que se les cansó un lado de la cara, y luego lo hicieron por el otro lado. Entonces actuó sir Lanzarote el Invencible y tuvieron que alcanzar un compromiso ¡para comprarle a doscientos ochenta y tres!

—¡Rayos y centellas!

—Los desolló vivos, y bien que se lo merecían. El reino entero se regocijó por ello. Pues bien, entre los desollados estaban sir Agravaine y sir Mordred, sobrinos del rey. Fin del primer acto. Acto segundo, escena primera: un apartamento en el castillo de Carlisle, donde se había aposentado la corte para una expedición de caza de un par de días. Personajes presentes: toda la tribu de sobrinos de Arturo. Mordred y Agravaine proponen llamar la atención del candoroso rey sobre lo de la reina y sir Lanzarote. Sir Gawain, sir Gareth y sir Gaheris no quieren tener nada que ver con el asunto. Se produce una discusión airada, en medio de ella aparece el rey. Mordred y Agravaine se apresuran a revelarle la devastadora historia. Telón. Le tienden una trampa a sir Lanzarote, por orden del rey, y sir Lanzarote cae en ella. Pero les hizo pasar un rato bastante desagradable a los testigos que se habían emboscado para delatarle, a saber: Mordred, Agravaine y doce caballeros de menor rango, pues les dio muerte a todos, con excepción de Mordred. Por supuesto que esto no podía arreglar las cosas entre Lanzarote y el rey, y no las arregló.

—¡Ay de mí! Todo esto no puede tener más que un desenlace…, no me cabe duda. La guerra, y la división de los caballeros del reino en dos bandos, el del rey y el de Lanzarote.

—En efecto, así ocurrió. El rey ordenó que la reina fuese llevada a la hoguera, para purificarla con el fuego. Lanzarote y sus caballeros consiguieron ponerla a salvo, y al hacerlo dieron muerte a varios viejos y queridos amigos vuestros y míos…, de hecho, algunos de los mejores que jamás hayamos tenido: sir Belias el Orgulloso, sir Segwarides, sir Griflet el Hijo de Dios, sir Brandiles, sir Aglovale…

—¡Ay! Estás desgarrando las fibras de mi corazón.

—… esperad; todavía no he terminado… Sir Tor, sir Gauter, sir Gillimer…

—¡El mejor jugador de mi equipo de béisbol! ¡Qué destreza como lateral derecho!

—… los tres hermanos de sir Reynold, sir Damus, sir Priamus, sir Kay el Forastero…

—¡Mi incomparable mediocampista! Le he visto atrapar con los dientes bolas imposibles. Termina pronto, ¡no puedo soportarlo más!

—Sir Driant, sir Lambegus, sir Herminde, sir Pertilope, sir Perimones y… ¿quién os imagináis?

—¡Dime, deprisa!

—Sir Gaheris y sir Gareth… ¡Los dos!

—¡Increíble! Pero si tenían un afecto indestructible por Lanzarote.

—Bueno, fue un accidente. Estaban de espectadores, y como sólo habían asistido para presenciar el castigo de la reina iban desarmados. Ciego de furia, sir Lanzarote derribaba a golpes a todos los que se encontraban en su camino, y a éstos los mató sin siquiera darse cuenta de quiénes eran. He aquí una instantánea que uno de nuestros muchachos tomó durante la batalla; está a la venta en todos los puestos de periódicos. Mirad… Las dos figuras que se ven junto a la reina son sir Lanzarote, con su espada en alto, y sir Gareth en el momento de exhalar su último suspiro. A pesar de la densa humareda se alcanza a apreciar la expresión de agonía en la cara de la reina. Creo que es una estupenda foto de batalla.

—Claro que sí. Debemos conservarla con sumo cuidado, pues su valor histórico es incalculable. Continúa.

—Bueno, el resto de la historia es guerra, simple y llanamente. Lanzarote se retiró a su castillo de la Gozosa Guardia, y reunió allí a un gran número de caballeros dispuestos a seguirle. El rey llegó hasta aquel sitio con una gran hueste y sobrevino una batalla desesperada que se prolongó durante varios días, y al final de la cual toda la llanura circundante quedó cubierta de cadáveres y restos de hierro. Luego, la Iglesia se sacó de la manga un acuerdo de paz entre Arturo y Lanzarote y la reina y todo el mundo…, todo el mundo, salvo sir Gawain. El caballero estaba muy dolido por la muerte de sus hermanos, Gareth y Gaheris, y no hubo forma de apaciguarle. Emplazó a Lanzarote a que volviese a su ducado e hiciese veloces preparativos, pues pronto sería atacado. Así que Lanzarote navegó hasta su ducado de Guienne con sus seguidores, y Gawain lo hizo poco después, con un ejército, y convenció a Arturo para que se uniese a él. Arturo dejó entonces el reino en manos de sir Mordred hasta vuestro regreso…

—¡Ah! La acostumbrada sabiduría de un rey.

—Así es; desde un principio sir Mordred comenzó a preparar el terreno para que su reinado fuese permanente. Como primera medida pretendía casarse con Ginebra, pero ella huyó y se encerró en la Torre de Londres. Mordred atacó; el arzobispo de Canterbury lo castigó con el entredicho. Regresó el rey; Mordred se enfrentó con él en Dover, en Canterbury y de nuevo en Barham Down. Luego se celebraron conversaciones y se alcanzó un compromiso. Los términos: Mordred asumiría el poder sobre los condados de Cornualles y Kent en vida de Arturo y, tras su muerte, se quedaría con todo el reino.

—¡Vaya, por vida mía! Mi sueño de una república no pasará de ser un sueño.

—Sí. Los dos ejércitos se hallaban cerca de Salisbury. Gawain…, por cierto, su cabeza se encuentra cerca del castillo de Dover, pues cayó en esa batalla… Bueno, Gawain se le apareció a Arturo en un sueño, por lo menos su fantasma lo hizo, y le advirtió que debía abstenerse de combatir durante un mes, costase lo que costase esa prórroga. Pero los acontecimientos se precipitaron a raíz de un accidente y se entró en batalla. Veréis, Arturo había dado orden de que si una espada se desenvainaba durante las consultas con Mordred sobre el tratado propuesto se hicieran sonar las trompetas y de inmediato se pasase al ataque, ya que no confiaba en él. Por su parte, Mordred había impartido una orden similar a los suyos. Pues bien, de improviso una serpiente picó a uno de los caballeros en el talón, y éste, sin recordar la orden, sacó la espada y la blandió contra la serpiente. No alcanzó a pasar un minuto antes de que las dos huestes prodigiosas se acometiesen con gran estrépito. Todo el resto del día lo emplearon en hacer una carnicería. Entonces el rey…, ah, pero esperad, desde que os marchasteis hemos comenzado algo nuevo, quiero decir, el periódico ha comenzado algo.

—¡No me digas! ¿Qué es?

—¡Corresponsalías de guerra!

—¡Recórcholis! Me parece estupendo.

—Sí. El periódico marchaba viento en popa, y así, mientras duró la guerra, el entredicho no causó mayor daño ni tuvo seguimiento. Teníamos corresponsales de guerra en ambos ejércitos. Para terminar con el recuento de la batalla te leeré lo que escribió uno de los muchachos:

Entonces, el rey miró en torno suyo y advirtió que de todas sus huestes y de todos sus buenos caballeros no quedaban con vida más que dos caballeros, que eran sir Lucan el Copero y su hermano, sir Bedivere; y uno y otro se hallaban fieramente heridos. «¿Jesús, clemencia! —dijo el rey¿Qué ha sido de todos mis nobles caballeros? ¡Ay, y pensar que he tenido que ver este día aciago! Porque ahora dijo Arturo—se acerca mi fin. Pero pluguiera al cielo que yo conociese dónde se encuentra ese traidor de sir Mordred, que ha causado todo este infortunio.» En esto oteó el rey Arturo el sitio donde estaba sir Mordred, apoyado en su espada entre un gran montón de caballeros muertos. «Dadme ahora mi lanza dijo Arturo a Lucan—, porque allá en la distancia he avistado al traidor que ha provocado todo este daño.» «Señor, dejadlo estar—dijo Lucan—, porque él es desdichado, y si vos sobrevivís a este aciago día, bien os habréis vengado de él; recordad, buen señor, vuestro sueño de la otra noche y lo que os dijo el espíritu de sir Gawain, y a pesar de ello Dios, en toda su bondad, os ha preservado hasta aquí. Así, pues, señor, retiraos ahora por el amor de Dios. Porque, alabado sea el Señor, habéis ganado el campo, que de este lado quedamos tres con vida, y del lado de sir Mordred no queda ninguno. Y si os retiráis ahora, atrás dejaréis este aciago día.» «Me espere la muerte o me espere la vida—dijo el rey—, no escapará de mis manos; lo veo ahora solo, y mejor ocasión que ésta no se me presentará jamás.» «Que Dios os guíe», dijo sir Bedivere. Al punto el rey cogió la lanza con ambas manos y corrió hacia sir Mordred, gritando: « ¡Traidor! ¡Ha llegado el día de tu muerte!». Y cuando sir Mordred oyó a sir Arturo, corrió a su encuentro con la espada en la mano. Y entonces el rey Arturo golpeó a sir Mordred bajo el escudo con la punta de su lanza y se la clavó en el cuerpo más de un palmo. Y cuando sir Mordred sintió que estaba herido de muerte, con toda la fuerza que le quedaba se empujó hasta el extremo de la lanza del rey Arturo. Y en el mismo instante, sujetando la espada con ambas manos, le descargó sobre un lado de la cabeza de su padre Arturo, de tal manera que la espada atravesó el yelmo y el cráneo, y sir Mordred cayó al suelo, muerto en el acto. Y el noble Arturo cayó a tierra desmayado, y allí permaneció largo tiempo.

—Una muestra excelente de corresponsalía de guerra, Clarence. Eres un periodista de primera. Bueno, ¿y cómo está el rey? ¿Ya se recuperó?

—No. El pobre ha muerto.

Me quedé completamente atónito; yo había llegado a pensar que ninguna herida podría ser mortal para él.

—¿Y la reina, Clarence?

—Se ha hecho monja. Está en Almesbury, en un convento.

—¡Cuántos cambios! Y en tan poco tiempo. ¡Es inaudito! Y me pregunto qué va a pasar después.

—Yo puedo deciros lo que va a pasar.

—¿Ah, sí?

—Tendremos que arriesgar nuestras vidas y tratar de salvarlas.

—¿Qué quieres decir?

—Es la Iglesia quien manda ahora. El entredicho estaba destinado a vos, además de Mordred, y no será retirado mientras viváis. Los clanes se están reuniendo. La Iglesia ha congregado a todos los caballeros que han sobrevivido, y en cuanto os descubran vamos a tener trabajo a manos llenas.

—¡Tonterías! Con nuestro mortífero material de guerra científico, con nuestras huestes de entrenados…

—No desperdiciéis aliento en palabras vanas… ¡No quedan ni sesenta que nos sean leales!

—¿Pero qué estás diciendo? Nuestras escuelas, nuestras universidades, nuestros enormes talleres, nuestros…

—Cuando los caballeros lleguen todos esos establecimientos quedarán vacíos y sus ocupantes se pasarán al enemigo. ¿Creíais que vuestra educación había extirpado la superstición del corazón de la gente?

—Por supuesto que sí.

—Bueno, pues ya podéis empezar a dejarlo de creer. Soportaron sin vacilar todos los esfuerzos y dificultades, hasta que vino el entredicho. Desde entonces presentan una apariencia de valentía, pero lo cierto es que por dentro están temblando. Es mejor que os hagáis a la idea: cuando los ejércitos lleguen desaparecerá la máscara de valentía.

—Son noticias muy penosas. Estamos perdidos. Utilizarán contra nosotros nuestra propia ciencia.

—No, no lo harán.

—¿Y por qué no?

—Porque yo y un pequeño grupo de los leales les hemos cortado esa jugada. Os diré lo que hice y lo que me movió a hacerlo. Podéis ser muy listo, pero esta vez la Iglesia lo ha sido más. Fue la Iglesia la que os envió de crucero… a través de sus sirvientes, los médicos.

—¡Clarence!

—Es cierto. Lo sé bien. Todos y cada uno de los oficiales de vuestro navío habían sido elegidos por la Iglesia para servir sus planes, al igual que todos los miembros de la tripulación.

—¡Pero qué me dices!

—No lo dudéis en absoluto, que bien refiero la verdad. No descubrí estas cosas en seguida, pero al final lo supe todo. ¿Me mandasteis decir a través del comandante del barco que en cuanto regresase a vuestro lado con las provisiones partiríais de Cádiz?…

—¡Cádiz! ¡Nunca he estado en Cádiz!

—Sigo. ¿Que partiríais de Cádiz en un crucero por mares lejanos durante tiempo indeterminado, en pro de la salud de vuestra familia? ¿Me enviasteis ese mensaje?

—Claro que no. Te habría escrito, ¿no te parece?

—Naturalmente. Por eso me inquieté y comencé a sospechar. Cuando el comandante zarpó de nuevo, me las arreglé para colar un espía entre la tripulación. Desde entonces no he tenido noticias del navío ni del espía. Me di un plazo de dos semanas para recibir noticias vuestras. Luego decidí enviar un barco a Cádiz. Una razón me lo impidió.

—¿Qué razón?

—¡Que nuestra marina desapareció repentina y misteriosamente! De manera igualmente repentina y misteriosa cesaron los servicios de ferrocarril, de teléfono y de telégrafo; los empleados abandonaron sus puestos, los postes fueron derribados, la Iglesia proscribió el uso de luz eléctrica. Tuve que ponerme en acción, y sin perder tiempo. Vuestra vida no corría peligro; con excepción de Merlín, ninguna persona en estos reinos se arriesgaría a tocar a un mago tan poderoso como vuestra merced sin contar con el respaldo de diez mil hombres. Yo no tenía otra cosa que hacer salvo asegurarme de que los preparativos estuviesen lo mejor dispuestos posible para el momento de vuestro regreso. También yo me sentía a salvo, pues nadie estaría muy interesado en hostigar a uno de vuestros predilectos. Así que lo que he hecho es esto: de nuestras distintas fábricas elegí a los hombres, quiero decir, a los muchachos, de cuya fidelidad me sentiría seguro en cualquier circunstancia, los reuní en secreto y les impartí las instrucciones necesarias. En total son cincuenta y dos, ninguno tiene menos de catorce años y ninguno más de diecisiete.

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