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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (47 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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—¿Y por qué elegiste muchachos?

—Porque todos los demás nacieron en una atmósfera de superstición, y se criaron inmersos en ella. Está en su sangre y en sus huesos. Pensamos que con la educación la habíamos eliminado; ellos también lo pensaban, pero el entredicho despertó sus antiguas creencias, como el estallido de un trueno. Fue una revelación para ellos y una revelación para mí. Con los muchachos es diferente. Los que han estado bajo nuestra tutela de siete a diez años no han tenido conocimiento de los terrores de la Iglesia, y de entre ellos reuní a mis cincuenta y dos. El paso siguiente fue realizar una visita privada a la vieja caverna de Merlín, no la pequeña, sino la grande…

—Sí, aquella donde instalamos secretamente nuestra primera gran planta eléctrica cuando yo preparaba un milagro.

—Justamente. Y como en aquel entonces no fue necesario obrar el milagro me pareció que sería una buena idea utilizar la planta ahora. He llenado la caverna con provisiones suficientes para resistir un asedio…

—Muy buena idea, ¡magnífica idea!

—Así me parece. Dejé a cuatro de los muchachos como guardias… en el interior de la caverna, donde no podrían ser vistos. No se le haría daño a nadie… que estuviese afuera, pero si alguno intentaba entrar…, bueno, ¡no lo volvería a intentar! Luego fui a las colinas, excavé y corté el cable secreto que conectaba vuestro dormitorio con los cables que conducen a los depósitos de dinamita situados debajo de todos nuestros talleres, almacenes, fábricas y canteras, y alrededor de la medianoche mis muchachos y yo conectamos el cable con la caverna, y nadie más que vos y yo sabemos dónde se encuentra el otro extremo. Lo tendimos bajo tierra, por supuesto, y en un par de horas habíamos terminado. Ya no tendremos necesidad de salir de la fortaleza cuando queramos hacer volar por los aires nuestra civilización.

—Ha sido una medida muy acertada, Clarence. Lo más natural, desde luego, y una necesidad militar en el actual estado de cosas, después de tantos cambios. Bueno, ¡pero qué cambios se han producido! Pensábamos que tarde o temprano seríamos sitiados en el palacio, pero… de cualquier modo, continúa.

—Seguidamente construimos una cerca de alambre.

—¿Una cerca de alambre?

—Sí, vos mismo hicisteis una sugerencia hace dos o tres años.

—Ah, ahora lo recuerdo… Aquella vez que la Iglesia pretendió medir fuerzas con nosotros por primera vez, y al cabo de un tiempo decidió esperar una ocasión más propicia. Bueno, ¿y cómo has dispuesto la cerca?

—Colocamos doce alambres enormemente resistentes (descubiertos, sin aislante) a partir de una gran dinamo situada en la caverna, una dinamo sin escobillas, excepto un polo positivo y otro negativo.

—Sí, es correcto.

—Los alambres salen de la caverna y rodean un círculo de terreno de unos cien metros de diámetro; son doce cercas independientes, a unos tres metros y medio de distancia unas de otras, o sea, que forman doce círculos concéntricos, y sus extremos regresan a la caverna.

—Correcto también. Continúa.

—Las cercas están sujetas a pesados postes de roble, separados entre sí poco más de un metro, y clavados un metro y medio en la tierra.

—¡Perfecto!

—Sí. Los alambres no tienen conexión terrestre fuera de la caverna. Salen de la escobilla positiva de la dinamo; sólo hay una conexión terrestre a partir de la escobilla negativa; los otros extremos del alambre regresan a la caverna y cada uno de ellos está conectado a tierra independientemente.

—No, no; así no puede ser.

—¿Por qué no?

—Demasiado caro. Un despilfarro de fuerza. No necesitas otra conexión con tierra que la de la escobilla negativa. El otro extremo de cada alambre debe traerse de regreso a la caverna, y debe ser sujetado de manera independiente, sin conexión con tierra. Piensa ahora en todo lo que se podría ahorrar: una carga de caballería se arroja contra la cerca; pues bien, no estás consumiendo energía, no estás gastando dinero, pues sólo hay una conexión con tierra hasta el momento en que los caballeros choquen con el alambre. En ese momento formarán una conexión con la escobilla negativa a través de la tierra y caerán todos muertos. ¿No lo ves? … No utilizarás energía hasta el instante en que sea necesario. Tienes tus rayos listos para entrar en acción, como una pistola cargada, pero no te cuesta un centavo hasta el momento en que provoques la detonación. Ah, sí, la conexión con tierra individual…

—¡Pues claro! No sé cómo se me pasó por alto. No sólo es más barato, sino que es más eficaz; no pasa nada si se rompen o se enredan los alambres.

—No; especialmente si tenemos un indicador y podemos desconectar el alambre que ha fallado. Bien, continúa. ¿Armas?

—Sí, ya está dispuesto. En el centro del círculo interior, sobre una espaciosa plataforma a dos metros de altura, reuní una batería de trece ametralladoras, con abundante munición.

—Perfecto. Así se podrán dominar todos los puntos de acceso, y cuando lleguen los caballeros de la Iglesia, ¡menudo jolgorio se va a armar! ¿Y la cresta del precipicio que da sobre la caverna?…

—He colocado allí una cerca de alambre y una ametralladora. Desde ese punto no podrán lanzarnos rocas.

—Bien, ¿y los torpedos de dinamita con cilindros de cristal?

—También me he ocupado de ellos. El más hermoso jardín que jamás se ha plantado. Forman un cinturón de unos quince metros de ancho, y rodean la otra cerca, a una distancia de cien metros de ella… Es una especie de terreno neutral. No hay un solo metro cuadrado en todo aquel cinturón que no cuente con un torpedo. Los dejamos en tierra y los cubrimos con una capa de arena. Es un jardín de apariencia muy inocente pero si a alguien se le ocurre hurgar un poco ya veréis lo que pasa.

—¿Has ensayado los torpedos?

—Bueno, pensaba hacerlo, pero…

—¿Pero qué? Es un enorme descuido no someterlos a…

—¿Una prueba? Sí, ya lo sé. Pero funcionan de maravilla. Coloqué un par de ellos en el camino público que pasa detrás de nuestras líneas, y ya han sido probados.

—Ah, bueno, eso cambia las cosas. ¿Quién se encargó de hacerlo?

—Una comisión de la Iglesia.

—¡Qué amables!

—Sí, vinieron a ordenarnos que nos rindiéramos. Veréis, realmente no venían a probar los torpedos. Ocurrió accidentalmente.

—¿Presentó un informe la comisión?

—Sí, en efecto. Y se oyó en dos kilómetros a la redonda.

—¿Unánime?

—Así lo parecía. Después de eso, y como medida de protección para futuras comisiones, he hecho colocar avisos. Desde entonces no hemos tenido más intrusos.

—Clarence, has trabajado muchísimo, y lo has hecho estupendamente.

—Teníamos un montón de tiempo. Pudimos trabajar sin prisas.

Permanecimos un rato en silencio, pensando. Una vez tomada mi decisión le dije:

—Sí, todo está listo, todo se encuentra en orden, no falta ningún detalle. Ya sé lo que tenemos que hacer.

—También yo: sentarnos a esperar.

—¡Te equivocas! ¡Levantarnos y atacar!

—¿Habláis en serio?

—Claro que sí. Lo mío no es la defensa, sino el ataque. Quiero decir, cuando las cartas que tengo son lo suficientemente buenas…, casi tan buenas como las del enemigo. Ah, sí, nos levantaremos y atacaremos. Así debemos jugar.

—Cien a uno que tenéis razón. ¿Cuándo comienza la actuación?

—¡Ahora! Proclamaremos la república.

—Bueno, no hay duda de que eso precipitará los acontecimientos.

—Los pondrá al rojo vivo, te lo aseguro. Antes de mañana al mediodía toda Inglaterra será un avispero, si la Iglesia no ha perdido su astucia. Y sabemos que no la ha perdido. Ahora escribe lo que te voy a dictar:

PROCLAMA

SE HACE SABER A TODOS. Considerando que el rey ha muerto sin dejar heredero, es mi deber continuar ejerciendo la autoridad ejecutiva de la que he sido investido, hasta que un nuevo gobierno haya sido creado y entre en funcionamiento. La monarquía ha caducado, ya no existe. Por consiguiente, todo el poder político regresa a su fuente original, la gente de la nación. Junto con la monarquía perecen sus numerosos apéndices; por lo tanto, dejan de existir la nobleza, las clases privilegiadas y la Iglesia oficial. A partir de ahora todos los hombres son exactamente iguales, se encuentran en un mismo nivel y su religión es libre. Por
medio de la presente, se proclama una república
como el estado natural de la nación, al desaparecer toda otra autoridad. Es deber del pueblo de Inglaterra reunirse inmediatamente y celebrar una elección para nombrar sus representantes y depositar en sus manos el gobierno.

Firmé «El Jefe», y junto a la fecha añadí: «En la cueva de Merlín».

—¡Córcholis! —dijo Clarence—. Eso les indicará dónde estamos; es como una invitación a que nos visiten en seguida.

—De eso se trata. Con la proclama nos anotamos un tanto, y ahora es su turno. Manda que se componga el texto, lo impriman y lo coloquen por todas partes, cuanto antes. Luego procura tener listas dos bicicletas al pie de la colina, y entonces, a la caverna de Merlín a toda mecha.

—Estaré listo en diez minutos. ¡Qué ciclón se va a producir mañana cuando comience a trabajar este pedazo de papel!… Realmente es agradable este viejo palacio; me pregunto si alguna vez volveremos a…, pero olvidaos de ello.

43. La batalla del cinturón de arena

Interior de la caverna de Merlín. Clarence, yo y cincuenta y dos jóvenes ingleses, despiertos, brillantes, instruidos y de mente pura. Al amanecer había enviado orden a las fábricas y a todas mis empresas y proyectos importantes para que dejasen de trabajar, desalojaran las instalaciones y se retirasen a una distancia prudente, pues todo iba a saltar por los aires tras la explosión de las minas secretas, «y no especificándose en qué momento ocurrirá, deben evacuarse de inmediato». Aquella gente me conocía y tenía confianza en mi palabra. Desalojarían sin perder un minuto, y yo podría tomarme mi tiempo para fijar la fecha de la explosión. Ni a uno solo de ellos se le ocurriría merodear por allí mientras la explosión estuviese pendiente, aunque transcurriese un siglo entero.

Esperamos una semana. No me aburrí durante esos días, pues dediqué todo el tiempo a escribir. En los primeros días pasé este viejo diario a la forma narrativa. Sólo me faltaba un capítulo para ponerlo al día. El resto de la semana lo ocupé en escribir cartas a mi mujer. Me había acostumbrado a escribirle a Sandy todos los días durante las temporadas en las que estábamos separados, y seguía haciéndolo por amor a la costumbre y por amor a ella, aunque ahora no pudiese dar salida a las cartas una vez escritas. Pero me ayudaba a pasar el tiempo, ¿sabéis?, era casi como un diálogo, como si estuviese diciendo: «Sandy, qué bien lo pasaríamos si tú y Hola Operadora estuvieseis aquí en la caverna, en lugar de estar sólo vuestras fotografías». Y entonces me imaginaba al bebé balbuciendo una especie de respuesta con los puños en la boca, recostado sobre las rodillas de su madre, que sonreiría embelesada, haciéndole cosquillas bajo la barbilla para que riese, y dedicándome de vez en cuando un comentario, etcétera. Bueno, podría seguir así indefinidamente, pluma en mano, horas y horas. Era casi como si estuviésemos todos juntos de nuevo.

Cuando caía la noche enviaba a los espías para que me trajesen noticias. Sus informes sobre la situación se hacían cada vez más impresionantes. Las hordas se iban reuniendo, iban creciendo; por todas las carreteras y caminos de Inglaterra cabalgaban los caballeros, y con ellos venían los curas, animando a los primeros cruzados, combatientes en esta guerra de la Iglesia. Todos los estamentos nobiliarios, altos y bajos, y las familias hacendadas se habían puesto en camino. Nosotros ya lo habíamos previsto. Ibamos a dejar tan menguadas estas especies que la gente no tendría más remedio que dar un paso hacia adelante y proclamar la república y…

¡Pero qué burro había sido! Hacia finales de aquella semana empecé a comprender cuál era la triste y desalentadora realidad: las masas del país habían lanzado sus gorras al viento y vitoreado la república el primer día, ¡y ahí se había terminado todo! Entonces la Iglesia, los nobles y las familias más prósperas habían fruncido el ceño majestuoso, desaprobadoramente, ¡dejándolos convertidos en ovejas! Desde ese momento las ovejas habían comenzado a volver al redil, es decir, a los campamentos, para ofrecer sus despreciables vidas y su valiosa lana en favor de la «justa causa». ¡Atiza! Si hasta los mismos hombres que hacía poco eran esclavos apoyaban la «justa causa», y la glorificaban, rezaban por ella, y por ella chorreaban babas sentimentales, lo mismo que la gente común. ¡Imaginaos qué porquería humana! ¡Imaginaos qué insensatez! Ahora se escuchaba por todas partes «Muerte a la república», y ni una sola voz disidente. Inglaterra entera marchaba contra nosotros. Verdaderamente, no me lo hubiera imaginado nunca.

Escrutaba a mis cincuenta y dos muchachos minuciosamente; observaba sus caras, su forma de caminar, todas aquellas actitudes inconscientes que constituyen un lenguaje, un lenguaje que nos delata en las situaciones de emergencia, cuando tenemos secretos que no quisiéramos desvelar. Sabía que un único pensamiento se había adueñado de sus mentes y de sus corazones.
¡Inglaterra entera marcha contra nosotros!
Y con cada repetición esta idea se hacía más insistente y se fijaba con mayor fuerza en su imaginación, de tal manera que no los abandonaba ni siquiera cuando dormían, y hasta los difusos y fugaces personajes de sus sueños repetían: «Inglaterra entera, Inglaterra entera marcha contra nosotros». Sabía que todo esto ocurriría, que la presión acabaría siendo tan fuerte que forzosamente llegaría el momento en que tendrían que expresarlo y, por tanto, yo debía tener una respuesta preparada para ese momento, una respuesta tranquilizadora, escogida con sumo cuidado.

Estaba en lo cierto. El momento llegó.
Tenían
que decirlo. Pobres muchachos, daba pena verlos. ¡Estaban tan pálidos, tan agotados y preocupados! En un principio su portavoz parecía haberse quedado sin voz y no encontraba las palabras. Esto fue lo que dijo finalmente, en el pulido inglés moderno que se enseñaba en mis escuelas:

—Hemos intentado olvidarnos del hecho de que somos muchachos ingleses. Hemos hecho un esfuerzo por anteponer la razón al sentimiento y el deber al amor. Nuestras mentes lo comprenden, pero el corazón nos lo reprocha. Mientras sólo se trataba de la nobleza y los hacendados, de los veinticinco o treinta mil caballeros que habían sobrevivido a anteriores guerras, todos estábamos de acuerdo y no teníamos ninguna duda al respecto. Todos y cada uno de estos cincuenta y dos muchachos que tenéis delante pensaron: «Ellos mismos lo han querido». Pero ahora, pensadlo bien, la cuestión es muy distinta,
Inglaterra entera marcha contra nosotros
. Señor, os rogamos que lo consideréis y reflexionéis; estas gentes son nuestras gentes, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre; los queremos. ¡No nos pidáis que destrocemos nuestra propia nación!

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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