Un yanki en la corte del rey Arturo (43 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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En el extremo opuesto de la liza sólo había dos tiendas de campaña, una para mí y otra para mis servidores. A la hora designada, el rey dio la señal, y los heraldos, vestidos con sus tabardos, hicieron su aparición y vocearon la proclama, nombrando a los combatientes y declarando el motivo del duelo. Una pausa, y luego se escuchó un resonante toque de corneta, la señal para que pasáramos al frente. Los espectadores contuvieron el aliento, y una viva curiosidad iluminó todos los rostros.

De su tienda salió cabalgando el gran sir Sagramor, imponente torre de hierro, rígido y majestuoso, con su enorme lanza en ristre firmemente asida por su recia mano, la cabeza y el pecho de su colosal caballo cubiertos de acero y el resto del cuerpo envuelto en ricas gualdrapas que casi tocaban el suelo… ¡Ah, una noble y bella imagen! Se levantó una clamorosa ovación de bienvenida y admiración.

Y luego salí yo. Pero no recibí ninguna ovación. Se produjo un silencio asombrado y elocuente que duró unos segundos, y en seguida una gran oleada de carcajadas comenzó a recorrer aquel océano humano, pero un cornetazo de advertencia lo frenó en seco. Yo vestía el más sencillo y cómodo atuendo gimnástico: unas mallas de color carne que me cubrían desde el cuello hasta los tobillos, borlas azules de seda a los costados, y la cabeza descubierta. Mi caballo no sobrepasaba la talla media, pero era vivaz, esbelto, de músculos elásticos y veloz como un galgo. Era un animal precioso, lustroso como la seda y tan desnudo como había venido al mundo, salvo por las bridas y la silla de montar.

La torre de hierro y el vistoso cubrecama avanzaron pesada pero donosamente, corcoveando a lo largo de la liza, y nosotros fuimos a su encuentro a paso ligero. Nos detuvimos; la torre saludó, respondí; luego dimos media vuelta y cabalgamos hombro con hombro hasta la tribuna principal. Llegamos enfrente del rey y la reina, a quienes presentamos nuestros respetos. La reina exclamó:

—Ay, velay, velay, sir Jefe combatirá desnudo, y sin lanza o espada o…

Pero el rey la contuvo, y con una o dos frases corteses le hizo comprender que no era asunto suyo. Sonaron de nuevo las cornetas, nos separamos, cabalgamos hasta los dos extremos del campo, y nos pusimos en posición de combate. Apareció entonces el viejo Merlín y cubrió a sir Sagramor con un exquisito y sutilísimo velo, dejándole convertido en el fantasma de Hamlet. El rey hizo una señal, sonaron de nuevo las cornetas, sir Sagramor colocó su enorme lanza en ristre, y sin más cargó contra mí a todo correr, con el fragor de un trueno, el velo flotando a sus espaldas. Yo salí volando a su encuentro, como una silbante flecha, ladeando la cabeza y afinando el oído, como si tratase de establecer la posición y el avance del caballero invisible por el oído en lugar de la vista. Se elevó un poderoso coro de voces para alentar al caballero, y una valiente y solitaria voz que me dio ánimo con estas palabras:

—¡A por él, chavalote!

Podría haber apostado que era la voz de Clarence… y su estilo. Cuando la formidable punta de la lanza se encontraba a cosa de un metro y medio de mi pecho, desvié mi caballo de su trayectoria sin mayor esfuerzo, de modo que el corpulento caballero pasó a mi lado como una exhalación, y su lanza quedó abanicando la brisa. Esta vez recibí muchos aplausos. Giramos, nos pusimos de nuevo en guardia, y de nuevo nos arremetimos. Otra jugada nula para el caballero; otra tanda de aplausos para mí. Lo mismo sucedió la tercera vez, y arrancó tal torbellino de aplausos, que sir Sagramor perdió la calma, y abandonando su táctica se lanzó a perseguirme por todo el campo. Desde luego que de ese modo no tenía ninguna posibilidad; era como jugar al corre-que-tepillo con toda la ventaja de mi parte. Me apartaba de su camino con gran facilidad cada vez que me venía en gana, y en una ocasión, al pasar junto a la grupa de su caballo le di al caballero una palmada en la espalda. Finalmente decidí que había llegado mi turno de perseguirlo, y a partir de ese momento, por más giros, contorsiones o piruetas que hiciese, no conseguía ponerse detrás de mí; después de cada maniobra, volvíamos a quedar cara a cara. Así que abandonó también esa táctica y se retiró a su extremo de la liza. Había perdido los estribos y fuera de sí me lanzó un insulto tal, que también yo monté en cólera. Desenrollé entonces mi lazo del arzón de la silla, y agarré su espiral con mi mano derecha. ¡Habríais tenido que ver cómo se abalanzó sobre mí esta vez! Ahora sí que venía en serio, y debía tener los ojos inyectados en sangre. Yo permanecí sentado tranquilamente sobre mi caballo en reposo, formando amplios círculos sobre mi cabeza con el rollo del lazo. Cuando él estaba ya a mitad de camino, me dirigí a su encuentro, y cuando la distancia entre nosotros se había reducido a unos quince metros, arrojé por el aire las serpenteantes espirales de mi lazo, hice girar velozmente a mi adiestrado caballo, y lo detuve en seco con las cuatro patas firmemente plantadas en el suelo. Un instante después la soga se tensó, y arrancó a sir Sagramor de su silla. ¡Caracoles, qué sensación produjo entre el público!

Indudablemente no hay nada más popular en este mundo que la novedad. Esta gente nunca había visto a un
cowboy
en acción, y estaban arrebatados por el entusiasmo. Se elevó un grito general y estentóreo:

—¡Alabí-alabá-alabimbombá!

Me pregunté de dónde habrían sacado la expresión, pero no había ahora tiempo para consideraciones filológicas, pues toda aquella colmena de caballeros andantes se había puesto a zumbar. Era una oportunidad única, que no podía desaprovechar. Aflojé el nudo, sir Sagramor fue cargado hasta su tienda, recobré la extensión de lazo que había quedado suelta y me puse a agitarlo alrededor de la cabeza, formando nuevas figuras. Estaba seguro de que tendría ocasión de usarlo nuevamente en cuanto fuese elegido el sucesor de sir Sagramor, algo que no podía tardar demasiado en presencia de tantos candidatos ansiosos. En efecto, muy pronto eligieron a otro: sir Hervis de Revel.

¡Bizzzzzz! Se arrojó sobre mí raudo como una saeta incendiaria; lo eludí; siguió de largo, ya con mi lazo anudado en su cuello, y uno o dos segundos más tarde, ¡tras!, su silla estaba vacía.

Una nueva actuación, y otra, y otra, y otra más. Después de que cinco hombres hubieron recibido sus respectivas dosis de lazo, las cosas empezaban a adquirir un cariz serio para los acorazados andantes, así que hicieron una pausa para celebrar consejo. Concluyeron que ya era hora de dejar de lado la etiqueta y que debían enviar contra mí a sus mejores y más poderosos caballeros. Para asombro de aquel pequeño mundo, enlacé a sir Lanorak de Galis, y después de él, a sir Galahad. Como veis, ya no les quedaba más que recurrir a su último as, al magnífico entre los magníficos, al más poderoso de los poderosos, el gran sir Lanzarote en persona.

¿Un momento memorable para mí? Ya lo creo. Allí estaba Arturo, rey de Inglaterra, y estaba la reina Ginebra, sí, y tribus enteras de pequeños reyes y reyezuelos de provincia, y más allá, junto a sus tiendas de campaña, renombrados caballeros procedentes de muchas tierras, así como el grupo más selecto de toda la institución caballeresca, los caballeros de la Mesa Redonda, los más ilustres de la cristiandad y, lo más importante de todo, el propio sol de aquel resplandeciente universo se encontraba allá, en la distancia, enristrando su lanza y recibiendo el homenaje silencioso de cuarenta mil ojos devotos, mientras yo, completamente solo, me preparaba para hacerle frente. Por mi mente cruzó fugaz la imagen de cierta operadora de Harfford, y deseé que hubiese podido verme en ese preciso instante. En aquel momento atacó a todo galope el Invencible, con el ímpetu de un remolino; el gentío allí presente se puso en pie y se inclinó para ver mejor…, y así pudo ver mejor cómo el ineluctable lazo rasgaba el aire, formando círculos y espirales… En un abrir y cerrar de ojos remolcaba a sir Lanzarote por el campo y arrojaba besos al público para corresponder a la tempestad de pañuelos ondeantes y a los estruendosos aplausos.

Mientras enrollaba el lazo y lo colgaba del pomo de la silla pensaba, ebrio de gloria:

«La victoria ha sido definitiva. Ninguno osará enfrentarse a mí. Ha fenecido la caballería andante».

Imaginaos, pues, mi estupor y el de todos los presentes, cuando se oyó el peculiar toque de corneta que anunciaba que otro contendiente se disponía a entrar en combate. Aquí había un misterio, algo que resultaba inexplicable. En seguida noté que Merlín se alejaba furtivamente de mí, y casi al mismo tiempo me di cuenta de que mi lazo había desaparecido. El viejo prestidigitador me lo había robado, con toda seguridad, y lo llevaría escondido entre la túnica.

Un nuevo cornetazo. Y he aquí que veo venir, una vez más, a sir Sagramor, desempolvado y compuesto, con el velo primorosamente arreglado. Troté a su encuentro y fingí localizarlo por el ruido que hacían los cascos de su caballo.

—Podréis ser muy agudo de oído, pero nada os salvará de esto —me dijo, acariciando la empuñadura de su colosal espada—. Ya que no podéis verlo por causa del velo, sabed que no se trata de una engorrosa lanza, sino de una espada… Y tengo por cierto y bien averiguado que no podréis eludirla.

Llevaba levantada la celada y pude ver que en su rostro se dibujaba una sonrisa de muerte. No podría esquivar su espada eso estaba muy claro. Esta vez uno de los dos había de morir. Y si dejaba que él tomase ventaja, por pequeña que fuese, sabía bien a quién le tocaría el papel de cadáver.

Avanzamos al tiempo y saludamos a los soberanos. Pero el rey estaba intranquilo; me preguntó:

—¿Dónde está vuestra extraña arma?

—Me la han robado, majestad.

—¿Tenéis otra a mano?

—No, señor. Solamente había traído ésa.

En ese momento, Merlín se entrometió, diciendo:

—Solamente había traído ésa porque no podía traer otra. No existe otra de esa especie. Pertenece al rey de los Demonios del Mar. Ciertamente, este hombre es un impostor y un ignorante, pues de otro modo sabría que esa arma sólo puede ser usada ocho veces, y luego se desvanece para regresar a su morada en el fondo del mar.

—Entonces se encuentra desarmado —observó el rey—. Sir Sagramor, debéis concederle licencia para tomar en préstamo otra arma.

—¡Y se la prestaré yo! —ofreció sir Lanzarote, que se acercaba cojeando—. Es un caballero tan diestro y valiente como cualquier otro en vida, y podrá servirse de mi arma.

Se disponía a desenfundar su espada, pero sir Sagramor le detuvo diciendo:

—Aguardad. No podrá ser así. Tendrá que combatir con sus propias armas. Gozó del privilegio de elegirlas y traerlas aquí. Si ha incurrido en error, deberá pagar con su cabeza.

—¡Caballero! —le respondió el rey—. La pasión os obnubila y perturba vuestra mente. ¿Pretendéis matar a un hombre inerme?

—Si así lo hiciese, habrá de responder ante mí —dijo sir Lanzarote.

—Responderé ante cualquiera que lo desee —replicó sir Sagramor, airadamente.

Merlín metió baza, frotándose las manos y sonriendo con pérfida satisfacción:

—Bien habéis hablado; estupendamente habéis hablado. Y ahora basta ya de parlamentos, dejemos que nuestro rey y señor dé la señal de batalla.

El rey tuvo que ceder. La corneta hizo la proclama, y mi adversario y yo nos separamos para dirigirnos a nuestros sitios respectivos. Allí nos quedamos un momento, a un centenar de metros de distancia el uno del otro, rígidos e inmóviles, como dos estatuas ecuestres. Y así permanecimos un minuto entero, en medio de un silencio absoluto, mientras los espectadores contenían la respiración, sin apenas osar moverse y con los ojos fijos en la liza. Parecía que el rey no conseguía reunir el coraje para dar la señal, pero, al fin, levantó su mano y se oyó el claro sonido de la corneta. La larga espada de sir Sagramor describió una fulgurante curva en el aire, y el caballero arremetió contra mí. ¡Qué soberbio espectáculo! No me moví. Siguió avanzando. Yo continuaba inmóvil. Los espectadores fueron presa de gran agitación y comenzaron a gritar:

—¡Huid, huid! ¡Salvaos! ¡Esto es un crimen!

No me moví ni un milímetro hasta que tuve aquella atronadora aparición a unos quince pasos de mí; saqué entonces de mi pistolera un revólver, se produjo un fogonazo, una detonación, y el revólver estaba de vuelta en la pistolera antes de que nadie pudiera darse cuenta de lo que había ocurrido.

Cerca de mí pasó raudo un caballo sin jinete; un poco más allá yacía sir Sagramor, muerto en el acto.

Las personas que se precipitaron a su lado se quedaron estupefactas al comprobar que, en efecto, la vida había abandonado aquel cuerpo y, sin embargo, no había una razón visible. No había herida alguna; no se veía ninguna lesión. Había un agujero en la cota de malla, a la altura del pecho, pero no dieron importancia a una pequeñez semejante. Además, una herida de bala en ese sitio produce muy poca sangre, por lo cual no alcanzaba a atravesar los ropajes y fajas del caballero muerto. El cadáver fue arrastrado hasta la tribuna para permitir que el rey y los personajes eminentes le echaran un vistazo. Naturalmente se quedaron mudos de asombro. Se me pidió que me acercara a explicar el milagro. Pero me quedé donde estaba, imperturbable, como una estatua, y dije:

—Si se trata de una orden, acudiré, pero mi señor el rey sabe perfectamente que las leyes del combate me exigen que permanezca aquí mientras haya algún caballero que desee enfrentarse a mí.

Esperé. Nadie me desafió. Dije entonces:

—Si alguno duda todavía de que el campo ha sido ganado en buena lid y con justicia, no esperaré a que me desafíe, sino que lo desafiaré yo.

—Es una gallarda oferta —dijo el rey—, y bien concuerda con vuestra calidad. ¿A quién nombraréis primero?

—No nombraré a ninguno, ¡los desafío a todos! Heme aquí, caballeros andantes de Inglaterra, retándoos a que os enfrentéis conmigo…, y no de uno en uno, ¡sino en montón!

—¡Qué! —exclamaron una veintena de caballeros.

—Habéis oído el desafio. Aceptadlo, o de otro modo os declaro caballeros cobardes, ociosos y derrotados. ¡A todos sin excepción!

Se trataba de un farol, evidentemente. En un momento como ése resulta conveniente poner cara de decisión y apostar cien veces más de lo que sería prudente con las cartas que tienes en tus manos. Cuarenta y nueve veces de cada cincuenta nadie se atreverá a aceptar tu apuesta, y podrás quedarte con todas las ganancias. Pero justamente esa vez…, bueno, ¡la situación se ponía borrascosa! En un santiamén quinientos caballeros se abalanzaron sobre sus sillas y, sin darme siquiera tiempo a parpadear, aquel amplio y desordenado rebaño avanzó hacia mí con gran estrépito. Desenfundé mis dos revólveres y comencé a medir distancias y calcular posibilidades.

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