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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

Una mañana de mayo (5 page)

BOOK: Una mañana de mayo
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La portezuela se abrió.

Cogió la caja gris y dejó allí el resto del contenido. Después volvió a cerrarlo todo siguiendo un proceso igualmente meticuloso, y cerró el archivo.

Le había llevado seis minutos justos llegar hasta el despacho. Ella y su marido se dirigían a casa de su sobrina en Bærum, para celebrar el día con gofres y carreras de sacos en el colegio de Evje, cuando sonó el teléfono. En cuanto vio el número en la pantalla, le pidió a su marido que saliera de la autopista. La había llevado a la manzana de los edificios del Gobierno sin preguntar siquiera por qué.

Ella fue la primera en llegar.

Se recostó en la silla y se pasó la mano por el pelo.

«Código cuatro», había dicho la voz en el teléfono.

Podía ser un entrenamiento, en los últimos tres años habían ensayado muchas veces estos procedimientos. Era obvio que podía tratarse de un entrenamiento.

Pero ¿en un 17 de mayo? ¿En el Día Nacional?

La secretaria jefe pegó un respingo cuando la puerta del pasillo se abrió de un portazo. El ministro de Justicia entró sin saludar. Caminaba rígidamente, con pasos cortos, como si tuviera que concentrarse para no correr.

—Para este tipo de cosas tenemos rutinas —dijo con la voz algo elevada—. ¿Ya estamos en marcha?

Hablaba igual que caminaba, de modo entrecortado y con tensión. La secretaria jefe no estaba segura de que la pregunta fuera dirigida a ella, o a alguno de los tres hombres que entraron por la puerta detrás del ministro. Por si acaso, asintió con la cabeza.

—Está bien —dijo el ministro sin detenerse, mientras se dirigía a su despacho—. Tenemos rutinas. Estamos en marcha. ¿Cuándo llegan los norteamericanos?

«Los norteamericanos», pensó la secretaria jefe, y sintió que el calor le subía a la cabeza. Los norteamericanos. Se le fue la vista hacia la gruesa carpeta con la correspondencia acerca de la visita de Helen Bentley.

El jefe de Vigilancia Peter Salhus no siguió a los otros tres. Se dirigió hacia ella y le tendió la mano.

—Cuánto tiempo, Beate. Hubiera deseado que las circunstancias fueran otras.

Ella se levantó, se alisó la falda y le estrechó la mano.

—No sé bien…

Se le rompió la voz y carraspeó.

—Pronto —dijo él—. Pronto se te informará.

La mano del hombre era cálida y seca. La mantuvo estrechada un instante de más, como si necesitara la seguridad que transmitía el firme apretón. Luego asintió brevemente con la cabeza.

—¿Has buscado la caja gris?

—Sí.

Se la tendió. Toda la comunicación del despacho del ministro se podía codificar y sintetizar con poco esfuerzo y sin emplear equipo extra. Rara vez era necesario. No recordaba la última ocasión que alguien le había pedido que lo hiciera. Con oportunidad de alguna que otra conversación con el ministro de Defensa, tal vez, por seguridad. Ahora bien, en situaciones extraordinarias había que usar la caja. Nunca había sido preciso, más que en los entrenamientos.

—Un par de cosas, sólo… —Salhus sostenía la caja con gesto ausente—. Esto no es un entrenamiento, Beate. Y vas a tener que hacerte a la idea de que te vas a quedar aquí un rato, pero… ¿Sabe alguien que estás aquí?

—Mi marido, por supuesto. Estábamos…

—No le llames aún. Espera todo lo posible antes de avisarle. Esto no va a tardar en reventar. Hemos convocado el Consejo Nacional de Seguridad y querríamos tenerlos a todos aquí antes de que esto…

Su sonrisa no llegó a los ojos.

—¿Un café? —preguntó ella—. ¿Queréis que os lleve algo de beber?

—Ya nos apañamos nosotros. Es ahí, ¿no?

Cogió la cafetera llena.

—Dentro hay tazas, vasos y agua mineral —dijo la secretaria jefe.

Lo último que oyó antes de que la puerta se cerrara detrás del jefe de Vigilancia fue la voz del ministro, que entraba en falsete:

—¡Tenemos rutinas para estas cosas! ¿Nadie ha conseguido contactar con el primer ministro? ¿Cómo? Por Dios, ¿dónde se ha metido el primer ministro? ¡Tenemos rutinas para estas cosas!

Luego se hizo el silencio. A través de los gruesos cristales de las ventanas no oía siquiera la procesión de autobuses de los alumnos que habían acabado el bachillerato, que habían decidido aparcar en medio de la calle Aker, justo delante del Ministerio de Cultura.

Allí todas las ventanas estaban oscuras.

Capítulo 3

Inger Johanne Vik no veía cómo iba a salir bien parada de aquel día, todos los 17 de mayo eran lo mismo. Sostuvo en alto la blusa del traje regional de Kristiane. Ese año había sido previsora y le había conseguido a su hija una blusa extra. La primera estaba ya sucia a las siete y media de la mañana. A ésta le acababa de caer mermelada en la manga y un trozo de chocolate derretido se adhería al cuello. La niña de diez años bailaba desnuda por la habitación, frágil y delgada, con una mirada que rara vez se detenía en ningún sitio.

Eran ya casi las diez y media, y andaban mal de tiempo.

—Feliz Navidad —canturreaba la niña—. Bendita Navidad. Los ángeles llegan a hurtadillas. Buenos días, verde árbol luminoso, que el Señor pose su rostro en ti y te dé paz.

—Te estás equivocando un poco de fecha —se rio Yngvar Stubø, que revolvió el pelo de su hijastra—. El 17 de mayo tiene sus propias canciones, ya lo sabes. ¿Tienes alguna idea de dónde pueden estar mis gemelos, Inger Johanne?

Ella no respondió. Si lavara la primera camisa y la metiera en la secadora, la niña al menos empezaría la fiesta con la ropa limpia.

—Mira esto —se quejó mostrándole la camisa a Yngvar.

—Qué más dará eso —dijo él mientras seguía buscando—. Kristiane tendrá más camisas blancas en el armario, ¿no?

—¿Más camisas blancas? —Inger Johanne arqueó las cejas—. ¿Tienes la menor idea de lo que han pagado mis padres por este maldito traje regional? ¿Te puedes imaginar el disgusto que se llevaría mi madre si la niña aparece con una blusa normal de H&M?

—Un niño ha nacido en Belén —cantaba Kristiane—. Hurra por eso.

Yngvar agarró la blusa y estudió las manchas.

—Esto lo arreglo yo —dijo—. Lo restriego cinco minutos y luego lo seco con el secador de pelo. Además estás infravalorando a tu madre. Muy pocos entienden a Kristiane como la entiende ella. Tú encárgate de Ragnhild, y en un cuarto de hora hemos salido.

El bebé de dieciséis meses estaba profundamente concentrado en unos bloques de construcción en un rincón del salón. El canto y el baile de su hermana no parecían afectarle en absoluto. Iba colocando los bloques unos encima de otros con sorprendente limpieza, y sonrió cuando la torre le llegó a la cara.

Inger Johanne no se veía capaz de interrumpirla. En momentos como aquél, caía en la cuenta del abismo que separaba a las dos niñas. La mayor tan fina y delicada; la pequeña tan fuerte y robusta. A Kristiane era difícil entenderla; Ragnhild era sana y directa de cabo a rabo; levantó el último bloque, vio a su madre y le sonrió con ocho dientes blancos como la nieve:

—Boque, mama. El boque de Agni. ¡Mira!

—Maravillosa es la tierra —cantaba Kristiane con voz clara—. Majestuoso es el Cielo de Dios.

Inger Johanne agarró a su hija mayor. La niña, encantada, se dejó coger como un bebé, y se reclinó entre los brazos de su madre tal y como la trajeron al mundo.

—No es Navidad —dijo Inger Johanne calladamente, y posó los labios en la cálida mejilla de la niña—. Es 17 de mayo, ¿sabes?

—Ya lo sé —respondió Kristiane fijando la mirada en la de la madre durante breves instantes, antes de proseguir con voz átona—: El mismísimo Día de la Constitución. Celebramos nuestra independencia y nuestra libertad. Este año podemos celebrar además que han pasado cien años desde que nos independizamos de Suecia. 1814 y 1905. Eso es lo que celebramos.

—Bonita mía —susurró Inger Johanne dándole un beso—. Qué lista eres. Ahora vamos a tener que volver a vestirte, ¿vale?

—Que me vista Yngvar.

Se escurrió de los brazos de su madre y salió corriendo al baño con los pies descalzos. Se paró un momento ante el televisor y lo encendió. El himno nacional sonaba atronador por los altavoces, la noche anterior la niña había puesto el volumen al máximo. Inger Johanne agarró el mando a distancia y mitigó el sonido. En el momento en que iba a darse la vuelta para encontrar ropa de fiesta para su hija menor, algo captó su atención.

No es que la escena no fuera la de siempre. Un mar de gente acicalada en la explanada ante el Palacio Real. Banderas grandes y pequeñas, filas de jubilados sentados en las pocas sillas disponibles, justo debajo del balcón del Rey. Un primer plano de una niña paquistaní, con traje regional noruego; reía ante la cámara y saludaba entusiasmada con la mano. En el momento en que la imagen recorría el batallón de banderas y acababa en la engalanada reportera, pasó algo. La mujer se llevó la mano a la oreja, sonrió aturdida, le echó un vistazo a lo que tal vez era el guión y abrió la boca para decir algo. Pero no salió nada. En vez de eso, se giró a medias, como si no quisiera que la grabaran. Siguieron dos cortes en la retransmisión, injustificados y demasiado bruscos. Una panorámica de las copas de los árboles del lado este del palacio y un niño que lloraba rabiosamente sobre los hombros de su padre. La imagen estaba desenfocada.

Inger Johanne subió de nuevo el volumen.

Por fin la cámara volvió a alcanzar a la reportera, que a estas alturas se cubría la oreja con toda la mano, escuchando con intensidad. Un adolescente asomó la cabeza por encima de su hombro y gritó «Hurra».

—Y ahora… —dijo por fin la mujer, bastante confusa—, y ahora vamos a hacer una pequeña pausa aquí en la calle Karl Johan… Enseguida volveremos a retransmitir desde aquí, pero antes…

El chiquillo le puso los cuernos con los dedos a la reportera y chilló de risa.

—Pasamos la conexión a Marienlyst para una edición especial de informativos —dijo la reportera un poco apresuradamente, y la imagen se cortó de inmediato.

Inger Johanne miró el reloj. Pasaban siete minutos de las diez y media.

—Yngvar —dijo en voz baja.

Ragnhild derribó su torre y apareció la cabecera del telediario.

—Yngvar —gritó Inger Johanne—. ¡Yngvar! ¡Ven aquí ahora mismo!

El hombre del estudio llevaba un traje oscuro. Sus espesos rizos parecían más grises que de costumbre y a Inger Johanne le pareció verle tragar saliva dos veces antes de abrir la boca.

—Tiene que haberse muerto alguien —dijo Inger Johanne.

—¿Cómo? —Yngvar entró en el salón con Kristiane ya vestida en brazos—. ¿Se ha muerto alguien?

—Calla.

Señaló el televisor y posó su dedo índice sobre los labios.

—Repetimos que se trata de una información sin confirmar, pero…

Era evidente que la comunicación en el canal público NRK estaba que ardía, también el experimentado periodista se colocó el dedo índice contra el auricular y escuchó atentamente durante algunos segundos antes de mirar a la cámara y continuar:

—Vamos a conectar con…

Frunció las cejas, vaciló y luego se quitó los auriculares, puso una mano sobre la otra y prosiguió por su cuenta:

—Tenemos a una serie de reporteros en las calles para cubrir este caso y, como comprenderán los televidentes, han surgido ciertos problemas técnicos. Dentro de unos instantes volveremos a conectar con nuestros reporteros. Entre tanto, reitero: la Presidenta estadounidense, Helen Lardahl Bentley, no se ha presentado hoy en el Palacio Real para el desayuno previsto para celebrar el Día Nacional. No se ha facilitado ninguna razón oficial para su ausencia. Tampoco en el Parlamento, donde la Presidenta iba a acompañar el desfile de niños junto con el Presidente de la cámara, Jørgen Kosmo, y… un momento…

—¿Está…? ¿Está muerta?

—Muerta y tuerta con huevos revuelta —dijo Kristiane.

Yngvar la dejó con cuidado en el suelo.

—No creo que lo sepan —dijo Inger Johanne rápidamente—. Pero da la impresión de que…

El televisor emitió un feo pitido. Conectaron con un reportero que aún no había alcanzado a quitarse el lazo con la bandera de la solapa de la chaqueta.

—Estoy aquí, ante la Comisaría General de Oslo —dijo con el aliento entrecortado, el micrófono temblaba con fuerza—. Una cosa está clara: algo ha pasado. El comisario jefe Bastesen, que suele encabezar el desfile del 17 de mayo, acaba de pasar corriendo por aquí junto con… —se giró a medias y señaló la suave ladera que conducía a la entrada de la comisaría—, junto con… varias personas. Al mismo tiempo, varios coches de patrulla han salido del patio trasero, algunos de ellos con las sirenas puestas.

—Harald —tanteó el hombre del estudio—. Harald Hansen, ¿me oyes?

—Sí, Christian, te oigo…

—¿Alguien ha dado alguna explicación sobre lo que está pasando?

—No, es completamente imposible acceder a la entrada. Pero los rumores corren como locos, ya nos hemos congregado aquí unos doce o trece periodistas. Y al menos parece claro que algo le ha pasado a la Presidenta Bentley. No ha aparecido en ninguno de los lugares que tenía previsto visitar esta mañana y en la conferencia de prensa que se había convocado en el vestíbulo del Parlamento justo antes de que saliera el desfile de los niños, en fin… ¡No ha aparecido nadie! El gabinete de prensa del Gobierno da la impresión de haberse derrumbado y por ahora…

—Qué cojones —susurró Yngvar, y se dejó caer sobre el reposabrazos de sofá.

—Calla…

—Tenemos gente en el hospital Central y en el hospital de Ullevål —continuó el reportero falto de aliento—, donde hubiera acabado Bentley en caso de que su ausencia fuera… de carácter sanitario. Sin embargo, no hay nada, repito, nada, que indique que haya algún tipo de actividad extraordinaria en estos hospitales. No se percibe ninguna medida de seguridad excepcional ni un tráfico extraordinario, nada. Y…

—¡Harald! ¡Harald Hansen!

—¡Te escucho, Christian!

—Tengo que interrumpirte porque acabamos de recibir…

La imagen volvió a pasar al estudio. Inger Johanne no recordaba haber visto nunca antes que le entregaran físicamente un guión al presentador en el estudio. El brazo del mensajero aún se veía cuando apareció la imagen y el presentador se palpó buscando unas gafas que hasta entonces no había necesitado.

—Hemos recibido un comunicado de prensa del gabinete del primer ministro —carraspeó—. Leo…

Ragnhild se puso a berrear.

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