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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

Una mañana de mayo (6 page)

BOOK: Una mañana de mayo
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Inger Johanne retrocedió hacia el rincón donde la niña chillaba como una poseída, alzando los brazos en el aire.

—Ha desaparecido —dijo Yngvar, desalentado—. La señora ha desaparecido, joder.

—¿Quién ha desaparecido? —preguntó Kristiane agarrándole la mano.

—Nadie —respondió él casi inaudiblemente.

—Que sí —insistió Kristiane—. Has dicho que una señora ha desaparecido.

—Nadie a quien conozcamos nosotros —dijo Yngvar acallándola.

—Mamá no ha sido, por lo menos. Mamá está aquí. Y nos vamos a una fiesta en casa de los abuelos. Mamá no va a desaparecer nunca.

Ragnhild se calmó tan pronto como su madre la cogió en brazos. Se metió el dedo en la boca y enterró la cabeza en el cuello de su madre. Kristiane sostenía aún la mano de Yngvar y se balanceaba despacio.

—Dum-di-rum-dum —susurró.

—No pasa nada —dijo él ausente—. No corremos ningún peligro, tesorito.

—Dum-di-rum-dum.

«Ahora se va a cerrar en banda», pensó Inger Johanne, desesperada. Kristiane estaba encerrándose en sí misma, como hacía cada vez que se sentía un poco amenazada, o cuando sucedía algo inesperado.

—No pasa nada, bonita —acarició la cabeza de la niña—. Ahora nos vamos a preparar todos. Vamos a casa de los abuelos, ya lo sabes. Como teníamos previsto.

Pero no conseguía arrancar los ojos de la pantalla del televisor.

Estaban mostrando imágenes aéreas, tomadas desde un helicóptero que planeaba en círculo sobre el centro de Oslo. La cámara recorrió la calle Karl Johan, desde el Parlamento hasta el Palacio Real, con infinita lentitud.

—Más de cien mil personas —susurró Yngvar, estaba como paralizado y ni siquiera se percató de que Kristiane le soltaba la mano—. Quizás el doble. ¿Cómo diablos van a conseguir…?

Kristiane estaba en un rincón golpeándose la cabeza contra un armario. Había vuelto a quitarse la ropa.

—La señora ha desaparecido —canturreaba—. Dum-di-rum-dum. La señora ha desaparecido.

Y luego rompió a llorar, callada y desconsoladamente.

Capítulo 4

Abdallah al-Rahman estaba lleno. Se acarició la tripa dura. Por un momento consideró la posibilidad de posponer la sesión de gimnasia. Realmente había comido de más. Por otro lado, tenía cosas más que suficientes que hacer aquel día. Si no lo hacía ya, el riesgo de no tener tiempo de hacerlo más tarde era grande. Abrió la puerta cerrada del enorme gimnasio con llave. Un aire fresco le sopló en la cara como un agradable aliento. Cerró la puerta antes de desvestirse prenda por prenda. Al final se quedó descalzo, como acostumbraba, vestido sólo con un pantalón corto blanco como la nieve.

Puso en marcha la cinta de correr. Primero despacio, en un programa de intervalos que duraba cuarenta y cinco minutos. Eso le dejaría media hora corta para las pesas. Algo menos que su gusto y costumbre, pero mejor que nada.

Como era obvio no había recibido ninguna notificación. Ninguna confirmación, ningún mensaje cifrado ni conversación telefónica ni correo electrónico encriptado. Las comunicaciones modernas eran un arma de doble filo: efectivas al tiempo que demasiado peligrosas. En su lugar había desayunado con un hombre de negocios francés y había hecho el rezo matutino. Había visitado brevemente la cuadra para inspeccionar el nuevo potro, que había nacido esa misma noche y era ya una visión impresionante. Nadie había molestado a Abdallah al-Rahman con nada ajeno a su vida cotidiana, allí y entonces. Tampoco había ninguna necesidad.

Hacía ya rato que la CNN le había proporcionado la confirmación que deseaba.

Era obvio que todo había salido según el plan.

Capítulo 5

Las cosas estaban funcionando.

Cayó en la cuenta de que por fin podía tomarse un rato para un cigarrillo. La secretaria jefe del ministro de Justicia, Beate Koss, no era una fumadora habitual, pero por lo general llevaba una cajetilla de diez cigarrillos en el bolso, por si acaso. Se puso un abrigo y cogió el ascensor hasta el vestíbulo de la entrada. Habían cerrado el acceso al público y había guardias de seguridad armados delante de las dos entradas. Se estremeció ligeramente y saludó con la cabeza al funcionario que la dejó atravesar las barreras sin mayores aspavientos.

Cruzó la calle.

Las cosas estaban funcionando. Todo lo que hasta ese momento no habían sido más que directivas encerradas bajo llave y mera teoría, se había hecho realidad aquella mañana en el transcurso de unas pocas horas. Los
walkies-talkies
y las rutinas de emergencia estaban funcionando como debían. El personal clave había sido convocado y el equipo estaba en su sitio. Incluso el ministro de Defensa, que estaba en la isla de Svalbard con ocasión de las celebraciones del Día Nacional, estaba de vuelta en el despacho. Todos conocían su papel y sabían cuál era su sitio en una tremenda maquinaria que parecía avanzar por sí misma desde el momento en que había sido puesta en marcha. Tal vez con una hora o dos de retraso, como había expresado Peter Salhus, pero Beate Koss no podía evitar sentir una especie de orgullo por estar participando en algo grande e histórico.

—Avergüénzate —se dijo entre dientes, y encendió un cigarrillo.

La noticia de la desaparición de la Presidenta norteamericana aún no había mitigado visible o audiblemente las celebraciones.

El jaleo y los vítores en la calle Karl Johan arrojaban un débil eco entre los edificios de la manzana del Gobierno. La gente que pasaba apresurada por delante, sonreía y se reía. Tal vez no supieran nada. A pesar de que la noticia se había filtrado ya hacía rato y de que los dos grandes canales de televisión llevaban toda la mañana interrumpiendo la emisión con ediciones especiales de informativos, era como si la nación se negara a dejarse interrumpir en su espléndida celebración anual de sí misma.

El cigarrillo le sentó bien.

Vaciló un instante antes de encender otro. Su mirada vagó desde el grupo de periodistas apiñados delante del edificio hasta los cristales verdes a prueba de balas del séptimo piso, que se destacaban claramente del resto. Para sus adentros se había preguntado muchas veces por qué el ministro de Justicia tenía que tener cristales a prueba de balas en el despacho cuando iba sin escolta al supermercado, y cuando en casa apenas tenía más que una alarma ordinaria de Securitas. Pero pensó que así tendría que ser: con su extrema lealtad siempre se conformaba con todo lo que se decidía.

Un hombre la miró desde arriba.

Alzó la mano para saludarle con algo de inseguridad y él la saludó de vuelta. Era Peter Salhus. Un buen hombre. Un hombre en el que se podía confiar. Siempre igual de amable cuando se veían, atento y considerado, a diferencia de muchas de las celebridades que entraban y salían del despacho del ministro de Justicia y que apenas reparaban en su existencia.

Beate Koss tiró la colilla al suelo y la pisó ligeramente. Cuando volvió a mirar para arriba le dio la impresión de que Salhus decía algo antes de correr las cortinas y volverse a adentrar en la habitación.

Un coche de Policía pasó despacio, en silencio pero con las luces parpadeantes.

—Ahora que nos hemos quedado solos —dijo Peter Salhus. Sólo el ministro de Justicia y el comisario jefe de Oslo seguían en el despacho tras los cristales verdes—, casi me voy a tener que permitir preguntar… —Se rascó la barba y tragó saliva—. Hotel Opera —dijo de pronto clavando la mirada en el comisario jefe Bastesen—. ¡Hotel Opera!

—Sí…

—¿Por qué?

—La verdad es que no acabo de comprender la pregunta —dijo Bastesen un poco ofendido y frunciendo el ceño—. Fue por…

—Tenemos el Continental y el Grand —le interrumpió Salhus, que parecía forzarse a hablar en voz baja—. Hoteles magníficos, con largas tradiciones. Tenemos bellos edificios de representación y tenemos… —Mitigó aún más la voz y tamborileó con el dedo sobre un colosal mapa del centro de Oslo—. Aquí se han alojado reyes. Princesas y Presidentes. El puto Albert Einstein…

Se interrumpió e inspiró hondo.

—… y sólo Dios sabe cuántas celebridades más. Estrellas de cine y ganadores del Premio Nobel han dormido seguros aquí en sus camas… —su dedo índice estaba a punto de perforar el mapa—, y hemos elegido colocar a la Presidenta estadounidense en un maldito transformador entre una estación de trenes llena de yonquis y un miserable solar en obras. Santo Dios…

Enderezó la espalda con una mueca. El ligero zumbido del aparato de aire acondicionado era lo único que se escuchaba en la habitación. El ministro y Bastesen se agacharon y estudiaron detenidamente el mapa que estaba sobre la mesa, como si la
Madame Président
hubiera podido esconderse allí, entre los nombres de las calles y las manzanas sombreadas.

—¿Cómo se os pudo ocurrir algo así?

El ministro de Justicia retrocedió unos pasos. El comisario jefe Bastesen se cepilló un polvo invisible de la pechera del uniforme.

—Ese tono no nos ayuda a ninguno —dijo con tranquilidad—. Y me permito recordarte que ahora somos nosotros quienes tenemos la responsabilidad del servicio de escolta. Eso implica la seguridad de todas las personas, tanto los noruegos como los extranjeros. Puedo asegurarte que…

—Terje —le interrumpió Salhus, hinchando los mofletes antes de expulsar el aire poco a poco—. Lo siento. Tienes razón. No debería alterarme así. Pero… ¡conocemos el Grand a la perfección! Nos hemos entrenado en la seguridad del Continental. ¿Por qué narices…?

—¡Déjame contestar de una vez!

—Sugiero que nos sentemos —dijo el ministro de Justicia tensamente.

Ninguno de los otros dos dio señales de querer seguir la sugerencia.

—Acaban de construir allí una suite presidencial —intervino Bastesen—. El hotel se está preparando para alojar a la élite cultural. A las grandes estrellas. Hasta ahora ha tenido una fama no del todo… Bueno, no de la categoría del Grand, por decirlo así, pero cuando acaben de construir la nueva ópera, la ubicación les concederá una buena ventaja ante la competencia y… —Su dedo dibujó un círculo en Bjørvika—. En estos momentos hay aquí un follón que no resulta demasiado atractivo. Hay que admitirlo. Pero los planes… La suite presidencial cumplía todos los requisitos. Tanto los estéticos como los prácticos, por no hablar de los de seguridad. Tiene unas vistas magníficas. Han unido una suite antigua con dos habitaciones aledañas del décimo piso, que ha quedado… Y además… —Sonrió con la boca torcida—. La verdad es que estaba bien de precio.

Un ángel cruzó la habitación. Salhus miraba con incredulidad a Bastesen, que mantenía la mirada fija sobre el mapa.

—Bien de precio —jadeó por fin el jefe de Vigilancia—. Viene a Noruega la Presidenta de Estados Unidos. Se toman ingentes medidas de seguridad, tal vez las mayores que hemos tomado nunca. Y vosotros elegís un hotel… ¡barato! ¡Barato!

—Como también debéis de saber en tu cuerpo —dijo Bastesen, aún bastante tranquilo—, es tarea de todo jefe de un cuerpo ahorrar en los gastos públicos cuando sea posible. Hicimos un análisis global del hotel Opera comparado con los hoteles que has mencionado tú. Y el Opera fue el que salió mejor parado. Visto de modo global. Y me permito recordarte que la
Madame Président
viaja con un aparato de seguridad relativamente grande. Como es obvio el Secret Service había inspeccionado el terreno. A fondo. Y hubo pocas objeciones, por lo que puedo entender.

—Creo que lo vamos a dejar ahí —afirmó el ministro de Justicia—. Tenemos que atenernos a la realidad tal y como es, y no perdernos por lo que se podría, habría o debería haberse hecho de otro modo. Propongo que ahora…

Se dirigió a la puerta y la abrió.

—¿Dónde están los planos? —preguntó Salhus mirando al comisario jefe de policía.

—¿Del hotel?

Salhus asintió con la cabeza.

—Los tenemos nosotros. Te voy a conseguir unas copias de inmediato.

—Gracias.

Le tendió la mano en un gesto conciliador. Bastesen vaciló, pero al final la cogió.

Eran ya más de las dos. Aún nadie había tenido noticias de Helen Bentley. Aún nadie sabía la hora exacta de la desaparición. Y todavía ni el jefe de Vigilancia ni el comisario jefe de la Policía de Oslo sabían que los planos arquitectónicos del hotel Opera, que guardaban en el triste edificio arqueado de la calle Grønland, número 44, no coincidían exactamente con la realidad.

Capítulo 6

Un hombre se despertó porque tenía la oreja llena de vómito.

El hedor le irritaba la nariz. Intentó incorporarse. Los brazos no querían obedecerlo. Se resignó y se recostó. La cosa estaba llegando demasiado lejos. Había empezado a vomitar. No recordaba la última vez que se vio forzado a deshacerse de toda la porquería que se metía en el cuerpo. Varias décadas de entrenamiento le habían inmunizado el estómago contra casi todo. Sólo evitaba el aguardiente rojo. El aguardiente rojo era la muerte. Dos años antes, después de una buena partida de mercancía de contrabando, había acabado en el hospital junto a dos de sus compinches. Todos envenenados con metanol. Uno de ellos murió. El otro quedó ciego. Sin embargo, él a los cinco días se levantó y se fue tranquilamente a casa, hacía tiempo que no se sentía tan bien. El médico le dijo que había tenido suerte.

Entrenamiento, pensó él. Se trataba de estar entrenado.

Pero el aguardiente rojo no lo tocaba.

El piso estaba hecho una pesadilla. Lo sabía. Iba a tener que hacer algo. Los vecinos habían empezado a quejarse, del olor, ante todo. Tenía que hacer algo, si no iban a acabar echándolo.

Volvió a intentar incorporarse.

Joder. El mundo entero daba vueltas.

Sentía un intenso dolor en la ingle y tenía el pelo lleno de vómito. Si dejaba caer la parte de abajo del cuerpo por el costado del sofá, tal vez pudiera levantarse. Si no hubiera sido por el maldito cáncer, no habría pasado nada. No habría vomitado. Habría tenido fuerzas suficientes para levantarse.

Muy despacio, para no cargar la poca musculatura que le quedaba al maltrecho cuerpo, impulsó las piernas en dirección a la mesa. Al final logró más o menos sentarse, con las rodillas apoyadas sobre la alfombra arrugada y el cuerpo descansando contra el asiento del sofá, como si rezara.

La televisión tenía el volumen demasiado alto.

Ya lo recordaba. La había encendido al llegar por la mañana. Como en un brumoso sueño, recordaba que alguien había llamado a la puerta. Con rabia e insistencia, como hacían los vecinos que lo asediaban cada dos por tres. Afortunadamente no había sucedido nada más. La pasma debía de tener mejores cosas que hacer que venir a llevarse a un pobre viejo como él.

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