Hasta hace relativamente poco las personas no tenían ni una fracción de la capacidad de elección que tenemos hoy en día. Y no sólo porque cuando acudían al supermercado no hubiese literalmente docenas de salsas para aliñar una ensalada, sino porque sus vidas transcurrían en compartimentos mucho más estancos: la pareja duraba para casi todos hasta la muerte y el trabajo era algo que la mayoría desempeñaba de forma estable y en un horario concreto. Comparemos esto con lo que pasa hoy en día: nos enfrentamos a la tentación de cambiar de pareja más de una vez a lo largo de nuestra vida y la tecnología que nos acompaña a cada minuto hace posible elegir trabajar a deshoras porque estamos constantemente conectados. Podemos por tanto decidir cambios sobre la marcha a cada momento. Incluso nos hemos acostumbrado a dividir nuestra atención cuando estamos realizando una tarea: podemos ver jugar a nuestros hijos y contestar correos al mismo tiempo, y tenemos que decidir sobre la marcha si queremos hacerlo y por cuánto tiempo. Hemos pasado de no poder elegir nada a elegir todo el tiempo.
¿Es bueno poder elegir todo el tiempo?
En principio debería serlo, pero hay que tener en cuenta cómo reacciona el cerebro humano ante las elecciones. Imagina por ejemplo que entras en una agencia de viajes y que dudas entre ir a París, a Nueva York o a una casa rural en la sierra. En general cada elección que hacemos, incluso algo tan sencillo como si quieres desayunar cruasán o tostada, implica una pérdida, o tal vez muchas. Cuando eliges, es fácil pensar en todo lo que has perdido en vez de centrarte en lo que has ganado: si quiero disfrutar de los rascacielos de Nueva York, renuncio a los museos de París; y si me voy a París, doy la espalda a hacer senderismo en la sierra. Y cuando estés paseando por tu destino elegido te preguntarás, ¿me habré equivocado?
Cuidado con la «escalada de expectativas».
La situación empeora si tu elección resulta no darte el placer que anticipabas, ya que el exceso de oferta a la hora de elegir entraña un peligro concreto que se llama «escalada de expectativas». Barry Schwartz, un prestigioso investigador del Swarthmore Colege en Estados Unidos, lo explica con este ejemplo: si cuando voy a comprar un pantalón vaquero sólo hay un par de modelos, como pasaba hasta hace unos años, me probaré los dos y tomaré una decisión relajada. Mis expectativas serán modestas y resultará fácil que esté satisfecho con mi compra. Pero si tengo que elegir entre una multitud de colores, estilos y formas diferentes, mis expectativas escalan porque creo que debería encontrar un vaquero perfecto para mí. Si tras probar varios me levo un vaquero con el que me siento a gusto, pero no maravillosamente bien, pensaré que la culpa es mía. El problema es que esperaba demasiado de ese pantalón. Cuando tienes expectativas altas, la realidad casi nunca puede estar a la altura y sueles sentirte decepcionado. En cambio si nuestras expectativas son modestas es probable que la vida real pueda mejorarlas.
¿Y si le dedico mucho tiempo a cada decisión para no equivocarme?
Efectivamente, algunas personas retrasan la toma de decisiones porque no soportan cerrar puertas… pero eso tiene el peligro de que al final termines dejándote levar por las circunstancias sin atreverte a tomar una decisión de verdad. Es preferible sin duda aprender a tomar decisiones con eficacia.
¿Cómo tomamos nuestras decisiones?
Descubre si eres un maximizador o un optimizador. En general tomamos las decisiones de dos formas distintas
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Los Maximizadores:
si eres un maximizador, tu lema es «quiero lo mejor». Eso implica que quieres el mejor compañero sentimental, el mejor trabajo, la mejor casa, los mejores hijos, el mejor coche, el mejor cereal para desayunar, el mejor vaquero. Generalmente, tu definición de lo que es mejor tiene mucho que ver con aquello a que los demás atribuyen tal cualidad: el trabajo mejor pagado, la mejor marca, lo más difícil de conseguir.
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Los Optimizadores:
si eres un optimizador, tu lema es «quiero algo lo suficientemente bueno». Puede que tengas aspiraciones elevadas o modestas, depende de cada persona, pero lo importante para ti es conseguir algo que encaje en tus necesidades concretas. ¿Quieres un coche familiar donde quepa tu bicicleta y que gaste poca gasolina? Cuando encuentres un modelo adecuado, dejarás de buscar y comparar, y disfrutarás de tu elección sin amargarte pensando que tal vez podías haber hecho una elección mejor.
De estudios efectuados en Estados Unidos para saber qué tipo de personas toma las mejores decisiones se desprende lo siguiente: los maximizadores buscan su primer empleo con sumo cuidado. Quieren «el mejor trabajo posible» y emplean muchas energías buscándolo. Tardan más tiempo que los optimizadores en revisar sus opciones y consiguen de media unos setenta y cinco mil dólares más de sueldo. El problema es que no suelen lograr acallar la duda de que ése era, efectivamente, el mejor trabajo. Por ello, muchos maximizadores sienten que no están donde deberían porque siempre parece que hay algo mejor a lo que podrían aspirar. Vivir sintiendo que no estás donde deberías estar, que no perteneces a ningún lugar, es muy frustrante. Por ello los maximizadores tienden a estar menos satisfechos con sus vidas, a ser menos optimistas y a tener una autoestima más baja. También suelen ser más perfeccionistas, se arrepienten de más actuaciones y tienen una tendencia mayor a la depresión. En todas las dimensiones psicológicas importantes, los maximizadores puntúan peor que los optimizadores.
¿Son conformistas los optimizadores? Así los describiría más de un maximizador, pero nada más lejos de la realidad: las metas de un optimizador pueden ser exigentes o laxas, sus expectativas modestas o ambiciosas; en eso no se distingue del maximizador, sino en su capacidad de sentirse satisfecho con sus elecciones, al margen de la opinión de los demás. Hace falta una sólida personalidad y una buena autoestima para elegir como un optimizador. Tal vez por ello, si se equivocan en su elección, los optimizadores no se vienen abajo sino que sacan partido a sus experiencias e intentan aprender la lección para mejorar la próxima vez. Es decir, que tienen una actitud más constructiva que los maximizadores frente a la adversidad.
La paradoja de elegir es que la libertad para hacerlo puede ser buena y mala. Las investigaciones muestran sin lugar a dudas que si no tienes ninguna capacidad de elección la vida es muy dura. Cuando dispones sólo de algunas alternativas, tu vida mejora y las posibilidades de que puedas sentirte decepcionado por tus decisiones siguen siendo bajas. Ahora bien, a medida que crecen las opciones, las posibilidades de que te sientas defraudado se disparan. ello quiere decir que el exceso de alternativas para elegir tiene un precio alto, y por ello aseguran algunos expertos que un abanico demasiado amplio no compensa.
La abundancia no es tener mucho, es tener suficiente.
A día de hoy la abundancia en la elección no puede evitarse, ya que es una de las señales de identidad de nuestras sociedades de consumo. Pero de nuevo, como ante cualquier elemento estresante, sí que podemos elegir cómo reaccionamos. De entrada podemos aprender una lección importante que se deriva de las investigaciones sobre la toma de decisiones: la abundancia no es necesariamente tener mucho, sino tener suficiente. Curiosamente, cuanto mayor eres, más posibilidades tienes de convertirte en un optimizador satisfecho en tu forma de enfrentarte a muchas elecciones diarias; y ésa es una lección que los humanos podemos aprender a cualquier edad.
¿Cómo sé qué es suficiente para mí?
Barry Schwartz sugiere algunas técnicas:
– Aunque tiendas a ser un maximizador, todos actuamos como optimizadores en algunas decisiones de nuestra vida. Piensa en algún momento en el que has elegido algo y has sentido que ese algo era suficiente. Recuerda esa sensación y piensa cómo puedes trasladarla a otros ámbitos de tu vida.
– Renuncia a probarlo todo por ti mismo y confía para algunas decisiones en personas que ya han tomado esas mismas decisiones. La colaboración es importante para ahorrar tiempo y ansiedad en la toma de decisiones.
– Desarrolla una actitud de agradecimiento. No lamentes lo malo, céntrate en lo bueno que puedas disfrutar. Como hemos visto a lo largo de estas páginas, es difícil para nuestro cerebro programado para sobrevivir dejar de preocuparse, pero es extremadamente gratificante cuando lo conseguimos. Para entrenar tu cerebro en positivo, repasa las técnicas detalladas en la ruta 4.
Las ventajas de ser agradecido
Siglos de evidencia empírica han sugerido que la gratitud, una respuesta que implica agradecimiento y alegría, podría ser una de los caminos más directos al bienestar emocional y un elemento determinante en una vida satisfactoria. Lo confirman unos estudios recientes dirigidos por Todd Kashdan, psicólogo de la Universidad de George Mason (Estados Unidos). Curiosamente, estos sugieren que el agradecimiento es una emoción que resulta un poco más natural a las mujeres que a los hombres, que tienden a sentirse más obligados y menos agradecidos cuando reciben regalos, sobre todo si el regalo procede de otro hombre. Esto, según Kashdan, es el resultado lógico de una educación en la que los hombres se han visto obligados a ser autónomos emocionalmente hasta el punto de tener que esconder y reprimir sus emociones.
¿Cómo puedo sentir más gratitud en mi vida? Cuando te comportas de una determinada manera, preparas el terreno adecuado para que broten las emociones que quieres vivir. Por ello, si levas a cabo una pequeña sesión de agradecimiento de unos minutos durante unos días, entrenarás tu cerebro a agradecer lo que te rodea.
Puedes practicar el agradecimiento en cualquier momento. Te pongo un ejemplo personal: antes de salir en directo al plató de la tele o al estudio de la radio, rara es la vez en que no agradezco en esos segundos previos poder servir a las personas del público que nos acompaña; agradezco al director del programa la oportunidad de estar allí; agradezco al equipo su presencia y apoyo, y también, si estoy muy nerviosa, me agradezco a mí misma tener el coraje de dar la cara en ese instante para poder compartir lo que me importa con los demás. ¡Es difícil no sentirse desbordado de agradecimiento cuando te pones a ello!
– Agradece lo que te gusta. Dar las gracias explícitamente a los que nos rodean es otra forma sencilla de acostumbrarte a ser agradecido: expresar abiertamente, de palabra o por correo, cosas sencillas que tal vez no sueles agradecer, como la amabilidad de alguien en la oficina de correos, la paciencia del casero al que olvidaste pagar el agua, la amabilidad de una vecina que siempre atiende al cartero.
– Agradece también lo que no te gusta tanto. La gratitud tiene muchas facetas, y una de las más importantes es que no se aplica sólo a realidades evidentemente agradables y positivas, como un regalo, un gesto amable o el amor de nuestros seres queridos. Podemos sentir gratitud también por estar cansados y descorazonados, porque significa que hemos marcado una diferencia o que lo hemos intentado; podemos sentir gratitud por nuestros errores, porque nos enseñan lecciones valiosas; por los retos que surgen, porque te hacen más fuerte y lleno de recursos; por los tiempos difíciles, porque te ayudan a fortalecerte; por las cosas que no sabes, porque puedes aprenderlas.
La gratitud puede aplicarse no sólo a lo que tenemos, sino también a lo que dejamos pasar.
A veces nos encontramos en un camino sin salida y nada de lo que intentamos para lograr superar un determinado obstáculo logra facilitar nuestro paso. A lo largo de estas páginas hemos visto distintas maneras de gestionar las curvas y los baches del camino. Ante los retos pequeños y grandes de la vida hay mucho que podemos hacer, pero siempre lega el momento en el que el reto, la batalla, consume más de lo que da a cambio. Es evidente, porque lo vemos a diario, que cuando nos enzarzamos en conflictos en los que nos negamos a tirar la toalla, a veces nos compensa pero otras muchas sufrimos un desgaste que no justifica el esfuerzo. ¿Cuántas veces nos ha pasado, o hemos visto que le pasaba a personas cercanas, el cuerpo a cuerpo con la vida en el que perdemos mucho más de lo que reclamamos y deseamos?
Y es que a veces olvidamos que uno de los elementos más gratificantes cuando lo hemos intentado todo es, precisamente, no hacer nada, dejar pasar aquello que se nos resiste, distinguir entre el esfuerzo constante y pleno —que puede llenar una vida— y el empecinamiento tozudo y debilitante. Por lo general en nosotros mismos, en el caudal de emociones que nos guía ante cada reto de la vida, encontramos intuitivamente, tarde o temprano, la certeza de si merece la pena luchar por algo o alguien. Eso sólo lo podemos saber si somos capaces de conectar con nuestras necesidades con atención plena.
Resulta curioso descubrir que el estado normal de descanso del cerebro es una corriente silenciosa de pensamientos, imágenes y memorias que no se producen por ningún estímulo externo o por un razonamiento mental, sino que emerge de forma espontánea de la mente. Un estudio reciente
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confirma que cuando prestas atención plena eres más consciente de este constante ajetreo de la mente, comparable a una programación por defecto que quizá sirva para conectar distintas experiencias y residuos emocionales y organizarlos mentalmente.
Vivir el presente, sin embargo, es un verdadero reto para una sociedad como la nuestra que basa su economía y su forma de vida en la distracción crónica y padece por tanto un cierto desorden de atención y de hiperactividad colectivo. Explica Jon Kabat-Zinn, catedrático de Medicina y director de la Clínica para la Reducción del Estrés de la Universidad de Massachusetts, que sólo disponemos de momentos fugaces y encadenados en los que vivir el presente; el pasado y el futuro son sólo conceptos que nos distraen de la realidad de cada instante. Aprender a vivir en el presente sin intentar dirigirlo conscientemente no es una crítica al pensamiento racional sino un reconocimiento de que también necesitamos crear espacios humildes y abiertos, donde podamos suspender los elementos de juicio racional que pueden entorpecer o contaminar la intuición, la creatividad y la imaginación. Tal vez por ello decía Albert Einstein que «el intelecto tiene poca cabida en la ruta del descubrimiento. La conciencia da un salto, llámalo intuición o lo que quieras, y la solución te lega, y no sabes cómo ni por qué».