La mente humana, como vimos en la ruta 10, tiene un inconsciente poderoso y dominante programado en la infancia, muy dependiente de las creencias y juicios de nuestro entorno. Freud afirmaba que el inconsciente es donde almacenamos y reprimimos ideas socialmente inaceptables, deseos, memorias traumáticas y emociones dolorosas, aunque hoy sabemos que los contenidos del inconsciente no tienen por qué ser siempre negativos. En cualquier caso, nuestras vidas reflejan la mayor parte del tiempo esa programación inconsciente y, si es negativa —por ejemplo, si prima el miedo a lo que los demás piensen de nosotros, a no ser amados o respetados…—, tendemos a generar experiencias que encajan con esta programación emocional.
¿Podemos salir del círculo vicioso de las programaciones inconscientes negativas?
Podemos, pero hay que trabajar la mente como hemos aprendido a trabajar el cuerpo, ¡con tesón y esfuerzo! De la misma manera que sólo desear o decir que vas a hacer ejercicio y a comer de forma sana es necesario pero no suficiente para conseguir un cuerpo sano, querer tener una actitud positiva es obligado pero no suficiente para lograr cambiar los hábitos mentales grabados química y eléctricamente en nuestro cerebro. Afortunadamente podemos trabajar la mente con técnicas que nos ayudan a reprogramar y cambiar hábitos, pero se tiene que hacer de forma constante y repetitiva hasta lograr cambiar el hábito mental. En este sentido, las investigaciones más punteras (por ejemplo, las que se levan a cabo en el laboratorio de neurociencia afectiva de Richard Davidson, en Wisconsin, Estados Unidos) confirman el poder del pensamiento para cambiar las estructuras biológicas del cerebro, es decir, para reprogramarlo.
¿Cómo puedo transformar mi mente?
Podemos acceder y transformar una parte de lo que esconde nuestra mente inconsciente, por ejemplo, con los métodos clásicos que ofrece el psicoanálisis (con técnicas como la libre asociación, el análisis de los sueños o descifrando las señales verbales y no verbales, muchas de ellas descritas en las rutas 10 y 11) o recurriendo a las terapias de distintas escuelas. Pero una forma eficaz para empezar a comprender y transformar nuestras vidas es un método de autogestión mental que tiene dos mil años de antigüedad en Oriente y que en los últimos tiempos se está popularizando y estudiando en los laboratorios en Occidente. Hablamos de la meditación o atención plena.
Vivir con atención plena
¿Qué es la atención plena?
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La atención plena es la capacidad de centrar la atención en el presente, gestionando la tendencia de la mente a divagar hacia el pasado o el futuro. Hay muchísimas técnicas de atención plena, y las más sencillas, a las que puede acceder cualquier persona que quiera experimentarlas, suelen estar basadas en la práctica de la respiración. El psiquiatra Dan Siegel sugiere una técnica muy eficaz antes de empezar una sesión de atención plena: «Pon tu atención en la pared que tienes a tus espaldas. Ahora, pon tu atención en la pared que tienes enfrente. Ahora trae tu atención al centro de la habitación. Ahora llévala dentro de ti». Con este sencillo ejercicio nos damos cuenta de que podemos elegir dónde va nuestra atención, que no tiene por qué ser asaltada por cualquier estímulo externo que surja. Dónde pones tu atención es una elección. Cuando te centras con atención plena, tu atención actúa como un microscopio que te permite focalizar y ampliar como un zoom, y por tanto percibir mejor el presente.
¿Qué ventajas tiene la atención plena?
Podemos crear nuevos caminos neurales a través de la atención plena, comprobados con la ayuda de las técnicas de imagen actuales. Un cambio importante, por ejemplo, se da en aquellas áreas del cerebro que reconocen y responden a los estímulos del dolor; y también en el sistema límbico, el área que controla muchos de los procesos mentales y físicos que ocurren por debajo del umbral de la conciencia. Los beneficios fisiológicos que pueden derivarse de las prácticas de atención plena son múltiples, entre ellos el alivio de los síntomas del estrés, medido de forma objetiva tras sesiones de meditación sencillas, y que no requieren un entrenamiento complicado.
Estas prácticas también cambian la frecuencia de nuestras ondas cerebrales, producidas por la actividad eléctrica del cerebro. Cuando estamos despiertos nuestra mente tiende al estado beta, unas ondas rápidas que al acelerarse revelan mayor estrés, agitación, preocupación y tendencia a la negatividad. Cuando meditas o duermes, las ondas cerebrales se calman y entran en estado alfa, theta o delta, en los que es difícil sentirse preocupado o agitado. También existen una ondas difíciles de capturar mediante un encefalograma llamadas gamma, las más rápidas del cerebro y asociadas a una mayor actividad mental, que generan destellos de brillantez e intuiciones asociadas a momentos de extrema concentración y atención.
¿Dónde se han comprobado estos efectos?
En diversos estudios en todo el mundo, aunque algunos de los ejemplos más conocidos proceden del Laboratorio de Neurociencia Afectiva del neurocientífico Richard Davidson. En 2002, Davidson puso ciento veintiocho electrodos en la cabeza de un experimentado monje budista de origen francés, Matthieu Ricard, y le pidió que meditara sobre la compasión. Inesperadamente, la actividad gamma del cerebro del monje se disparó visiblemente a la vez que aparecían indicadores que suelen darse en personas que están bajo los efectos de la anestesia. Los investigadores se enfrentaban por primera vez a este tipo de datos y para verificarlos ampliaron el estudio a más monjes y a un grupo de control de estudiantes que no tenían experiencia meditando. Los monjes producían ondas gamma treinta veces más potentes que las de los estudiantes. También activaban más áreas de sus cerebros, especialmente la corteza prefrontal izquierda, que genera determinadas emociones positivas, como el entusiasmo y la alegría.
Las implicaciones de estos estudios han sido determinantes para terminar de disolver la creencia que hemos arrastrado durante décadas acerca de un cerebro supuestamente rígido e incapaz de cambiar, y ha fomentado numerosas investigaciones sobre la plasticidad cerebral, muchas de ellas dedicadas a concretar las posibilidades de entrenar y modificar el cerebro deliberadamente a través del pensamiento y del comportamiento. En las últimas dos décadas ya veníamos comprobando que el entrenamiento intensivo modifica las estructuras cerebrales, como en el caso del cerebro de los violinistas; en estos, el área del cerebro que corresponde a sus dedos cuando pisan las cuerdas del instrumento es mayor que la parte del mismo afecta a la mano que leva el arco. ¿Y si ese potencial pudiese trasladarse para trabajar de forma rutinaria los centros emocionales del cerebro, como logran hacer los monjes cuando expresan determinadas emociones como la compasión? ¿Se puede trabajar una emoción como se trabaja un músculo? Tenemos abierto un campo extraordinario de cara al entrenamiento de las respuestas emocionales negativas y positivas de forma preventiva y educativa.
¿De qué otras formas puedo transformar mi mente, sobre todo la parte inconsciente que no comprendo fácilmente?
Una de las formas para acceder a la mente inconsciente es trabajando con las imágenes que llenan nuestra cabeza. Elige en qué imágenes quieres fijarte: ¿en viejas y conocidas imágenes que te están causando confusión y dolor, o en nuevas imágenes que puedan ayudarte a cambiar tu programación mental? Recuerda que podemos elegir dónde ponemos nuestra atención. Los niños tienen una capacidad espontánea para focalizar su atención en distintas imágenes, pero los adultos tendemos a una mayor rigidez cerebral. Para mejorar nuestra flexibilidad resulta útil la visualización, que aprovecha una curiosa y poética capacidad cerebral: pensamos con símbolos.
¿Qué es el pensamiento simbólico?
El pensamiento simbólico es la representación de la realidad a través de conceptos abstractos como palabras, dibujos, gestos o números. Gracias a esta capacidad podemos ver una señal de tráfico redonda con una raya roja y saber que significa «prohibido»; mirar una bandera y comprender que representa «mi país»; ver una mochila y asociarla a «las cosas con las que yo cargo».
¿De qué me sirve pensar con símbolos?
El pensamiento simbólico es muy importante porque nos permite gestionar un mundo complejo. También nos da una puerta de entrada a la mente inconsciente, porque podemos hablarle con imágenes que encierran un mensaje que tal vez no seríamos capaces de transmitir de forma explícita.
Un ejemplo: piensa en alguna experiencia difícil que no logras comprender del todo. Ya sabes que para superar nuestras experiencias difíciles tenemos que lograr aprender una lección de ellas, a fin de poder encajarlas en el guión de nuestra vida.
¿Qué pasaría si simplemente me resigno a lo que me molesta o me duele y no pienso más en ello?
Sería estupendo aunque no funciona así: cuando te resignas lo que estás haciendo es almacenar en algún lugar callado de tu mente una experiencia que te seguirá afectando negativamente porque te genera desconfianza, tristeza o prejuicio, que seguirán vivos dentro de ti, a pesar de que no te permitas expresarlos. Aunque pueden parecer lo mismo, la resignación y la aceptación son completamente diferentes. Cuando te resignas, hay pérdida de control y tristeza porque no has podido decidir. La aceptación en cambio implica una gestión de la situación: tú decides, no lo que viene a ti, sino cómo lo encajas en tu vida. Cuando aceptas haces un ejercicio deliberado y consciente por asimilar cada experiencia.
A veces nos molestan cosas nimias, palabras o decepciones que arrastramos en nuestra mochila. ¿Existe alguna técnica que nos ayude a asimilar y dejar ir nuestras experiencias negativas, pequeñas o grandes? Te propongo ayudar a tu cerebro a no desgastarse en experiencias y problemas que no puede solventar. Para ello utilizaremos una técnica sencilla, adaptable a mayores o niños, que emplea la capacidad simbólica del cerebro.
Una mochila para el universo
– Imagina que tienes una mochila (como el cerebro no distingue bien entre realidad y ficción, no hace falta tener mochila, puedes imaginarla). Dale el color, el tamaño y la forma que prefieras.
– Piensa en la experiencia, las palabras, la decepción o las pérdidas que te están pesando. Puedes elegir un objeto para simbolizarlas. Por ejemplo, si has roto con tu novia y ella solía levar guantes rojos, puedes pensar en unos guantes rojos para simbolizarla.
– ¿Qué he aprendido de esta experiencia? Sabemos por multitud de estudios que aprender una lección de cada experiencia es uno de los elementos que más ayuda a superar la tristeza. ¿Eres más sabio, más compasivo, comprendes mejor lo que necesitas, tienes alguna prioridad más clara de cara al futuro, has aprendido a perdonar, has crecido o mejorado de alguna manera? Si necesitas ayuda profesional para lograr este aprendizaje, intenta conseguirla.
– Meto mi experiencia en la mochila y se la devuelvo al universo. Metemos el objeto que simboliza nuestra experiencia en nuestra mochila imaginaria y se la devolvemos al universo. Con esto estamos dando una orden sencilla y gráfica al cerebro: he aprendido una lección de esta experiencia y ahora la «dejo ir», no necesito revivirla, confío en que esta experiencia me ha servido para crecer y no deseo cargar más con ella.
Cambiar, comprender y transformar no es tan difícil como tememos, aunque a menudo resulte arduo afrontar los procesos de cambio porque asustan a nuestro cerebro programado para sobrevivir y protegerse. Cambiar, para este cerebro miedoso, implica una posible pérdida, aunque ésta pudiera ser necesaria y beneficiosa para nosotros. Por ello solemos resistirnos a los cambios, porque despiertan inseguridades a las que instintivamente nos resistimos. Por ello, los entornos de crisis personal y social suelen ser propicios para que se den cambios, porque la elección entonces es o bien cambiar, o seguir soportando el sufrimiento derivado de la situación de crisis. Aunque algunos se atrincheran en su dolor, muchos consiguen afrontar sus cambios vitales tarde o temprano. Somos más ligeros y flexibles de lo que creemos porque estamos programados para conquistar y descubrir, y por ello tenemos más poder del que solemos reconocer sobre nuestras derivas individuales y colectivas.
Einstein dijo que un problema no puede solucionarse al mismo nivel ni desde la misma perspectiva en los que fue creado. En este sentido las crisis, que desgraciadamente traen incertidumbre y destrucción a la vida diaria de tantas personas, son una oportunidad para que construyamos los cimientos de cambios profundos que difícilmente podrían darse en circunstancias de bonanza. La experiencia de lo aprendido a lo largo de siglos, en la naturaleza y en las civilizaciones, desvela que las crisis potencian la evolución y que cambios que parecían difíciles o imposibles pueden darse incluso relativamente deprisa. A estos cambios, sin embargo, actualmente se resisten en buena medida nuestras estructuras sociales, políticas, económicas y religiosas, empeñadas en su propia supervivencia.
Una de las creencias más arraigadas del viejo mundo que colea es que la abundancia es tener más que nadie, un lema radical que implica que el dinero tiene derecho a marcar las reglas de nuestra convivencia. Tendremos que aceptar, a la luz de lo que estamos aprendiendo acerca del bienestar físico y emocional de las personas, que el dinero por encima de un umbral medio ocupa un lugar modesto en nuestra felicidad y que su consecución no puede estar reñida con la consolidación de entornos educativos, afectivos y laborales que alimenten las necesidades humanas básicas de afecto, seguridad, creatividad y bienestar.
Nuestro siglo se caracteriza como ningún otro por la rapidez con la que intercambiamos información y por la facilidad con que las ideas colectivas e individuales pueden viajar y contagiarse. Nunca como hasta ahora una sola persona ha podido de la noche a la mañana impactar e influir sobre los demás, porque puede subirse a una plataforma digital y hacerse escuchar, para bien o para mal. Vivimos además una época de democratización del conocimiento que potencia las posibilidades de que la creatividad humana se multiplique en todos los ámbitos. Aunque a veces cueste creerlo, los datos objetivos revelan que caminamos hacia sociedades más transparentes, más pacíficas, más colaborativas y más justas, donde más personas, educadas para gestionar un cerebro complejo que estamos aprendiendo a potenciar, podrán ser partícipes de la evolución del mundo que compartimos.