—Sarkoja le dijo a Sola que te has convertido en un verdadero Tharkiano —me comentó y que ahora no podré verte más de lo que veo a los otros guerreros.
—Sarkoja es una mentirosa número uno, aun cuando los Tharkianos sostengan con orgullo que siempre dicen la verdad absoluta.
Dejah Thoris sonrió.
—Sabía que aunque llegaras a incorporarte a la comunidad no dejarías de ser mi amigo. "Un guerrero puede cambiar sus armas, pero no su corazón" como se dice en Barsoom. Creo que han tratado de mantenernos separados, porque cada vez que has estado franco de servicio, alguna de las mujeres más viejas de la reserva de Tars Tarkas se las ha arreglado siempre para maquinar una excusa para mantenernos a Sola y a mí fuera de tu alcance. Me han tenido en la fosa, debajo de los edificios, ayudándoles a mezclar sus horribles polvos radiactivos y elaborar sus terribles proyectiles. Ya sabes que éstos se deben hacer con luz artificial, ya que la exposición a la luz solar siempre provoca una explosión. ¿Te has dado cuenta de que sus balas explotan cuando chocan contra objetos? Su cubierta exterior opaca se rompe por el impacto y deja al descubierto un cilindro de vidrio, casi siempre sólido, en cuyo extremo anterior hay una diminuta partícula de polvo radiactivo. En el momento en que la luz solar, aunque sea leve, golpea contra el polvo, éste explota con una violencia enorme. Si alguna vez eres testigo de una batalla nocturna, podrás notar que no se producen esas explosiones, mientras que a la mañana siguiente, al alba, se oyen fuertes detonaciones a causa de los proyectiles explosivos disparados por la noche. Sin embargo, es regla no utilizar proyectiles explosivos de noche.
—¿Has sido alguna vez objeto de crueldad y vejaciones de parte de ellos, Dejah Thoris? —le pregunté, sintiendo que la sangre de mis antepasados guerreros corría hirviendo por mis venas mientras esperaba su respuesta.
—Sólo en cosas pequeñas, John Carter —me contestó—. Nada que hiriera mi orgullo. Saben que soy descendiente de los diez mil Jeddaks, que a lo largo de todo mi árbol genealógico no hay un solo hueco desde sus primeras fuentes. Ellos, que no saben siquiera quiénes son sus propias madres, tienen celos de mí. En el fondo, odian sus horribles destinos y por lo tanto descargan sus mezquinos rencores en mí, que represento todo lo que no tienen y lo que más ansían y nunca podrán poseer. Tengámosles lástima, mi caudillo; y que aun cuando muramos a manos de ellos, seamos capaces de tenerles lástima, desde el momento que somos superiores a ellos, como ellos saben.
De haber sabido el significado de las palabras "mi caudillo" expresadas por una mujer roja de Marte a un hombre, me hubiera llevado la sorpresa de mi vida, pero en ese momento no lo sabía, ni lo sabría en muchos meses. Aun tenía mucho que aprender en Barsoom.
—Creo que lo más sabio sería soportar nuestra suerte con el mejor ánimo posible, Dejah Thoris. Pero a pesar de todo espero estar presente la próxima vez que cualquier marciano verde, rojo, rosa o violeta tenga la valentía siquiera de mirarte mal, mi princesa.
Dejah Thoris contuvo el aliento cuando pronuncié las ultimas palabras y me miró con los ojos dilatados y el corazón palpitante. Luego, con una extraña sonrisa que formó pícaros hoyuelos en los extremos de su boca, movió la cabeza y exclamó:
—¡Qué niño! Un gran guerrero y aun así un niño que todavía no sabe caminar.
—¿Qué he hecho ahora? —exclamé perplejo.
—Algún día lo sabrás, John Carter, si vivimos. Pero ahora no te lo puedo decir. Y yo, la hija de Mors Kajak, hijo de Tardos Mors, he escuchado sin enojo —concluyó.
Luego volvió a su estado de ánimo alegre, feliz y sonriente, y me hizo bromas sobre mi valentía de guerrero Tharkiano que contrastaba con mi blando corazón y mi gentileza natural.
—Creo que si accidentalmente llegaras a herir a un enemigo, lo llevarías contigo a tu casa y le harías de enfermero hasta que se curara —sonrió.
—Eso es precisamente lo que hacemos en la Tierra —contesté—, al menos entre personas civilizadas.
Esto la hizo reír de nuevo. No lo podía entender, ya que a pesar de toda su ternura y dulzura femeninas, aún era una marciana, y para los marcianos el único enemigo bueno era el enemigo muerto, pues cada enemigo muerto significaba mucho más para repartir entre los que quedaban vivos.
Yo tenía mucha curiosidad por saber qué le había dicho o hecho para causarle tal perturbación unos momentos antes, de modo que seguí insistiendo para que me lo dijera.
—No —exclamó—; es suficiente conque lo hayas dicho y lo haya escuchado. Y cuando lo sepas, y si yo llego a estar muerta —como es muy probable que esté antes que la luna más lejana haya girado en torno de Barsoom otras 12 veces, recuerda que lo escuché y que sonreí.
Me parecía que estaba hablando en chino, pero cuanto más le pedía que me explicara, más se negaba a contestarme. De manera que, con mucho desaliento, desistí de mi intento.
Se había hecho de noche mientras vagábamos por la gran avenida iluminada por las dos lunas de Barsoom y por la Tierra que nos contemplaba con su gran ojo verde y encendido. Parecía que estábamos solos en todo el universo y yo, al menos, estaba complacido de que así fuera.
Como el frío de la noche marciana caía sobre nosotros, me quité mis sedas y las eché sobre los hombros de Dejah Thoris.
Cuando mi brazo descansó por un instante sobre ella sentí que se estremecían todas las fibras de mi ser de un modo que ningún contacto con otro mortal había suscitado jamás. Me pareció que ella se había apoyado en mí suavemente, pero no podía estar seguro de ello. Solamente supe que cuando mi brazo se posó allí, sobre sus hombros, un instante más del tiempo necesario para colocarle las sedas, no se alejó ni habló. Así, en silencio, caminamos sobre la superficie de un mundo que se moría, pero en el corazón de uno de los dos, al menos, había nacido lo que a pesar de ser siempre lo más antiguo es nuevo.
Me había enamorado de Dejah Thoris. El contacto de mi brazo con sus hombros desnudos me había hablado con palabras que no podían engañarme, y supe que la había amado desde el primer momento en que sus ojos y los míos se habían encontrado en la plaza de la ciudad muerta de Korad.
Una lucha a muerte
Mi primer impulso fue el de declararle mi amor, pero enseguida pensé en su estado de impotencia, en que sólo yo podía aliviar el peso de su cautiverio y protegerla, con lo poco que tenía, contra los miles de enemigos hereditarios que debería enfrentar cuando llegáramos a Thark. No podía arriesgarme a provocarle un nuevo dolor o pesadumbre declarándole un amor que con toda seguridad ella no correspondería. De ser yo tan indiscreto, su situación sería todavía más insostenible que en ese momento. El pensamiento de que ella pudiera creer que yo me aprovechaba de su debilidad para influir sobre su decisión, fue el último argumento que selló mis labios.
—¿Por qué estás tan callada, Dejah Thoris? —pregunté—. Posiblemente prefieras regresar con Sola a tus habitaciones.
—No —musitó—. Soy feliz aquí. No sé por qué, John Carter, siempre que estás conmigo, aunque eres un extraño, estoy feliz y contenta. En esos momentos me parece que estoy a salvo y que, contigo regresaré pronto a la corte de mi padre y sentiré sus fuertes brazos estrecharme y las lágrimas y besos de mi madre en mi mejilla.
—Entonces, ¿la gente se besa aquí, en Barsoom? —le pregunté- cuando me hubo explicado la palabra que había usado, después de preguntarle yo su significado.
—Padres y hermanos, sí; y amantes —añadió en tono bajo y dubitativo.
—Y tú, Dejah Thoris, ¿tienes padres y hermanos?
—Sí.
—¿Y un… amante?
Se quedó callada y por lo tanto no me atreví a repetir la pregunta.
—El hombre de Barsoom —dijo finalmente— no hace preguntas personales a las mujeres, excepto a su madre y a la mujer por la que ha luchado y cuyo corazón ha ganado.
—Pero yo he peleado —comencé, y en ese mismo momento deseé que me hubieran arrancado la lengua, ya que cuando me di cuenta y dejé de hablar se dio la vuelta y sacándose las sedas de sus hombros me las devolvió y sin una palabra y con la cabeza erguida se alejó con el porte de una reina hacia la plaza y la entrada de sus habitaciones.
No intenté seguirla. Simplemente verifiqué que llegara a salvo al edificio, e indicándole a Woola que la acompañara, me volví desconsoladamente y entré en mi propia casa. Estuve horas sentado cruzado de piernas y malhumorado sobre mis sedas, pensando en los extraños caprichos que el destino nos juega a esos pobres diablos que somos los mortales.
¡Eso era el amor! Le había escapado durante todos los años en que había viajado por los cinco continentes y sus mares, a pesar de las mujeres hermosas y los instintos, a pesar del deseo a medias de amar y la constante búsqueda de mi ideal. ¡Y ni sino era enamorarme con todas mis fuerzas y sin esperanzas de una criatura de otro mundo, de una especie muy similar, pero no igual a la mía! Una mujer que había salido de un huevo y cuyo promedio de vida podía pasar los mil años; y cuyo pueblo tenía costumbres e ideas extrañas. Una mujer cuyos deseos, placeres, conceptos de la virtud y del bien y del mal podían diferir tanto de los míos como lo hacían los de los marcianos verdes.
La mañana que partimos hacia Thark amaneció clara y cálida, como sucede todas las mañanas en Marte, excepto en los seis meses en que la nieve se derrite en los polos.
Busqué a Dejah Thoris en la multitud de carros que partían, pero me volvió la espalda y puede ver que la sangre le subía a las mejillas. Con la tonta contradicción del amor, me mantuve callado cuando podría haber alegado desconocer la naturaleza de mi ofensa, o al menos su gravedad, y haber intentado, en el peor de los casos, una reconciliación a medias.
Mi deber me dictaba que tenía que verificar que estuviera cómoda y, por lo tanto, inspeccioné su carro y ordené sus pieles y sedas. Al hacerlo me di cuenta con horror de que estaba fuertemente encadenada de un tobillo al costado del carro.
—¿Qué significa esto? —grité volviéndome hacia Sola.
—Sarkoja pensó que sería mejor —me contestó, haciéndome notar con su expresión que no aprobaba el procedimiento.
Examiné los grilletes y vi que tenían una cerradura de resorte.
—¿Dónde está la llave, Sola? Dámela.
—La tiene Sarkoja, John Carter —me contestó.
Me volví sin decir palabra y busqué a Tars Tarkas a quien recriminé vehementemente las innecesarias humillaciones y crueldades —como las veían mis ojos de amante- a las cuales se sometía a Dejah Thoris.
—John Carter —me contestó—: si en algún momento tú y Dejah Thoris escapan de los Tharkianos será durante este viaje. Sabemos que no te iras sin ella. Has demostrado ser un luchador poderoso y no queremos encadenarte, por lo tanto los retendremos a ambos de la forma más fácil que nos dé seguridad. He dicho.
Al instante advertí la firmeza de su razonamiento y me di cuenta de que sería inútil apelar de su decisión pero pedí que le fuera retirada la llave a Sarkoja y que se le ordenara que en lo futuro no se ocupara más de la prisionera.
—Esto, Tars Tarkas, lo puedes hacer por mí en recompensa de la amistad que, debo confesar, siento por ti.
—¿Amistad? —contestó—. No existe tal cosa. John Carter, pero si es tu voluntad, le ordenaré a Sarkoja que deje de molestar a la muchacha y yo mismo custodiaré la llave.
—A menos que quieras que yo mismo asuma la responsabilidad —dije sonriendo.
Me miró larga y seriamente antes de contestar.
—Si me das tu palabra de que ni tú ni Dejah Thoris intentaran escapar hasta que hayamos llegado a la corte de Tal Hajus a salvo, puedes tener la llave y arrojar las cadenas al río Iss.
—Será mejor que tengas tú las llaves, Tars Tarkas —le contesté.
Sonrió y no dijo nada más, —pero esa noche, cuando estábamos acampando, lo vi desprender las cadenas que sujetaban los pies de Dejah Thoris él mismo.
Con toda su cruel ferocidad y frialdad, había una tendencia oculta en Tars Tarkas que él parecía estar siempre luchando por acallar. Podía ser un vestigio de algún instinto humano que regresaba para obsesionarlo con el horror de las costumbres de su pueblo.
Mientras me acercaba al carro de Dejah Thoris, me crucé con Sarkoja. La negra y venenosa mirada que me dirigió fue el bálsamo más dulce que sentía desde hacía mucho tiempo. ¡Dios, cómo me odiaba! Brotaba de ella en forma tan palpable que se podía cortar con una navaja. Poco después la vi conversando muy interesada con un guerrero llamado Zad, una bestia enorme, toruna y poderosa, pero que nunca había dado muerte a nadie entre sus propios caudillos y que, por lo tanto, aún era un
o mad,
u hombre de un solo nombre. Solamente podría ganar su segundo nombre con las armas de algún caudillo. Era ésta una costumbre que me había dado el título de los nombres de los caudillos a los cuales había dado muerte. Algunos de los guerreros se dirigían a mí como Dotar Sojat, combinación de los apellidos de los dos caudillos guerreros cuyas armas había tomado o, en otras palabras, a los que había eliminado en pelea limpia.
Mientras Sarkoja hablaba, miraba de soslayo en mi dirección, y al parecer estaba esforzándose por inducir a Zad a hacer algo. No le presté mucha atención en ese momento, pero al día siguiente tuve buenas razones para recordar los hechos y, al mismo tiempo, vislumbrar claramente las oscuras profundidades del odio de Sarkoja y hasta dónde era capaz de llegar para descargar su horrible venganza.