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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (28 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Hablando de la suerte: ¿es que existe la suerte? Sí. La suerte existe. Existen
rachas de suerte
. Se trata de un conocimiento muy instructivo que he obtenido gracias al póquer: que todas las cosas tienen su ritmo, incluso las estadísticas en apariencia más inanimadas.

Cualquier matemático os dirá que en una mesa de póquer las cartas se distribuyen aleatoriamente, que recordamos lo excepcional y olvidamos lo vulgar, que la «suerte» es una ilusión.

Cualquier jugador de póquer sabe, por el contrario, que existen rachas de suerte fenomenales que desafían cualquier explicación matemática. Hay períodos en los que uno no puede ligar una mano y hay períodos en los que no puede dejar de ligar una mano, y
existe
cosa tal como una absoluta premonición de las cartas: la
certidumbre
inconmovible de lo que va a ocurrir a continuación. Estas cosas suceden en abierta contradicción de la sabiduría científica y el sentido común. El jugador de póquer aprende que, a veces, tanto la ciencia como el sentido común se equivocan; que el abejorro
puede
volar; que quizá no haya que confiar en los expertos; que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que puede soñar una mentalidad académica.

Es un consuelo saber que existe la suerte, que hay momentos para forzar la suerte y momentos para retirarse graciosamente, que todos los caminos tienen su curva.

¿Qué haces cuando quieres forzar tu suerte más allá de sus límites? Has de actuar como un buen filósofo y preguntarte qué axioma debes suponer que rige tus actos. Tras haberlo determinado, te preguntas si este axioma, a la larga, te permitirá ganar. (Estás buscando una escalera, y tus posibilidades de ligarla son de uno entre cuatro y medio. La ganancia que te ofrece el pozo es de cinco a uno. La cosa parece muy igualada, pero si te pasaras el día haciéndolo, deberías sacar un beneficio del 10 por 100.)

Si el axioma según el que estás actuando no ha sido pensado para ganar dinero puedes descubrir que tu verdadero objetivo en el juego es otro muy distinto: quizá estés tratando de demostrarte que eres el amado de Dios.

A continuación, debes preguntarte si eres capaz de soportar la pérdida, tanto económica como emocionalmente. Porque la primera se producirá sin duda, y la segunda muy probablemente.

El póquer es aburrido. Si te sientas a la mesa para experimentar emociones, consciente e inconscientemente harás lo preciso para que el juego resulte emocionante; jugarás contra probabilidades muy remotas y crearás emergencias. Esto te hará perder dinero. Si, por otra parte, tu objetivo consiste en ganar dinero, observarás el juego y esperarás que te lleguen cartas buenas, y jugarás contra probabilidades equilibradas, y, a la larga, debes ganar. Y cuando
no
ganes, todavía podrás irte a casa sin rezongar, pues, como dijo Woodrow Wilson: «Prefiero perder en una causa que a la larga ha de prevalecer que triunfar en una causa condenada al fracaso.» (Apuesto a que la mayoría de vosotros ni siquiera sabía que Wilson era un jugador de póquer.)

Cuando juegas al póquer debes tratar cada mano, según dice Epícteto, como una visita a las Olimpiadas, pues cada mano te ofrece la oportunidad de destacar en un juego determinado: apostar, tener a raya, administrar tu dinero, observar a los jugadores y, lo más frecuente, esperar.

Los jugadores de póquer que más admiro son, ciertamente, como aquel búho viejo y sabio que permanecía sentado en su roble, con la boca cerrada y la vista fija en lo que ocurría.

En cuanto a la observación, Confucio dejó dicho que el hombre no puede ocultarse: mira qué le hace sonreír, mira qué le hace fruncir el ceño. La imposibilidad de ocultarse es especialmente cierta en los hombres bajo presión, es decir, los jugadores. Esta es otra razón para desarrollar un juego correcto y estoico.

Cuando te sientes orgulloso de haber tomado la decisión correcta (esto es, la decisión que, a la larga,
debe
hacerte ganar), te sientes inclinado a esperar los resultados de esta decisión con cierta medida de impasibilidad. En estas condiciones, te sientes menos temeroso y más tranquilo. Tu atención no se dirige tanto a ti mismo como a los demás jugadores, que ahora empiezan a revelarse. ¿Es fingido su nerviosismo? ¿Han ligado ya su mano? ¿Están faroleando? Estas decisiones resultan imposibles cuando estás asustado, pero se vuelven cada vez más fáciles cuanto más satisfecho estás de tus propias acciones. Y, sí, a veces pierdes, pero sin diferencias de opinión no existirían ni las carreras de caballos ni la intolerancia religiosa, y si no quieres correr riesgo alguno no tienes por qué jugar al póquer.

El póquer también revela al observador franco otra cosa importante: le enseña a conocer su propia naturaleza.

Muchos malos jugadores nunca mejoran porque no pueden afrontar el conocerse a ellos mismos. En último término, no pueden aceptar la idea de que todo lo que hacen lo hacen por una razón. El mal jugador no se dignará averiguar lo que piensa mediante la observación de lo que hace. Eso podría revelar, como suele ser el caso, una necesidad de ser maltratado (al desafiar una mano que debe ser superior), una necesidad de ser amado (al seguir el juego en espera de «esa carta mágica»), una necesidad de que papá se compadezca (al farolear contra una mano que sin duda es mejor), etcétera.

Resulta doloroso observar esta clase de conducta en uno mismo. Muchas veces preferimos sufrir las consecuencias que hacer algo para remediarlo. No es fácil afrontar el hecho de que, en vez de jugar a cartas pese a nuestras pérdidas, jugamos precisamente por ellas.

Pero el póquer es un juego que se desarrolla entre individuos a los que el dinero hace iguales. Cada jugador lo utiliza para comprar su tiempo en la mesa, y, mientras esté en ella, tiene derecho a cualquier clase de disfrute que ese dinero pueda comprar.

El dolor de perder es entretenido, como también lo es la emoción de ganar. Ganar, empero, es más solitario, pues no es probable que quienes te han entregado su dinero se sientan solidarios contigo. Hace falta algún tiempo para acostumbrarse a ganar.

Muchos de nosotros, en un momento dado la mayoría, intentamos eludir cualquier hecho evidente que no case con nuestra propia imagen. Cuando estamos deprimidos, recreamos el mundo que nos rodea para racionalizar nuestro estado de ánimo, y eso nos vuelve propensos a pasar por alto o malinterpretar las circunstancias favorables. En una mesa de póquer esto puede resultar muy caro, porque a veces la oportunidad llama, pero raramente insiste. Lo cual nos lleva a una perogrullada que muchos jugadores caballerescos no logran asimilar: el póquer es un juego de dinero.

La capacidad de un jugador de póquer se juzga exclusivamente por la diferencia entre el dinero que tenía cuando se sentó y el que tenía al levantarse. No se trata de ganar la mayoría de las manos, ni siquiera de ganar la mayoría de las partidas. La cuestión es
ganar el máximo dinero posible
. Esto probablemente implica jugar menos manos que el tipo que sólo ha ido a pasar el rato; implica no dar la menor oportunidad de ganar a tus contrincantes porque valoras sus sentimientos; implica no devolver parte de las ganancias al final de la noche porque te resulta violento ganar; implica tomar aquellas medidas y adoptar aquellos hábitos mentales que, a la larga, deben prevalecer.

Para mí, a la larga —hasta la fecha— ha sido un período de veinte años.

Un día, en la facultad, me ascendí yo mismo de las partidas de dormitorio a las partidas
fuertes
de la Colina.

Después de graduarme, seguí volviendo esporádicamente a la localidad. Me decía que mis visitas eran para renovar viejas amistades, para utilizar la biblioteca, o simplemente para pasear. Pero en realidad volvía para participar en la partida de la Colina.

En septiembre pasado, uno de los jugadores observó que cinco de los que aquella noche estábamos sentados a la mesa llevábamos dos decenios haciendo lo mismo.

Como grupo, todos hemos mejorado. Algunos hemos mejorado drásticamente. Puesto que todos conocemos los hechos, las estadísticas y las tácticas, y todos somos hombres de igual inteligencia, esta mejora sólo puede atribuirse a una cosa: al carácter, que, ahora que
por fin
empiezo a mejorar un poco, veo que es la verdadera esencia del póquer.

III. UNA VIDA EN EL TEATRO
Un epitafio para Tennessee Williams

El teatro es muy hermoso como forma de vivir, pero muy duro como profesión. Del mismo modo en que el precio del oro representa los miles de horas improductivas que se han dedicado a buscarlo, la remuneración y la fama artística —aunque se conceden al individuo— representan la deuda de la sociedad para con muchos.

Esta deuda, aunque se pague graciosamente, se entrega únicamente como usufructo condicional y no como propiedad permanente, pues es susceptible de ser retirada en cualquier momento y concedida a otra persona.

La necesidad que así se crea de tener éxito continuamente hace que escribir obras de teatro sea una carrera para gente joven, pues sólo la soportan fácilmente los inspirados y los ingenuos, aquellos que rebosan la alegría del descubrimiento y son absolutamente generosos con este don.

Esta generosidad y superfluidad de vida atrajeron al público a las obras de Tennessee Williams, y cuando su vida y su visión de la vida se volvieron menos inmediatamente accesibles, nuestra gratitud se convirtió en un respeto lejano hacia un hombre al que nos veíamos obligados —si queríamos conservar nuestra buena imagen de él— a considerar muerto.

El hecho de que siguiera viviendo y la realidad de su obra posterior trastocaron esta ilusión, y nos avergonzaba no poder ocultar nuestro embarazo ni ante nosotros mismos ni ante su objeto, Tennessee. Y al mismo tiempo nos irritaba que él no pareciera desafiar ni rehuir esta actitud. Se limitaba a seguir escribiendo.

Somos una gente amable que vive en un tiempo cruel. No sabemos expresar nuestro amor. Esta incapacidad fue el tema de sus obras, la mayor poesía dramática del lenguaje norteamericano.

Le damos las gracias y le deseamos, con amor, lo mejor que hubiéramos podido hacer y no hicimos cuando estaba con vida. Le deseamos lo que él nos deseó, la paz que todos buscamos.

Acerca de
A Life in the Theater

Thorstein Veblen escribió que, en la década de 1880, los tipógrafos o cajistas eran propensos al alcoholismo porque pertenecían a una profesión nómada e inestable.

Cambiaban de empleo con frecuencia, cuando surgía la necesidad de sus servicios en otra población u otra región del país, y podían cambiar de empleo con frecuencia porque su oficio estaba en gran demanda, y no necesitaban más materiales que su talento.

No tenían capital alguno invertido en maquinaria, existencias ni clientela, y se trasladaban cuando surgía la necesidad de cambiar o encontrar un empleo.

En cada localidad nueva, los tipógrafos buscaban a sus colegas. Tras la jornada de trabajo, se reunían en tabernas o restaurantes cercanos a su lugar de trabajo y desarrollaban su vida social.

Los únicos métodos de demostrarse su valía unos a otros eran métodos
sociales
: buen humor, liberalidad, ingenio, campechanía.

Así que bebían y conversaban, y los mejores eran aquellos que podían beber mucho, pagar muchas rondas y charlar de manera interesante sobre los logros de uno mismo y de los demás miembros de la fraternidad. El tipógrafo carecía de bienes. No podía demostrar su excelencia por el esplendor de su vehículo o su hogar.

Carecía también de historia, salvo la que él mismo inventaba y podía justificar con sus fanfarronadas o su ingenio.

Viajaba ligero de equipaje y con muy poca ropa, de modo que no podía impresionar a los demás con su vestuario.

Solamente podía demostrar su excelencia por medio de sus hábitos sociales.

Por consiguiente, bebía mucho.

En el teatro, la excelencia es el arte de saber regalar.

El actor excelente no se esfuerza en
fijar
, en codificar, sino en
crear
para el instante, libremente, sin detenerse a corroborar lo que acaba de hacer ni a apreciar la creación.

(Por eso las fotografías de una obra teatral resultan muchas veces rígidas y desprovistas de interés. En ellas el actor no
actúa
, que es para lo que está preparado, y, quizá, para lo que ha nacido, sino que está
posando
—indicando sentimientos
—, que es justo lo contrario de actuar.) Una vida en el teatro es una vida dedicada a regalar cosas.

Es una vida nómada, inestable, sin garantía de trabajo ni de aceptación.

El futuro del actor es incierto, no sólo por causa del azar, sino por necesidad;
intencionadamente
.

Nuestros problemas —como los de cualquier grupo profesional— son únicos.

Nuestras bufonadas, necesidades y peculiaridades teatrales pueden resultar entretenidas para los demás, pero para nosotros son fascinantes.

La cuestión de quién hizo qué a quién, quién olvidó su parlamento, qué le dijo el productor al encargado del atrezzo, quién obtuvo y perdió qué papel por causa de quién y por qué («Esta es la
auténtica
historia. Yo estaba
allí
) es tema de indagaciones perpetuamente interesantes.

Los del teatro nos contamos anécdotas acerca de nosotros mismos
y
nuestros colegas,
y
estas anécdotas son exactamente las mismas que se contaban Aristófanes y sus amigos. Se atribuyen a distintos personajes, pero las anécdotas son las mismas. Los problemas y las recompensas son los mismos.

Es importante relatar y volver a relatar las anécdotas, porque la única historia real de este arte efímero es la historia oral; todo se desvanece muy deprisa, y la única seguridad está en la palabra de alguien que se encontraba presente; que
habló
con alguien que se encontraba presente, o que puede garantizar que alguien le contó que había hablado con una mujer que conocía a alguien que había estado presente.

Y todo ocurre muy deprisa, también.

El aprendizaje se ve sancionado con la aceptación o el rechazo. Esto parece suceder de la noche a la mañana, y, cuando volvemos la vista atrás, el acontecimiento que siempre hemos considerado el punto crucial de una carrera probablemente no lo fuera en absoluto.

Una vida en el teatro es una vida con la atención dirigida hacia fuera, y la memoria y la corroboración de los demás son muy importantes.

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