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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (31 page)

BOOK: Una profesión de putas
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¿Qué está pasando aquí?

Nada que tenga que ver con árboles.

La obra es una serie de escenas acerca de la sexualidad y, más concretamente, de la sexualidad frustrada.

Lo más probable es que la obra se inspirara en la escena de
Ana Karenina
entre la amiga de Kitty, la señorita Varenka, y su acompañante Koznyesev. Los dos son personas agradables y solitarias que se han conocido por mediación de amigos comunes. A los dos les vendría bien casarse y hacen una pareja perfecta. En una de las mejores escenas del libro se nos dice que ambos se dan cuenta de que ha llegado el momento, que es Ahora o Nunca, Salen a dar un paseo y el señor Koznyesev está a punto de declararse cuando le distrae una pregunta acerca de setas. Y así, estas dos personas tan agradables quedan condenadas a la soledad.

Si esta descripción les suena familiar, es porque lo es. Chéjov, prendado del tema, lo copió tranquilamente (y puede que inconscientemente) de Tolstoi y se lo adjudicó a Lopajin y Varya.

No sólo Lopajin y Varya representan la escena:
todo el mundo en la obra representa la misma escena
.

Anya está enamorada de Piotr Tro fimo v, el tutor de su difunto hermano. Trofimov está enamorado de ella, pero está demasiado reprimido para dar el primer paso. De hecho, declara que está por encima del amor, aunque en un soliloquio se refiere a Anya como «Mi primavera, mi querido Lucero del Alba».

Yepihodov, el administrador de la propiedad, está enamorado de Dunyasha, la doncella. Siempre está intentando declararse, pero ella le considera un patán y no le hace caso. Ella está enamorada de Yasha, el lacayo de Lyubov. Yasha la seduce y la abandona, porque está enamorado de sí mismo.

Hasta la propia Lyubov está enamorada. Le dio su fortuna a su amante y lo cuidó durante tres años de enfermedad. Entonces, él la dejó por una mujer más joven.

Pues bien,
ésta
es la razón de su regreso a la mansión. Es pura coincidencia que regrese justo antes de que se subaste el jardín de cerezos. ¿Por qué es pura coincidencia? Porque, como hemos visto, no viene a
salvarlo
. Si quisiera, podría hacerlo. ¿Por qué regresa? ¿Cuál es la causa que la impulsó a regresar? Las calabazas que le han dado. ¿Y cuál es la causa que la impulsa a volver a París? Los continuos telegramas de su libertino amante rogándola que le perdone.

¿Por qué regresa Lyubov a su casa? Para lamerse las heridas, para dejar correr el tiempo, para planear un nuevo rumbo para su vida.

Ninguna de estas acciones es efectiva en términos teatrales. (La última se aproxima, pero se podría hacer en solitario, sin necesidad de otros personajes. De hecho, el papel de Lyubov es básicamente un monólogo; no quiere nada de ningún otro personaje en escena.)

Si Lyubov no hace nada, aparte de estas reflexiones solitarias, ¿por qué es la protagonista de la obra? No lo es.

La obra no tiene protagonista. Tiene un par de jefes de equipo. La razón de que no tenga protagonista es que carece de acción continuada. Se trata de una misma escena repetida por varias parejas.

Continuemos:

Gaev es el hermano de Lyubov. Es un solterón impenitente y en varias ocasiones se le menciona como La Anciana.
¿Qué
es lo que quiere? No gran cosa. Sí, al final llora cuando se talan los cerezos, pero parece igual de feliz yendo a trabajar al banco y jugando al billar como holgazaneando en el Salón y jugando al billar.

Los restantes personajes son Firs, el anciano mayordomo que se alegra muchísimo del regreso de su señora, y Simeonov-Pishchik, un vecino pobre que siempre ve el lado bueno de las cosas.

Pishchik, Firs y Gaev son pura ambientación. Todos ellos son solteros y se les nota algo chiflados, aunque en diferentes grados. Y todos ellos son felices, porque no tienen el problema del Sexo. No participan en la única y repetitiva acción de la obra: consumar, aclarar o rectificar una situación sexual desdichada.

El jardín de los cerezos y su inminente destrucción no son más que un artificio dramático efectivo.

La obra no trata de «si no pagas la hipoteca, me llevo tu vaca», sino de «bésame rápido, que me estoy muriendo de cáncer».

El
obstáculo
de la obra no es consecuencia de las acciones de los personajes, y ni siquiera tiene que ver con ellas. La obra funciona porque consiste en una recopilación de escenas brillantes.

Yo diría —a juzgar por su similitud con muchos de sus relatos cortos— que Chéjov escribió primero las escenas entre la doncella Dunyasha y Yepihodov. Probablemente, de ahí surgió la idea de una escena entre Dunyasha y el hombre al que
ella
ama, Yasha, un lacayo que acaba de regresar de París. ¿Con quién ha regresado el guapo lacayo? Con su señora.

Y así fue progresando.

Para continuar con este ingenioso razonar liento: ¿Qué hizo Chéjov cuando tuvo dos horas de escenas y trece personajes correteando por una mansión rural? Como cualquier dramaturgo, tenía tres opciones. Podía archivar el material como un buen conjunto de
sketches
; podía
examinar
el material e intentar discernir alguna acción continua intrínsecamente dramática, y extrapolar
de ahí
la obra. Comparemos la estructura de
El jardín de los cerezos
con la de
La gaviota
. En
La gaviota
, la famosa actriz Arkadina desea recuperar su juventud, y para ello se entrega a un hombre más joven, desatendiendo las necesidades de su hijo, cuya edad es una afrenta para sus pretensiones de juventud. El hijo se esfuerza por ganarse su respeto, así como el respeto y el amor de Nina (otra actriz), que representa un aspecto aislado de la personalidad de Arkadina: su disponibilidad sexual.
La gaviota
está estructurada como una tragedia. Al final de la obra, el héroe, Treplev, se percata de su situación y la resuelve suicidándose. ¿Qué sucede al final de
El jardín de los cerezos
? Todo el mundo vuelve a casa: todos vuelven a hacer
exactamente
lo que estaban haciendo antes de que empezara la obra. Se podría decir que
El jardín de los cerezos
está estructurada como una
farsa
. Esta es la forma dramática a la que más se aproxima. También podríamos decir que se parece a una serie de
sketches
de revista con un tema común, y en realidad es así. La obra tiene mucha relación con —y probablemente es el primer ejemplo de— la revista del siglo XX… las
variaciones sobre un tema
, como por ejemplo,
La Ronda, Truckline Café, Hombres de blanco, Brigada 21, Waters of the Moon
, etc.

Recapitulando: Chéjov tiene trece personas metidas en una mansión. Y tiene un montón de escenas brillantes. Su tercera alternativa es inventar un pretexto que mantenga a los trece personajes en el mismo sitio y
hablando
unos con otros durante algún tiempo. Este es uno de los problemas del dramaturgo moderno: «Joder, este material es
fantástico
. ¿Qué podría hacer para Mantener a esta Gente en la Casa?»

Se puede hacer que roben una joya. Se puede hacer que alguien cometa un asesinato. Se puede provocar una tormenta de nieve. Se puede hacer que se estropee el coche. Se puede hacer que la Vieja Mansión vaya a ser vendida dentro de tres semanas a causa de las deudas, a menos que a alguien se le ocurra una buena solución.

Puedo imaginar a Chéjov, ocurriéndosele este pretexto y diciendo «Naaa, eso no se lo va a tragar nadie». Me lo imagino viendo los ensayos y estremeciéndose cada vez que Lopajin dice (y lo dice con mucha frecuencia) «Recuerda, sólo faltan tres (dos, una) semanas para que se venda tu jardín de cerezos». Pues qué bien, debía pensar. Menuda manera de escribir teatro. Cuesta imaginar a Horacio apareciendo en escena cada cinco minutos para decir «No te olvides, Hamlet, tu tío mató a tu padre y ahora se está acostando con tu madre».

«Oh, no», debió pensar. «Esto no puede salir bien.» Pero le salió, y nos dejó una obra que nos encanta.

¿Por qué nos encanta la obra? ¿Porque trata de la lucha entre los Viejos Valores de la aristocracia rusa y su declinante poder? Yo creo que no. Porque, en definitiva, una obra trata
exclusivamente
de las acciones de sus personajes. Como público, no entendemos una obra en términos de las idiosincrasias superficiales o la posición social de sus personajes (algo que, en último término, nos
distancia
de la obra), sino en términos de la
acción
que los personajes intentan llevar a cabo. Aunque situemos a Hamlet en Waukegan, seguirá siendo una obra excelente.

El persistente atractivo de
El jardín de los cerezos
no se debe a su ambientación en la decadente Rusia zarista, ni a que incluya gente rica y gente pobre. Nos atrae porque apela a nuestro
subconsciente
, que es lo que debe hacer una obra teatral. Y subconscientemente percibimos y disfrutamos la representación reiterada de esta reiterada escena: dos personas enfrentadas, ambas tratando de satisfacer su sexualidad frustrada.

La actuación

Vivimos en una época muy egoísta. Nada se da gratis. Cualquier impulso creativo, fantasioso o iconoclasta que llega a suscitar una atención general es inmediatamente apropiado por el capital de riesgo, y su popularidad —que se debía a su generosidad y libertad de pensamiento— se pone al servicio de la extorsión comercial.

Cuando un café de obreros tiene éxito, pronto sirve de modelo para una cadena de ámbito nacional, y el encanto de su ausencia de artificios se vende al por mayor. Los promotores inmobiliarios convierten la energía y la creatividad del barrio bohemio en el potencial comercial de un «distrito artístico». El aislamiento de una playa remota, apto para la contemplación y la renovación interior, se vende en raciones individuales a millones de veraneantes sedientos de tranquilidad que están dispuestos a gastar su dinero en un frenético peregrinaje multitudinario a un lugar en el que antaño se podía vivir en paz.

No es una buena época para las artes. Y es especialmente
mala
para el arte de la actuación, pues los actores, como observó Hamlet, son «las crónicas breves y abstractas de su tiempo».

Naturalmente, existen actores cuyo trabajo recibe el calificativo de grande, pues los críticos otorgan su puntuación (como deben hacer, en ausencia de cualquier criterio artístico) con relación a la media. Pero una comparación de los que el periodismo contemporáneo ensalza como grandes actores con las figuras de las décadas de 1930 y 1940 (Cary Grant, Garbo, Henry Fonda, James Stewart, etc.) nos demuestra lo drásticamente que se han reducido nuestras exigencias.

Hoy en día esperamos menos de nuestros actores porque esperamos menos de nosotros mismos.

Nuestra capacidad de atención es limitada, y, en estos tiempos de miedo e inquietud, nuestra atención se dedica por entero a nosotros mismos, a nuestros sentimientos, a nuestras emociones, a nuestro bienestar inmediato. Esto produce unos niveles de actuación muy malos, porque, cuanto más concentramos nuestra atención en nosotros mismos, menos interesantes nos volvemos. Pensad en cuántos hipocondríacos fascinantes habéis conocido.

Las leyes de la atención que son ciertas fuera del escenario también son ciertas en él. El que sólo se preocupa por sí mismo es un pelmazo, y el actor que sólo se preocupa por sí mismo es un pelmazo. Y carece de importancia que el actor se diga: «Debo representar esta escena de modo que se hagan una buena opinión de mí», o bien: «Para representar correctamente esta escena debo recordar y recrear la ocasión en que murió mi perrito.» En ambos casos, su atención se centra en sí mismo, y en ambos casos su actuación nada nos dirá que no hubiéramos podido averiguar de un modo más ameno en una biblioteca.

La actuación, como cualquier arte, ha de ser generosa. La atención del artista ha de dirigirse hacia el exterior; no hacia lo que él mismo está experimentando, sino hacia lo que pretende conseguir.

El actor
orgánico
ha de tener generosidad y valor, dos atributos que a causa de nuestra actual hipocondría nacional se hallan en gran escasez y todavía menor estima. Ha de tener el valor de decir a los colegas que comparten con él el escenario (y, por tanto, al público): «No me interesa influirlos ni
manipularlos
. No me interesan las
finuras
. Estoy aquí para cumplir una misión y
exijo
que ustedes me den lo que quiero.»

Este actor lleva a la escena
deseo
antes que culminación,
voluntad
antes que emoción. Su actuación no será comparada con el
arte
, sino con la
vida
, y, cuando salgamos del teatro tras su representación, hablaremos de
nuestra vida
antes que de
su técnica
. La diferencia entre este actor orgánico y el que se preocupa por sí mismo es la diferencia entre una hoguera de leña y una luz fluorescente.

En una Edad de Oro, lo que podría deleitarnos en un escenario (esas actuaciones que calificaríamos de «arte») sería lo mismo que nos deleita en nuestra vida: sencillez, elegancia, amabilidad, fuerza. No lo que se retrata, sino lo que se nos permite inferior; no lo técnico, sino lo provocativo. En una Edad de Oro juzgaríamos el «carácter» de un actor en el escenario exactamente de la misma manera en que lo juzgamos fuera del escenario: no por sus protestas y declaraciones, sino por su determinación, la constancia de su propósito, su generosidad o, dicho de otro modo, su «bondad».

Pero no vivimos en una Edad de Oro, y el actor, esa Breve Crónica, es al mismo tiempo la expresión y el siervo de su época.

Le hemos exigido y hemos recibido de él poco más que esto: la insistente representación y la repetición de la idea de que a nuestro alrededor no sucede gran cosa, que no debemos inquietarnos y que es absolutamente correcto que nuestros actos
no
estén determinados por nuestras percepciones.

Hemos exigido al actor que nos repita constantemente que
está
bien reír cuando nada nos divierte, llorar cuando nada nos conmueve, derramar gratitud sobre lo inaceptable, condonar lo imperdonable, deleitarse en lo banal.

El hecho de que la actuación que hoy prevalece sea falsa y mecánica no es en absoluto casual, sino un signo claro de que nuestra sociedad exige a sus sacerdotes que repitan el catecismo esencial para nuestra tenue salud mental: que aquí no pasa nada, que nada muy malo ni muy bueno puede sucedemos, que estamos a salvo.

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